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Un retrato de cómo se ha vivido la pandemia del COVID-19 en las cárceles de México

Tras pasar 27 años en prisión, Lucrecio fue declarado inocente y obtuvo su libertad. Estaba recluido en México, el único país de la región en el que ha aumentado la población privada de la libertad en medio de la emergencia sanitaria.

Elena Azaola*
07 de octubre de 2020 - 06:00 p. m.
Después de Brasil, México es el segundo país en América Latina con mayor número de personas en prisión.
Después de Brasil, México es el segundo país en América Latina con mayor número de personas en prisión.

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*Antropóloga y psicoanalista, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, eazaola@ciesas.edu.mx

La primera vez que me reuní con Lucrecio, unos cuantos días después de que abandonara la prisión hacia finales de 2018, fue imposible sostener una conversación con él: no tenía palabras ni era capaz de articular ideas, sólo el llanto hablaba por él y mostraba los profundos daños que 27 años de un encierro injustificado en una prisión bajo el control de un grupo delictivo al norte de México le habían ocasionado.

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Lucrecio había sido detenido en 1991, cuando tenía 19 años, acusado por presuntamente haber cometido homicidio calificado y robo en su modalidad de pandillerismo. Tras varias sentencias condenatorias a lo largo de los años, a través de un amparo directo, un Tribunal Colegiado le dictó una sentencia absolutoria y le otorgó su libertad en 2018 por considerar que “no había elementos que probaran su participación en los mencionados delitos”. No obstante, había pasado 27 años en prisión y ahora contaba con 47 años y un futuro incierto. Mientras él se encontraba preso, su padre falleció, su madre y sus hermanas habían dejado de visitarlo porque no soportaban las vejaciones que sufrían al hacerlo, y habían nacido dos de sus hijos, de 15 y 7 años, con los que nunca había podido convivir.

Tres meses después del primer intento de conversar con Lucrecio, logró explicarme qué es lo que le había parecido más difícil de soportar durante sus años de encierro. Entonces se refirió a la experiencia de estar sometido al poder de los grupos que tienen el control de los centros penitenciarios y a la falta de protección por parte de las autoridades. “Estaba yo ahí en un cuarto con diez personas y los estaban matando uno a uno… los estaban matando así nomás, porque si no estás con ellos, estás contra ellos. Me aislaron muchas veces sólo por ser de la colonia en donde crecí, pues decían que seguramente era de tal grupo y que tenía que darles una cuota. Ahí, ellos son los que mandan, los que están ordenando a todos, y se hizo un motín porque nos querían prender fuego a los que estábamos arraigados… y llegaban y decían ‘a éste, dale una tableada’… Y todo eso afecta porque uno no puede decir nada, expresar nada… Las autoridades no quieren retomar el control del centro penitenciario porque es muchísimo dinero lo que recaba ese grupo y le da su parte a la autoridad. Yo sólo quería un trato justo, que si hago un trabajo, que me lo paguen, pero ahí no hay autoridad que pueda defendernos, sólo estábamos esperando a ver a qué horas venían por nosotros para matarnos”.

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Lucrecio explica: “las mismas autoridades que están ahí, no quieren nuestro bien; son ellos los primeros en romper la ley… hasta el comandante viene y te dice: ‘no te voy a dejar en paz y a tu familia la voy a revisar’… y si alguien mete droga que no sea la de ellos, lo matan… hay gente que ya no puede caminar por la golpiza que le dieron, sólo por ser de otro grupo al que consideran su rival… Nunca he visto delincuentes más cínicos que los directores, los jefes de seguridad… Créame, 27 años ahí adentro son muchos… porque ahí ves cómo están matando gente y siempre crees que sigues tú… uno no comprende lo que realmente pasó ahí adentro… Estando ahí adentro, ellos te roban todo”.

Desde que salió de la cárcel, cada vez que Lucrecio ve pasar a la policía por la calle, siente pánico. “Me da miedo nada más de ver a los de la policía… me da miedo verlos porque lo que hicieron con mi vida fue una masacre. Fue el jefe de la policía quien dio la orden en la cárcel de que usaran la fuerza letal… y yo vi cómo quemaron a 14 personas que estaban en el pabellón psiquiátrico, coincidentemente todos pertenecían a un mismo grupo delictivo y los quemaron, fueron los de otro grupo los responsables de ese supuesto accidente…”.

Lucrecio concluye: “apenas estando afuera se da uno cuenta de la magnitud de lo que vivió, hasta que sales estás consciente de todo lo que viviste ahí adentro”.

