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Una muerte dulce

El poeta Carlos Framb tenía un pacto de amor con su madre: la ayudaría a morir cuando ella no resistiera más los dolores del cuerpo. Él quiso acompañarla, pero sus planes fallaron: sólo murió ella.

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Carolina Gutiérrez Torres / Enviada especial a Medellín
11 de diciembre de 2007 - 10:42 a. m.
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La mamá -Luz Mila Alzate Henao, de 82 años- yacía a un lado de la cama, en posición fetal, sumida en un sueño profundo, eterno. El hijo -Carlos Framb- se acostó a su lado, la abrazó y perdió el conocimiento. Lo hizo después de tomarse el mismo bebedizo que la madre ingirió "para trascender, para partir, para desaparecer, para quitarse la vida y todos esos otros eufemismos que reemplazan la palabra suicidio; esa expresión tan fuerte de la que nunca se habla", dice Framb desde la cárcel de Yarumito, en Itagüí (Antioquia).

Cuando volvió a tener conciencia estaba en el Hospital San Vicente de Paúl de Medellín, rodeado de abogados. Él, aún abrumado porque acababa de despertarse de un sueño de dos días y medio, pensó que realmente había muerto intoxicado. "Al ver esa gente me dije: ‘ve, sí me morí y estoy en el infierno en el juicio final' ". El fiscal le preguntó entonces si aceptaba el delito que le estaban imputando: homicidio agravado. Framb sostuvo que no la mató, que ella se quería morir, que él sólo la ayudó en ese tránsito, y no aceptó los cargos.

Después lo llevaron al pabellón de psiquiatría porque "aquí en Colombia -dice Framb- creen que una persona tiene que estar loca para suicidarse"; pero los exámenes dictaminaron que él no lo estaba. Días más tarde el poeta Carlos Framb fue trasladado a la cárcel de Yarumito, donde lleva más de un mes detenido.

En Yarumito

Carlos Framb estaba en la habitación, sentado al frente del escritorio donde reposan los libros que tanto ama. Él prefiere no ser llamado poeta, aunque sus versos estén plasmados en dos obras que en las librerías catalogan como poesía: Antínoo (1987) y Un día en el paraíso (1994). Iván, el hermano mayor, estaba sentado en el borde de la cama tendida con un cobertor ocre. Ese miércoles había ido de visita.

Hablaron de sus tiempos de niños en Sonsón -un pueblo al oriente de Antioquia-, del gusto de Carlos Framb por la literatura, del viaje de Iván a Estados Unidos, de otras cosas y, claro, de la madre muerta, de la depresión que empezó a consumirla, de su llanto casi diario, de la operación de cataratas que la dejó viendo sólo sombras, de la osteoporosis que se la fue tragando. "¿Por qué el Señor no se acordará de mí? ¿Por qué tengo que vivir así?", se preguntaba ella y les preguntaba a los hijos. Ninguno tenía respuesta.

"Yo no sé, Iván, si usted estaba el día en el que conversamos en la sala sobre cómo se había ido de rápido el 2007, y mi mamá interrumpió para decir: ‘Con la ayuda de Dios yo no paso de este año'. Insistía mucho en el deseo de terminar el viaje", le dijo Carlos al hermano. Iván asintió y luego repuso: "Cuando iba a visitarla me decía: ‘¡Ay!, si por lo menos pudiera ver un poquito'. Se desesperaba, se ponía a rezar en voz alta y después se acostaba a llorar".

En esa angustia diaria, Carlos Framb la acompañó. Vivían juntos en un apartaestudio en el barrio El Estadio. Él trabajaba como profesor de literatura en el colegio Ferrini. Todos los días se iba a las 6 y 30 de la mañana y regresaba a la una de la tarde. Ese tiempo sin el hijo la hacía sentir más enferma, más triste. Por eso hablaron de "terminar el camino" con la ayuda del hijo, de que él fuera un instrumento que facilitara ese tránsito. "Ella sabía y aceptó que yo asistiera su suicidio -dice Carlos Framb-, pero me advirtió que no quería saber con días de anterioridad en qué momento iba a ser".

El sábado

El día en el que la madre iba a morir, transcurrió como de costumbre: con los lamentos incesantes de doña Luz Mila: "¡Ay, esta ceguera, no veo nada!". Por la noche, Carlos Framb llegó a la casa y le contó a su madre que todo estaba listo para ese día. Ella estuvo de acuerdo e hizo las oraciones acostumbradas. Carlos preparó el bebedizo: un coctel con sedantes y morfina, receta que copió de un libro que, según él, enseña la forma de morir dulcemente. "Yo aludí a lo bello que sería para mí acompañarla, irnos juntos -cuenta Carlos-. Ella no estuvo de acuerdo en que yo me fuera con ella, pero yo no le prometí nada".

Se sentaron los dos en la cama. La mamá se tomó el coctel. No hubo despedidas. Ella se acostó y mientras iba sintiendo pesados los ojos le decía al hijo que eso que se había tomado le había caído como bien. Le habló hasta que se quedó dormida, hasta que se fue. El hijo la acostó en la orilla, de lado, como ella había dispuesto. "Ella quería que la muerte la tomara en la cama durante el sueño".

