Los triunfos de la muerte

Héctor Abad Faciolince
24 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

En tiempos de la peste nos parece, como les parecía a pintores y poetas medievales, que la muerte anda suelta y muy activa con su guadaña, talando cabezas. La muerte invita a su danza a papas, emperadores y labradores. Esa presencia más explícita e inminente de la muerte nos lleva a dos actitudes vitales opuestas que, quizá precisamente por ser contradictorias, son también complementarias. La primera consiste en aprovechar intensamente para la creación y el recogimiento (la vida espiritual) el tiempo que nos queda; la segunda, en derrochar ese tiempo, gastarlo en el goce, en comida y bebida y sexo (la vida carnal), tras considerar que, más que lo creado, nos queda lo bailado. La actitud espiritual nos gana el cielo o la fama con las buenas obras; la actitud carnal nos gana la tierra, según la máxima del carpe diem: vive y goza ahora, que no hay más que esto.

Hay personas que se dedican a lo uno o a lo otro, exclusivamente. El puritano, el asceta y el monje (y algunos poetas) se dedican solo a su meditación, su rezo, su oficio o su arte. El disoluto, el libertino, el bohemio y el derrochador (y algunos poetas) solo tienen tiempo para los placeres: “Hoy comamos y bebamos / y cantemos y folguemos / (…) que mañana viene muerte…”, según el famoso villancico de Juan del Enzina. Yo no me declaro partidario de nada; ni de la primera ni de la segunda actitud, sino de ambas, porque creo que ambas tienen razón. Por eso alterno el trabajo y el gusto, el banquete y el ayuno. La vida se me parece más a un péndulo que a una línea recta.

Según estudios realizados en Europa y en Estados Unidos, durante este tiempo raro, atípico, se ha disparado el consumo de algunas cosas, entre ellas el vino, la cerveza, el whisky y en general el alcohol. Yo, que antes evitaba tomar de lunes a viernes, ahora brindo solo o acompañado, en la vida real o en la virtual, sin importar el día y con cualquier pretexto. La OMS, alarmada con el aumento del consumo de alcohol en los hogares, ha lanzado una alerta: el consumo elevado de alcohol le hace daño al funcionamiento del sistema inmune y nos hace más vulnerables a este virus. Tienen razón; son serios. Sin embargo, esta droga antigua, fruto de la vid y del trabajo del hombre, nos permite sobrellevar con menos aflicción la angustia vital, laboral y económica de la pandemia.

Muchos hablan, razonablemente, de los males que nos trae el exceso de bebida: más cáncer, menos años de vida, más violencia intrafamiliar, accidentes de tránsito, etc. Tienen razón en todo esto. Pero habría que hablar también de los beneficios que nos trae (al menos en quienes no se exceden ni alcoholizan) beber un poco: disipa la timidez, alimenta la camaradería, nos hace ver mejores y más hermosos a los otros, nos procura olvido, despreocupación, alegría. Propicia peleas, sin duda, pero a veces también reconciliaciones. Muchos tratados de paz se hacen o se sellan con un trago. Si no fuera por estos efectos benéficos, no se bebería tanto, porque la gente no es completamente ciega ni del todo boba.

Se dice que entre 1606 y 1610 los teatros de Londres estuvieron casi siempre cerrados a causa de la peste. El 20 % de los londinenses murieron por la plaga. Parece que en esos años, precisamente, Shakespeare, obligado a quedarse aislado en la casa, lejos de El Globo, compuso algunas de sus obras más importantes. La cronología no es fácil, y no todos los especialistas están de acuerdo, pero al menos parece que El rey Lear es fruto de esas cuarentenas. La dicha de vivir y la tragedia de la peste están presentes, en todo caso, en sus obras: a causa de la peste que asola a Verona, fray Juan no puede llevar a Mantua la carta que Julieta le manda a Romeo. En el fondo, es el azar de la peste el que sella la muerte de los amantes. Si no me equivoco, Shakespeare escribió (vida espiritual) y gozó (vida carnal), porque si no se vive completamente tampoco es posible escribir y describir la vida en toda su entereza.

 

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