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Por su parte, María, su esposa, quien lo visitó a lo largo de los últimos 15 años que Lucrecio estuvo en prisión, dice: “él, cuando recién salió, no se adaptaba, estaba muy desubicado; yo, como soy muy maternal, lo cuidaba, le daba mucha atención, pero él me decía que no estaba impuesto a que lo trataran así… él no se acostumbraba porque en el penal, puro pleito, puro golpe, y fue muy drástico para él el cambio”. María explica lo difícil que fue para ella y sus hijos acudir a visitarlo todos esos años: “tuve varias caídas estando formada en la fila y, durante los motines, salían a maltratarnos y nos empujaban o nos aventaban gases lacrimógenos y, aunque nos maltrataban, todas las mujeres queríamos saber de nuestros esposos… También me daba gripa y tos por el frío de estar acampando a la intemperie, son cosas que nunca terminaría de contar… A veces, llegábamos a las 5 de la mañana y pasábamos hasta las 12 y la visita se acababa a las dos o tres… se nos hinchaban los pies de estar tanto tiempo paradas”. Y remata: “¿Con qué nos devuelven la infancia de nuestros hijos o la juventud que Lucrecio perdió detrás de las rejas de un penal?”.

Las cárceles en México

Aunque la historia de Lucrecio y de María nos dice mucho acerca de las cárceles en México, algunos datos nos ayudan a colocar esta historia en su contexto. Después de Brasil, México es el segundo país en América Latina con mayor número de personas en prisión. Al mes de agosto de 2020, México contaba con 210.000 personas privadas de la libertad y es el séptimo país en el mundo por el tamaño de su población penitenciaria tan sólo después, en ese orden, de Estados Unidos, China, Rusia, Brasil, Tailandia e Irán.

México cuenta con 298 centros penitenciarios, 281 de los cuales son centros estatales y 17 federales. Contrario a lo que ha ocurrido en otros países de Latinoamérica, México había logrado reducir su población penitenciaria en un 22% entre 2014 y 2019. A pesar de esto, la tercera parte de los centros penitenciarios del país continúan con una población que excede, hasta en 300%, su capacidad instalada.

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Asimismo, es importante hacer notar las diferencias que existen entre los dos tipos de prisiones que existen en México: las estatales y las federales. De manera muy general podríamos decir que lo que distingue a las primeras es, en muchos casos, la presencia débil e inclusive la ausencia de control por parte del Estado, como pudimos apreciarlo en el caso de Lucrecio. Por el contrario, las prisiones federales se caracterizan por un control excesivo e injustificado por parte del Estado Federal, que opera esas prisiones bajo un régimen de máxima seguridad.

La falta de control por parte del Estado en los centros estatales puede corroborarse en los Informes y Recomendaciones que ha emitido la Comisión Nacional de los Derechos Humanos durante los últimos años en los que destaca que 60% de los centros penitenciarios del país se encuentran en mayor o menor medida en manos de grupos criminales, dado que las autoridades carecen de la capacidad para someterlos a su control.

(Lea también: ¿Sirvió el decreto para deshacinar las cárceles que expidió el Gobierno en la emergencia?)

Lo contrario puede decirse respecto de los centros federales. En éstos, la población penitenciaria se halla sometida a un estricto control en el que prevalece el régimen de aislamiento que suele aplicarse en las prisiones de máxima seguridad, no obstante que apenas una mínima parte de la población que albergan cumple con el perfil para ser sometidos a dicho régimen.

La falta de recursos y el abandono que crónicamente ha padecido el sistema penitenciario han puesto en riesgo la seguridad de los centros y la gobernabilidad al tiempo que propician la corrupción por parte del personal, así como la participación de líderes o grupos criminales que detentan el poder de facto al interior de los centros penitenciarios. No pocas veces ello ha costado la vida de funcionarios o custodios, así como la de internos quienes, además de hallarse privados de su libertad en virtud de resoluciones legales dictadas por órganos del Estado, en los hechos, viven bajo el yugo de poderes extralegales capaces de resolver sobre sus vidas, como pudimos apreciarlo en el caso de Lucrecio.

(Vea: Prisiones en el epicentro latinoamericano de la pandemia: el caso brasileño)

Si se toma en cuenta que la gran mayoría de las personas que están en prisión son de escasos recursos, el hecho de que sus familias tengan que llevarles comida, medicinas y otros bienes afecta sin lugar a dudas la economía y el bienestar de las familias, situación que se agrava si a ello se agrega el costo de la corrupción que deben cubrir cada vez que visitan el centro penitenciario o las cuotas que les exigen pagar quienes mantienen el control para garantizar la seguridad de su familiar. Ello afecta de manera directa y desproporcionada a mujeres y niños, como lo han demostrado algunos estudios, pero también afecta de manera indirecta a la sociedad entera que tarde o temprano deberá asumir los costos por los daños que todo esto produce.[1]

Las cárceles mexicanas durante la pandemia por Covid-19

En sentido contrario a lo que ha ocurrido en otros países tanto de la región como de otras, durante el transcurso de la pandemia por Covid-19, en México la población penitenciaria se incrementó en 6% durante 2020.[2] Esto quiere decir que, si bien se han adoptado algunas medidas para mitigar el impacto de la pandemia en las prisiones, la principal medida, que sería la de reducir la población penitenciaria, ha sido dejada de lado.

Una de las medidas que se adoptó durante los primeros meses de la pandemia, fue la de suprimir las visitas a las prisiones, lo que parece haber tenido un efecto positivo de contención, aunque es difícil saberlo con exactitud ya que los datos oficiales de que se disponen son poco precisos dado el número insuficiente de pruebas que se aplican especialmente en las prisiones.

