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Mi madre me dijo que mi padre estaba atrapado entre las balas que venían de todos lados y no podía salir del Palacio de Justicia. Yo tenía diez años.
Fuimos a la casa a resguardarnos, como mi papá le había sugerido a mi mamá que hiciéramos. Y a esperar noticias. Mi mamá buscaba desesperadamente alguna confirmación, porque las que obtenía se contradecían entre sí.
Pasaron así 72 horas. Supimos que mi papá estaba muerto. No por la información que nos proporcionó el Estado, sino por una amiga cercana que indagó en cada uno de los cuartos de Medicina Legal hasta que descubrió su cadáver, ahí, desnudo, con unas marcas en las manos desconcertantes, en medio de otros tantos cuerpos desnudos. Supimos entonces que él no regresaría.
Surgieron sospechas sobre la manera en que había muerto, por una periodista que lo había visto salir. Herido, sí, pero vivo. Habría podido volver a su casa, a nosotros, a sus sueños, si el Ejército hubiera hecho su trabajo, si ellos lo hubieran protegido, si ellos hubieran actuado en favor de la sociedad civil.
Dejamos el país. El país de mi padre, el que él tanto había querido, aunque yo no entendiera por qué o para qué. Yo no entendí nunca bien qué era lo que había pasado, porque tenía en mi cabeza el recuerdo de un tanque de guerra pasando por mi casa. ¿Cómo podía ser que quitaran la vigilancia del Palacio de Justicia para un día después arremeter con tanques de guerra? Supuestamente, ¡era buscando dar seguridad a las instituciones y proteger la democracia! Nada tenía sentido y, a mis diez años, Colombia con su desigualdad y tremenda injusticia me resultaba imposible de comprender.
Colombia se convirtió en un lugar que no era el mío, pero donde decirlo significaba traicionar a mi padre. Colombia nos cerró las puertas y nos quitó la base familiar. Desde entonces hemos buscado oportunidades para colmar ese vacío. Pero el Estado colombiano siempre vuelve a golpear.
Esperamos años y decidimos creer lo que querían que creyéramos. No había otra alternativa y buscarla era simplemente un riesgo demasiado grande. Veintidós años más tarde nos informan que la verdad que tuvimos que aceptar en un principio no era la que correspondía a los hechos. Y que mi padre no sólo había salido vivo, sino que también lo habían torturado y ejecutado de un tiro en la sien y habían escondido sus pertenencias en un batallón, en una caja se seguridad de inteligencia militar. Que retornaron su cadáver al Palacio para que se quemara, pero como no pudieron, lo llevaron a Medicina Legal y lo escondieron con la intención de desaparecerlo.
Entendí finalmente que nunca mi mente a los diez años habría logrado entender tanto daño. Tanto daño a mí, a mis tres hermanas, a mi madre, a mi familia, al país, que me parece no ha reaccionado todavía. Una mentira y miles más. ¿Cuántos más hay como nosotros? Y el Gobierno sigue escondiendo, sigue tapando, sigue agrediéndonos.
Volví a Colombia y estuve tres años por cuestiones laborales, pero también buscando reintegrarme a ese país de mi padre que debe también ser el mío. No lo aguanté.
El caso lo llevamos a una corte internacional y sólo ahí nos dieron apoyo, nos escucharon y respaldaron en este dolor. Absurdo sentirse reconfortado porque confirmen que nos han hecho daño, que nos han destrozado la vida, que nos han desbaratado la familia y que nos han dejado sin suelo. La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Colombia por los actos en contra del derecho a la vida de mi padre y a su integridad, al igual que la de otros civiles dentro del Palacio de Justicia.
La Corte dictaminó una serie de reparaciones simbólicas, entre ellas un acto de reconocimiento de la responsabilidad de agentes del Estado por estos hechos. Siempre sentí que algo impuesto sería difícil de sentir auténtico, pero dejamos la puerta abierta y la responsabilidad de pedir perdón a las víctimas estaba en manos de la autoridad máxima del Estado. Sin rencor, sin presión, sólo esperando un diálogo y un reconocimiento de su responsabilidad que no han querido asumir.
Irónicamente, hemos sido las víctimas las que hemos estirado la mano y dado pie para entablar un acto de perdón. Varios meses hemos esperado y esperado; como siempre ha sido desde que asesinaron a mi padre. Esperábamos confirmación sobre la realización del acto, presidido por Santos, este 6 de noviembre, que se cumplen 30 años del holocausto a la justicia colombiana. La respuesta siempre ha sido “mañana contestamos”. A dos semanas aún no han contestado porque el Gobierno no busca reparar a las víctimas, porque el Gobierno no quiere reconocer la verdad, porque ya es difícil de creer.