Después, Carlos salió de la casa. Dio una vuelta por el barrio. Regresó. Escuchó música del grupo de rock británico The Verbe y por último la cantata Jesús sigue siendo mi alegría, de Bach. Escribió una carta para su hermano Iván, de siete páginas, sin una sola tachadura. En ella le decía que "esto es un acto de amor de dos personas adultas y lúcidas", y le explicaba el pacto que tenía con su madre y que el servicio fúnebre de ambos ya estaba pago. "No tengo preferencias para cuando ya no pueda tener preferencias", puntualizaba la carta citando a Fernando Pessoa, el poeta portugués.

Ese día el poeta Carlos Framb dejó sobre una mesa sus papeles, sus tarjetas de crédito y escribió en una pared de la sala: "Sin odio, sin armas, sin violencia", la misma frase que Albert Spaggiari, ex mercenario del ejército francés, subrayó después del robo del banco de Niza. Cinco horas después de la muerte de su madre, a las 3:00 a.m. del domingo 21 de octubre, Carlos Framb se sentó junto a la barra de la cocina, tomó el mismo coctel que había bebido la mamá y se acostó a su lado, abrazándola. Framb tenía puesta sobre la cabeza una bolsa plástica, ajustada con un caucho en la frente, preparada para cubrirse el rostro después de tomar el bebedizo, pero quedó inconsciente antes de bajarla.

El domingo

Cuando Iván, el hermano mayor, llegó a visitar a la madre y a Carlos, sintió un silencio poco habitual en la casa. Era la una de la tarde. Entró a la cocina, comió un pedazo de papaya y puso a hervir el agua para un café. Entonces vio la leyenda escrita en la pared con marcador negro: "Sin odio, sin armas, sin violencia". Se asustó. Luego vio a la madre y al hermano acostados. Ella parecía dormir, pero la bolsa plástica sobre la cabeza de Carlos lo alertó.

Iván tocó a la madre, estaba muy fría. "Mamita, mamita, despierte", le repetía, le gritaba, pero no respondía. Carlos en cambio todavía tenía señas de estar con vida. "Se veía rígido pero sudoroso", recordó Iván. Cogió la carta que había sobre la mesa, leyó la primera parte, donde Carlos le advertía que no quería lágrimas. No quiso seguir leyéndola, la tiró y cogió el teléfono para pedir auxilio. El aparato estaba desconectado. Así lo había premeditado el poeta Carlos Framb.

"Con mis gritos usted reaccionó", le dijo Iván al hermano. Carlos abrió los ojos, se notaba que estaba sedado, hacía movimientos muy lentos. "¿Qué pasó?", le preguntó Iván aterrado. Carlos apenas alcanzó a musitar alguna frase con la lengua muy pesada. Después el poeta se paró, salió a la sala y le dijo a Iván que para dónde iba. "Yo no le respondí y salí a pedir ayuda. Cuando regresé unos ocho minutos después con la vecina del segundo piso, Carlos se había vuelto a acostar y se había bajado la bolsa. Yo se la quité, pero ya había perdido el conocimiento, hacía un ronquido muy fuerte, no reaccionaba, estaba pálido y con las manos muy blancas", recordó Iván.

Seguidamente llamó a la policía. Media hora después llegaron los paramédicos. Se llevaron a Carlos en una ambulancia. Iván esperó pacientemente la llegada del CTI de la Fiscalía para hacer el levantamiento del cadáver de la madre. Dos días después, el martes 23 de octubre, Carlos Framb despertó en el hospital. "No acepto los cargos", fue lo primero que dijo.

Ahora

Carlos Framb fue acusado por la Fiscalía de homicidio agravado. De ser condenado, pasaría 30 años en prisión. Ahora espera la audiencia de acusación, el 19 de diciembre, donde su abogado argumentará que "si él cometió un delito, fue el de ayudar a su madre a suicidarse con la preparación del coctel que ella se tomó de manera voluntaria y consciente". Según el Código Penal, el que induzca a otro al suicidio, o le preste una ayuda efectiva para su realización, incurrirá en prisión de dos a seis años. "Lo que ocurrió -sostiene el abogado- fue una decisión concertada entre dos personas adultas que deciden poner fin a sus vidas. La Fiscalía decidió escoger la vía más gravosa por la carga moral que aún existe en esta sociedad, fundamentada en principios católicos, frente a hechos como el suicidio".

Los amigos de Carlos, también poetas, se unieron para ayudarlo, con el apoyo de la Cooperativa Financiera Confiar y la Corporación Cultural Estanislao Zuleta. "Estamos haciendo conversatorios itinerantes porque nos interesa poner sobre el tapete la discusión sobre dos derechos fundamentales: vivir y morir dignamente, explica Alejandro López Carmona. El movimiento de literatos cobra fuerza con el paso de los días en Medellín. Entre tanto, la poesía de Carlos Framb busca inspiración tras las rejas.

"Morir me resultaba fácil, por mi postura filosófica, porque no tengo aspiraciones metafísicas, pero sobre todo, porque me parecía insoportable vivir sin ella, que se había convertido en toda mi vida. Pero se hizo la voluntad de ella de morir sola. ¿Por qué? No sé", dice Carlos desde la cárcel de Yarumito, todavía con la imagen de la madre acostada en la cama en el sueño eterno que tanto anheló, y él abrazándola por la espalda con el único deseo de acompañarla a terminar el viaje.

Por Carolina Gutiérrez Torres / Enviada especial a Medellín

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