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La Institución Educativa Eduardo Santos, ubicada en el corazón de la Comuna 13, es escuela y museo desde su fachada. Es 9 de abril de 2025, y afuera, un grupo de grafiteros pinta el rostro de María Auxilio Arenas —quien lleva 20 años buscando a su hijo Héctor Fabián— sobre un fondo amarillo con casitas verdes, cafés y azules. Debajo de esa imagen, en el muro que conecta las ventanas de los tres pisos, se lee: “Las cuchas tenían razón”. Es el mismo mensaje con el que artistas y activistas dignificaron en enero pasado el hallazgo de cuatro cuerpos de personas torturadas, asesinadas y desaparecidas en la montaña conocida como La Escombrera.
Pero no es solo en las paredes exteriores donde se cuenta la memoria. Desde el 16 de octubre de 2018, como acto de resistencia y reparación simbólica, el colegio abrió las puertas del Museo Escolar de la Memoria de la Comuna 13. Luisa Fernanda Pérez Parra, docente y gestora del museo, cuenta que la escuela también fue víctima del conflicto entre grupos guerrilleros, paramilitares y la Fuerza Pública, que se disputaron el control del territorio, especialmente a inicios de los años 2000. “Pensamos que una de las posibilidades para develar esa verdad —de esas voces que no tenían un lugar— era la memoria. Y ahí nace la idea de construir un museo escolar, como una forma de dar voz a quienes no podían contar su verdad”, dice la profesora.
Así, la escuela sobrevivió a la guerra. La comunidad y el mismo museo han documentado cómo el Eduardo Santos fue golpeado por la violencia, los enfrentamientos y el control armado. Hay testimonios que narran cómo los docentes y estudiantes dejaron de ir por miedo, cómo las balas atravesaban los salones y cómo el colegio quedó atrapado entre el fuego cruzado. En 2002, incluso, la escuela tuvo que cerrar. Hoy, esos mismos salones donde antes se enseñaban solamente ciencias o ética están llenos de relatos, fotos, archivos, dibujos y retazos de memoria. En clase de artística, los niños pintan los rostros de los desaparecidos; en sociales hacen líneas del tiempo con las fechas del conflicto; y en inglés aprenden frases como: “Operation Orion never again”.
Es 9 de abril, Día Nacional de la Memoria, la algarabía de los estudiantes se une al llamado de colectivos como Mujeres Caminando por la Verdad. Al entrar, la escena es esta: detrás de un micrófono y sobre una tarima en medio del patio, un profesor reafirma que “la escuela es territorio de vida y no de guerra”. Alrededor, curiosos, vecinos, buscadoras y periodistas recorren este lugar para reconocerlo y resignificarlo. De fondo suena un rap: “en la Comuna 13 el sol brilla más fuerte”, seguido del bullerengue de “Las cuchas tienen razón”, un homenaje en defensa de la censura del mural nombrado así para apoyar a las buscadoras de la 13. Según cuenta Estefanía Henao, una de las cantadoras de esta pieza, “nos unimos con el eco de nuestras voces y tambores a esta construcción colectiva, a esta memoria viva que nos parece muy importante defender y transmitir. La música tradicional colombiana nace en la cotidianidad, de la lectura del contexto”.
Al avanzar, las paredes que rodean la placa donde se reúne la comunidad escolar también hablan: “Orión nunca más”, “Cucha, aún estoy contigo”. Y acullá, el fondo, a la derecha, un mural da la bienvenida al museo, ubicado entre el segundo y el tercer piso. Las dos aulas, antes destinadas a lecciones académicas, son ahora espacios de memoria viva: allí los trabajos estudiantiles —desde artística hasta inglés— están profundamente conectados con el territorio. Manuel López, rector del colegio, fue quien impulsó la idea. Su iniciativa ya cumple siete años, y aún hay madres que llegan por primera vez, buscando en el museo un reflejo de su dolor. Blanca Rosa Tabares es una de ellas. Busca a su hijo Mauricio Tabares, desaparecido el 30 de noviembre de 2002 en el barrio El Salado, cuando tenía 24 años.
Al avanzar, las escaleras del museo relatan, en un enorme mural, la historia de sus estudiantes y su barrio. Primero, la diversidad: rostros mestizos y afro de niños provenientes de zonas desplazadas como el Urabá antioqueño. Luego, la explotación minera del territorio, las disputas políticas, el dibujo de tres ratas debajo del Congreso. Además de un helicóptero que sobrevuela un campo de cruces. También están los nombres de líderes barriales que murieron durante la guerra, uno de ellos Héctor Pacheco, a quien apodaban Kolacho y era un valioso promotor del arte y la cultura como alternativa a la violencia. A él, hoy en día, le dedican anualmente un festival lleno de arte en la Comuna 13.
