Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Ocurrió entonces el hallazgo. El pie mutilado estaba envuelto en una bolsa plástica de arroz. Aún goteaba sangre. Cercenado, junto al pie, un brazo amoratado también fue encontrado por los investigadores. Las extremidades despedían un cierto olor a chamusquina. Habían sido incineradas parcialmente, dictaminaría Medicina Legal horas más tarde. Los canes y las moscas que revoloteaban alrededor fueron atraídos sistemáticamente por esos efluvios de la muerte.
El descubrimiento, sin embargo, fue atribuido por las autoridades a un indigente que a esa hora de la mañana buscaba afanosamente en la basura algún rastro de comida para alivianar el hambre. No sería aquélla la única bolsa repleta de vísceras humanas ni el hallazgo más escandaloso de todos cuantos le seguirían. Faltarían cuatro envoltorios más para que la Fiscalía pudiera descifrar el asesinato a retazos del que fuera víctima Luis Alberto Narváez, de 86 años.
Sucedió en Santiago, un céntrico barrio de Pasto (Nariño), a las 9 y 30 de la mañana del pasado 2 de octubre. Inmediatamente después del primer reporte macabro, de boca en boca corrieron los diversos y desparramados rumores sobre el hallazgo. A las 10 y 35 apareció la segunda bolsa. Estaba ubicada en la entrada principal de la iglesia del barrio, a escasas dos cuadras de la otra. Su contenido era más viscoso, más escarlata que el anterior, se diría: el tórax; el corazón y el pulmón del octogenario yacían adentro.
El pavor no tardó en abrirse camino en Santiago. Cinco horas después las bolsas restantes fueron halladas, distantes sólo a dos cuadras de los primeros descubrimientos. En una de éstas había fragmentos de ropa quemada. El asesino, qué duda había, vigilaba con pasmoso reposo las pesquisas de los investigadores y, aprovechando que se dispersaban en la búsqueda, “sacaba las bolsas”, según consta en un informe de la Fiscalía. Aterrada por los hallazgos, Nelly Rosas Narváez reportó la desaparición de su tío. Eran casi las 4 de la tarde.
La Fiscalía se desplazó rápidamente a la residencia de Luis Alberto Narváez, ubicada en la calle 13 Nº 23-51. Era una casa vetusta de tres pisos que tenía la puerta entreabierta. Lo primero que vieron los investigadores fue una sala con muebles rancios y anticuados, paredes descascaradas y un huerto al fondo. Seguidamente hallaron un serrucho que colgaba de una pared, con rastros de un humor escarlata no identificable a primera vista, cabellos canosos esparcidos a lo largo del domicilio, un arsenal de machetes y un charco de sangre.
El olor penetrante a chamusquina condujo a los sabuesos al huerto. Allí encontraron una desvencijada paila ennegrecida en la que fueron ‘cocinadas’ las entrañas del octogenario ex funcionario de la Rama Judicial. También, más bolsas de arroz. Y sangre. Inesperadamente, de uno de los cuartos del fondo remoto del corredor, “tímido y casi escondido”, apareció la figura enjuta y desganada de un hombre de 51 años, de cabello largo, barba XXcenicienta, con gafas estilo John Lennon. Vestía una bata blanca salpicada de un color sanguíneo.
“Imito a Jesucristo”, les dijo en tono amodorrado, sin que mediara presentación alguna, acaso como si la nutrida presencia de los investigadores en su casa le pareciera una visita corriente de domingo. “¿Qué necesitan?”, indagó el ermitaño de bata blanca y zapatos viejos. En su cintura cargaba un puñal que aún contenía rastros del humor purpúreo de su asesinado padre. Entregó el cuchillo voluntariamente, sin inmutarse, arrebujado por las circunstancias. Y fue capturado sin demora.
Su nombre, Henry Alberto Narváez Herazo, ex estudiante de artes de la Universidad Nacional, “connotado músico e intelectual”, asegura el reporte de la Fiscalía, quien según sus vecinos, como característica sempiterna, únicamente salía de su casa al caer la noche. Siempre con su puñal al cinto, ropa negra y botas de caña alta adornadas con cadenas. Un hombre con un grado de fluidez oral y conocimientos literarios superiores, que desde hace algunos años convivía con su padre Luis Alberto, a quien odiaba visceralmente, se diría.
Las razones de ese aborrecimiento paterno que rumiaba de tiempo atrás fueron consignadas en un diario hallado en su habitación. En él se lee que tenía el apodo de “Supremo” entre sus amigos, que libraba una lucha contra “la barbarie del capitalismo”, que necesitaba liberarse a como diera lugar del asedio de sus perseguidores y que su padre, “el desalmado Luis Narváez”, era un “viejo miserable que hasta el agua (la factura) de los últimos meses se niega a pagar y cuyo recargo amenaza un nuevo corte”.
El documento en poder de la Fiscalía era más explícito en su animadversión. “Si se tratara de calificar al pobre viejito y demandado universal homicida Luis Narváez, a él hay que exagerarle su brutalidad, por ejemplo, por asesinar en público a mi madre en confabulación con sus colaboradores y asesinos, para atentar contra mi seguridad y mi vida apoyándose en la misma jauría que siempre lo respalda y que lo hace figurar como presunto santo”. Édgar Antonio Narváez, víctima del parricidio ejecutado por su hermano, contaría después que Henry era esquizofrénico.
Las probadas muestras de esa locura lo tienen recluido en el Hospital San Rafael de Pasto. Al día siguiente de su aprehensión, en el basurero municipal de esa ciudad fue hallada otra bolsa, que contenía una tráquea. En Santiago aún se cuchichea del asunto. Las especulaciones sobre el origen del acontecimiento ronronean en las esquinas en las bocas de las matronas del sector, siempre tan enteradas de los dramas barriales.
Los días en los que pasa el camión de la basura son fecundos para recordar el atroz descubrimiento. Habrá que estar atentos, se comenta, a las bolsas de los desperdicios que vomita cada tanto el barrio. No vaya a ser que suceda una historia parecida.