Otra medida que se adoptó desde los primeros meses de la pandemia fue la identificación de las personas privadas de libertad en mayor riesgo. A este respecto, México se ubica, al igual que la tercera parte de los países latinoamericanos, con una proporción de entre 5,1 y 10% de su población penitenciaria que presenta condiciones de riesgo ya sea por su edad o por diversos padecimientos crónico-degenerativos.[3]

Por lo que se refiere al número de personas contagiadas y fallecidas, México se ubica entre los dos de cada tres países de la región en los que se observaron contagios y fallecimientos por COVID-19 tanto entre personas privadas de la libertad, así como entre el personal penitenciario. Hasta el 24 de septiembre se tenían noticias de 2.898 internos contagiados y 259 fallecidos, así como de 429 miembros del personal contagiados y 64 fallecidos, lo que no incluye información de todas las entidades de la República.[4] Es importante llamar la atención en torno al hecho de que la tasa de fallecimientos por COVID-19 en las prisiones mexicanas (155 por 100 mil) es tres veces más alta que la de la población en general (52 por 100 mil).[5]

Asimismo, México se encuentra entre el grupo de países en que la pandemia ha provocado motines y protestas tanto al interior de los establecimientos penitenciarios como desde el exterior, donde los familiares se han manifestado para exigir información acerca del estado de salud de las personas privadas de la libertad, así como para demandar su adecuada atención. Hasta el 24 de septiembre se habían reportado 20 incidentes violentos que tuvieron lugar en 12 Estados de la República.

Por lo que se refiere a las medidas de preliberación otorgadas para tratar de contener los daños de la pandemia, si bien ascienden a un total de 3,760 preliberaciones hasta el 24 de septiembre, estas medidas se otorgaron en muy pocas entidades y en la mayoría de los casos se concedieron a personas mayores de 65 años o con diversos factores de comorbilidad. En pocos casos favorecieron a mujeres embarazadas o con hijos viviendo en prisión. La gran mayoría de las libertades, 2.583, se han concedido en el Estado de México, uno de los que cuenta con mayores tasas de hacinamiento en el país.

Como en la mayoría de los países latinoamericanos, en México también se adoptaron otras medidas para tratar de evitar los contagios; entre ellas: el establecimiento de protocolos específicos y la reducción de actividades laborales y educativas. Entre las medidas especiales que adoptaron algunos de los sistemas penitenciarios estatales, se encuentra la asignación de algunos centros o de algunas áreas específicas dentro de los mismos para aislar a las personas contagiadas. Dada la precariedad y las deficiencias que enfrentan los servicios de salud en las prisiones, aunadas a las condiciones de hacinamiento que prevalecen, es previsible que durante los próximos meses continuarán incrementándose el número de contagios y fallecimientos por COVID-19 tanto entre las personas privadas de la libertad, así como entre el personal penitenciario.

En conclusión, a cualquiera que observe con cuidado lo que ocurre en las cárceles mexicanas, debe quedarle claro que el sistema penitenciario nunca ha ocupado un lugar relevante dentro de las políticas ni de los recursos presupuestarios que se asignan a la seguridad y a la impartición de justicia que, particularmente durante los últimos años, se han canalizado de manera desproporcionada a las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, no cabe duda de que los efectos acumulados del abandono histórico de las prisiones han contribuido a exacerbar su problemática y han venido a mostrar la fragilidad de las instituciones en su conjunto para hacerle frente a delitos cada vez más serios y complejos, que demandan competencias profesionales que México todavía no ha logrado desarrollar en la dimensión en que se requiere. Mientras ello no ocurra, es posible que continuemos observando casos tan dolorosos como el de Lucrecio y su familia.

[2] No resulta extraño que en toda América Latina se hayan conformado organizaciones de Niñas, Niños y Adolescentes que tienen a sus padres en prisión y que, cada vez más, alzan la voz para dejar ver los irreparables daños que ello les produce. Véase la Plataforma por la defensa de los derechos de niñas, niños y adolescentes con referentes adultos privados de libertad: http://nnapes.org/noticias

[3] Irán, Afganistán y Turquía liberaron al 30% de su población penitenciaria durante la pandemia. Véase; Maritza Pérez, “Ley de Amnistía no es idónea contra Covid en Cárceles: World Justice Project”, en: El Economista, 27 de agosto de 2020.

[4] Véase Marcelo Bergman, Fernando Caferatta y Juan Ambrogi, coordinadores, Los efectos del coronavirus en las cárceles de Latinoamérica, Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia – Sociedad de Criminología Latinoamericana, pp. 62-64 y 79-83. https://drive.google.com/file/d/1OIW8-_-fOzlAYSCCckcDS_VQH3GawxEJ/view

[5] Asilegal, Mapa Penitenciario Covid-19, disponible en: https://asilegal.org.mx/mapa-penitenciario-covid-19/

[6] Datos de la Universidad John Hopkins publicados por Reforma, 5 de septiembre, 2020:1.

Por Elena Azaola*

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