En ese segundo piso está el gran salón donde las exposiciones cambian cada año. Al fondo se leen los nombres de 28 estudiantes asesinados o desaparecidos entre 2002 y 2018. Sus nombres rodean el mapa de la Comuna 13: Deisy Alejandra Álvarez Patiño, Johnatan Marín Holguín, Damian Cuervo Echavarría, Sebastián Marín López, Robinson Alejandro Serna Castaño, Juan Esteban Arboleda Restrepo, Juan Camilo Giraldo, Elver Johan Giraldo, Nelson Sepúlveda, Héctor Enrique Pacheco Marmolejo, Katerin Yulieth Giraldo Gómez, Jorge Andrés Vélez Quintana, Juan Camilo Correa Uchima, Juan Camilo Monsalve Cartagena, Alexander Taborda Hernández, Mateo Mendoza Mosquera, Juan Andrés Upegui, Sergio Esteban Arcos, Juan Pablo Marín Llanos, Juan Pablo Pino Herrera, Huber Yessid Rendón, Jackeline Montoya y Hermey Mejía Gómez, a quien su madre, Tereza Gómez, mira con ternura y ojos brillosos al recorrer el museo.
Frente a esos nombres hay otra evidencia del horror convertida en arte: “El lazo de la infamia”. Es una mesa rodeada de escombros, de la cual emergen dos lazos gruesos azulgrisáceos. Sobre la estructura, tres pares de manos: las del centro sostienen una planta que crece de la tierra; las de los lados, atadas con los mismos lazos. Una representación de los métodos con los que, según la JEP, los paramilitares y la Fuerza Pública amarraban a las víctimas antes de desaparecerlas. Por esa imagen, para Blanca Rosa, entrar por primera vez al museo fue estremecedor. Pero también necesario. “Es bueno para que los pelados se den cuenta de las cosas que han pasado en la Comuna 13. Por nosotros y por ellos también. Hay mucha gente que no sabe nada de eso”, dice. De Mauricio apenas sabe que, al parecer, fue llevado por paramilitares en un taxi, amarrado, desde la zona conocida como El Reversadero. Su hijo es una de las 502 personas desaparecidas en la Comuna 13, según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas.
Allí también están los cuadernos que los profesores diseñaron en 2002, cuando la escuela cerró por la violencia. Intentaban, como podían, llevar lecciones de convivencia en medio del conflicto. Sus recuerdos ahora viven en una gran historieta. En una de las paredes, las fotos de Henry Agudelo retratan ese horror: una de ellas muestra a un joven en pantaloneta azul, colgado de una sábana ensangrentada y sostenido por cinco hombres. “Sombras y huellas de la guerra”, se llama esa sección. Mientras que un álbum recoge la historia del museo: su nacimiento, sus primeros creadores, sus obras, como la de una fila de pupitres con flores, velas y cintas negras. En el centro del salón hay una urna: contiene casquillos de balas disparadas contra la escuela, camisetas con el mensaje “Edúcate para la paz” que los maestros usaban como identificación en el barrio, y un beeper con el que el rector y los profesores se comunicaban para evitar que los estudiantes fueran sacados por grupos armados del colegio.
“El sufrimiento de la Comuna 13 nos habla de todas las operaciones militares que hubo dentro de la comuna… la más conocida es la que ocurrió el 16 de octubre del 2002, la Operación Orión”, dice la profesora Luisa durante el recorrido. Esta operación es recordada como la mayor intervención militar urbana realizada en Colombia, liderada por el general Mario Montoya bajo el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, con el supuesto objetivo de expulsar a guerrillas urbanas, pero que terminó facilitando el control paramilitar en la zona y dejó cientos de víctimas. Según la JEP, durante la Operación Orión fueron asesinadas al menos 88 personas y más de 100 desaparecieron forzosamente. Además, han documentado casos de ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias y desplazamientos forzados.
Al fondo del tercer piso, un mural reproduce la fotografía que captaron Natalia Botero y Jesús Abad Colorado: un encapuchado con uniforme militar señala algo fuera de cuadro. Más allá, la antigua rectoría de 2002 conserva aún una ventana con impactos de bala e ilustra en su pared un salón con tres pupitres y los impactos de bala sobre su pared del fondo. La enseñanza de la violencia que fue ahora es arte y memoria, y los estudiantes lo saben. La muestra de ello es que antes de salir del museo, un grupo de niños guía a la madre de uno de ellos hasta la urna de balas. Allí, entre la evidencia del horror, se conserva también la semilla de la memoria. “Y nunca volvieron”, dice la frase pintada al otro lado del colegio. En un día para la memoria, las madres se abrazan. “Nos apoyamos unas a otras con nuestro dolor. Porque todas sufrimos por lo mismo: el esposo, el hijo, el nieto… todas”, dice Blanca Rosa. Y agrega: “eso es lo que nos ayuda a seguir adelante: que recordamos siempre, todas”.
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Por Valentina Arango Correa
