En la mañana de ayer subieron en fila hasta la hacienda Canoas, un terreno inhabitado en el municipio de Soacha (Cundinamarca): “Al no tenerlos necesitamos acudir a los símbolos. Estamos sembrando un árbol en la tierra que recibió sus cuerpos”, dice Magdalena Gómez, esposa de José Ignacio Vargas, una de las víctimas del crimen.
No eran pocas las familias que por primera vez pisaban este terreno: “Para nosotros fue difícil asimilarlo. Dejamos de creer en las instituciones porque nadie, nunca, se acercó a hablar sobre reparación. En este atentado murió mi hermano, Hernando González Luna. Unos años antes los narcotraficantes habían matado a otro familiar que era jefe de seguridad en Avianca. Ambos hechos quedaron impunes”, comenta Francisco González. Detrás de estos asesinatos, asegura, “hay implicadas otras personas que trabajaban con Escobar y nunca fueron detenidas”.
Federico Arellano convocó la siembra de árboles. Su padre, el compositor Gerardo Arellano, también falleció en el siniestro. En 2009 creó la Fundación Colombia con Memoria para impedir que este caso quedara en el olvido: “Estamos aquí para perdonar y sanar las heridas que siguen abiertas en algunos corazones. Es un espacio de reconciliación”. El 20 de noviembre de 2009 la Fundación consiguió su primera victoria: el crimen fue declarado de lesa humanidad por la Fiscalía. “Esto demuestra que no sólo fuimos nosotros los afectados, sino la humanidad entera. Después de muchos trámites mi familia fue amparada en la Ley de Víctimas. Esto abre el camino para que las demás familias sean reconocidas por el Estado como víctimas de Pablo Escobar”. Sin embargo, no todos los dolientes han tenido igual suerte y aunque Arellano fue amparado por la Ley de Víctimas, su tarea continúa: “Seguimos el proceso penal en la Fiscalía porque nos negamos a que este acto terrorista quede impune”.
La secuela de la depresión es una de las cosas más difíciles de superar. Mi madre intentó buscar una nueva vida en otro país, pero el duelo la persigue”, dice Patricia Escobar, hermana de Juan Carlos, quien murió a los 28 años en pleno vuelo del avión HK-1803. Mientras Escobar termina su relato, Magdalena Gómez, con un nudo en la garganta, pone una lápida en frente del laurel que empezará a crecer en el cerro de Canoas, donde hace 24 años estalló aquella bomba que simbolizó la guerra que encabezaba entonces el capo de capos contra el Estado.