Zinaida Vasílievna:
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
—No hay manera de domar la muerte... No... Ni puede uno acostumbrarse a ella... Los alemanes nos pisaban los talones, estábamos de retirada hacia las montañas. Había cinco heridos graves, con heridas abdominales. Ese tipo de herida es mortal, les quedaban uno o dos días. No podíamos llevarlos con nosotros, no había transporte. A mí y a Oksana, otra auxiliar sanitaria, nos dejaron con ellos en un cobertizo prometiendo que volverían a por nosotros en un par de días.
Regresaron tres días más tarde. Nos pasamos tres días con aquellos heridos. Eran unos hombres fuertes, permanecían conscientes. No querían morir... No teníamos medicamentos, solo unos polvos... Pedían agua todo el rato, pero lo tenían prohibido. Unos lo comprendían, otros echaban pestes. Maldiciones, injurias...
Uno lanzó la taza; otro, la bota... Fueron los tres días más horribles de mi vida. Los vimos morir uno tras otro y no podíamos hacer nada...
»Mi primera condecoración... Me concedieron la Medalla al Valor. Pero no fui a recibirla. Estaba muy enfadada. ¡Es que era absurdo! A mi amiga le habían concedido la Medalla por el Servicio de Combate, y a mí solo la Medalla al Valor. Pero mientras ella había participado en ese único combate, yo ya había participado en la batalla de Kushchóvskaya y en otras operaciones. Me sentí muy ofendida: ella por un combate recibía el “servicio de combate”, es decir, le reconocían muchos méritos, y a mí en cambio tan solo me reconocían el “valor”, como si hubiera sido algo puntual.
Llegó el comandante y, bueno, cuando supo de qué se trataba, se rió a carcajadas. Me explicó que la Medalla al Valor era la más importante, casi como una orden.
»Cerca de Makéevka, en Dombás, recibí una herida en la nalga. Se me metió un fragmento diminuto de metralla, como una piedrecilla, y allí se quedó. Sentí que sangraba, tapé la herida con el paquete de cura individual. Y seguí con lo mío, atendiendo a los heridos. Me daba vergüenza admitirlo: una chica herida y encima en las nalgas. En el culo... A los dieciséis años cuesta decir esas cosas. Es como vergonzoso. Así que continué corriendo y vendando hasta desmayarme por la pérdida de sangre. Tenía las botas llenas de sangre.
»Los de mi unidad me vieron y por lo visto me consideraron muerta. Pensaron que ya vendrían luego los de la unidad sanitaria y recogerían el cuerpo. Pero cuando los tanques salieron en misión de reconocimiento, se dieron cuenta de que en el campo de batalla había una chica. Se me había caído el gorro. Vieron la sangre brotar, es decir, que estaba viva. Me llevaron al batallón sanitario. De allí me transportaron a un hospital, luego a otro, luego a otro...
Pronto se acabó la guerra... Medio año más tarde me dieron de baja en el ejército por recomendación médica. Tenía dieciocho años... Y muy mala salud: herida en tres ocasiones, con lesiones internas graves. Pero era una chica, y por supuesto lo ocultaba. Hablaba de las heridas, pero ocultaba la lesión interna. Que no tardó en manifestarse. Me volvieron a ingresar. Me reconocieron la invalidez... ¿Y qué hice yo? