De la metamorfosis de Europa central depende el futuro de la UE

El coautor (con Stephen Holmes) del libro “La luz que se apagó: cómo Occidente ganó la Guerra Fría y perdió la paz” (Penguin, 2019) explica por qué esta región vive entre jugar el papel de aspirante y el temor a que su giro populista precipite el colapso de la UE. De nuestra serie Pensadores Globales.

Iván Krastev * / Especial para El Espectador / Viena
17 de enero de 2019 - 07:00 a. m.
Según Iván Krastev, “durante casi tres décadas el imperativo político de la región era “¡imitad a Occidente!”. La perspectiva cambió.
/ TED-Global
Según Iván Krastev, “durante casi tres décadas el imperativo político de la región era “¡imitad a Occidente!”. La perspectiva cambió. / TED-Global
Foto: James Duncan Davidson / TED - James Duncan Davidson

En la novela La metamorfosis, de Franz Kafka, el protagonista, Gregorio Samsa, se despierta una mañana “con sueños intranquilos” y descubre que “se ha transformado en un gigantesco insecto en su cama”. Huelga decir que su familia está desconcertada y no tiene idea de qué hacer con la desagradable criatura en que se ha convertido.

Los europeos conocen esa sensación. En 2018 se vieron obligados a reconocer que Hungría y Polonia habían cambiado, pasando de ser promisorios modelos de democracias liberales a regímenes de mayoría iliberal obsesionada con conspiraciones. Ahora el resto de Europa debe decidir qué hacer con estas criaturas poco familiares que residen en su hogar. (Más Pensadores 2019: Lo que hay de Obama a Trump).

Pero primero vale la pena sopesar por qué ocurrieron estas transformaciones iliberales. ¿Por qué pueblos que todavía se consideran completamente europeos apoyaron una revuelta contra la Unión Europea, abrazando la xenofobia y el nativismo? ¿Y por qué los liberales de toda Europa no respondieron a tiempo?

Parte del problema es que las élites liberales se volvieron complacientes y demasiado confiadas en que las instituciones de la UE contuvieran los populismos emergentes. Pero, más allá de eso, no fueron capaces de reconocer que el atractivo del populismo es más psicológico que ideológico.

Para entender la metamorfosis de Europa central hay que tener en cuenta que durante casi tres décadas el imperativo político de la región era “¡imitad a Occidente!”. Fue un proceso que adoptó diferentes nombres —democratización, liberalización, convergencia, integración, europeización—, pero en esencia era un esfuerzo de los reformadores poscomunistas de importar instituciones liberal-demócratas, adoptar marcos políticos y económicos occidentales y abrazar públicamente sus valores. En la práctica, esto significó que los países antes comunistas se vieron obligados a adoptar 20.000 nuevas leyes y regulaciones, ninguna de las cuales se sometió realmente a debate en sus parlamentos, para cumplir los requisitos de acceso a la UE.

La adopción de un modelo extranjero de economía política acabó por tener desventajas morales y psicológicas inesperadas. Para el imitador, la vida se ve dominada por sensaciones de inadecuación, inferioridad, dependencia y pérdida de identidad. Para crear y habitar una copia creíble de un modelo idealizado se requiere una incesante crítica (si no desprecio) de la propia identidad hasta ese punto. Cuando todo un país pasa por esta renuncia a sí mismo, se vuelve endémica una sensación debilitante de ser constantemente juzgado. Después de todo, la realización de un ideal es imposible por definición.

No es de sorprender, entonces, que la situación pos-1989 creara un enconado resentimiento. Y en la actualidad ese ressentiment nacional se ha convertido en la ola impulsora tras la marea nativista que barre elección tras elección en Europa central y del este. En el corazón de la contrarrevolución populista hay un rechazo radical al imperativo de imitar al Occidente liberal-demócrata.

Otro factor es la emigración masiva desde los países centroeuropeos tras su ingreso a la UE. La despoblación ayuda a explicar por qué países que se han beneficiado tanto de los cambios políticos y económicos de las últimas dos décadas tengan, sin embargo, una sensación de pérdida y hasta de trauma. Entre 1989 y 20017, por ejemplo, Letonia, Lituania y Bulgaria perdieron un 27 %, 23 % y 21 % de sus poblaciones, respectivamente. De modo similar, 3,4 millones de rumanos —la vasta mayoría menores de cuarenta— han dejado su país desde 2007. En toda la región, una combinación de población que envejece, bajas tasas de nacimiento y emigración masiva han generado un pánico demográfico, que paradójicamente se ha expresado como un temor a los refugiados africanos o de Oriente Medio (siendo que casi ninguno de ellos ha acabado asentándose en Europa central).

Algunos europeos occidentales siempre se han quejado por la libre circulación de personas dentro de la UE y ahora muchos centroeuropeos también lo hacen, pero por las razones opuestas. Considérese el ejemplo de un doctor búlgaro que deja su país en busca de mejores perspectivas profesionales en la parte occidental del continente. No solo priva a su país de sus talentos y habilidades, sino también le roba la inversión que hizo al darle una educación y otras formas de capital social. Las remesas que envía a sus ancianos padres no compensan esta pérdida.

Esto nos retrotrae a la dimensión psicológica de la metamorfosis de Europa central. Si vives en un país donde la mayoría de los jóvenes están impacientes por dejarlo, te sentirás como un perdedor, más allá de lo bien que te esté yendo. Esta inevitable sensación de pérdida e inferioridad explica por qué Polonia se ha convertido en un modelo del nuevo populismo. Apenas importa el hecho de que el mismo país haya registrado menores cifras de desigualdad, indicadores de vida en ascenso y el más rápido crecimiento de Europa entre 2007 y 2017.

Como los principales promotores del imperativo de imitación, los liberales poscomunistas han llegado a ser vistos como los representantes políticos de quienes han dejado sus países para nunca volver. Mientras tanto, el sistema occidental, que se suponía serviría de modelo para Europa central, ha descendido a una crisis creada por él mismo.

Sorprende poco entonces que quienes han quedado atrás en las sociedades de Europa central hayan rechazado la imitación y lanzado la alarma sobre la despoblación, incluso la “desaparición étnica”. “La nación pequeña”, observó una vez el novelista Milan Kundera, “es aquella cuya mera existencia puede cuestionarse en cualquier momento; una nación pequeña puede desaparecer y lo sabe”. Europa central ya vio un mundo en que sus culturas desaparecían. Y con el impulso del cambio tecnológico y la amenaza de los desplazamientos laborales masivos, ha llegado a percibir la diversidad étnica y cultural como amenaza existencial.

Con todo, si bien los europeos centrales han perdido su apetito por imitar, también saben que la desintegración de la UE sería una tragedia épica para sus países. Si se profundizara la brecha entre el este y el oeste no se revertiría la despoblación y se verían amenazadas las perspectivas económicas de Europa central. Como resultado, la región se encuentra dividida entre la reluctancia a jugar el papel de aspirante y el temor a que su propio giro populista precipite el colapso de la UE. En cualquiera de los casos, los “sueños intranquilos” de Europa central se han vuelto una realidad permanente.

* Presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía y Cátedra Henry A. Kissinger 2018-2019 de Relaciones Internacionales y Asuntos Exteriores en el Centro John W. Kluge, de la Biblioteca del Congreso. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

Copyright: Project Syndicate, 2018.

www.project-syndicate.org

Por Iván Krastev * / Especial para El Espectador / Viena

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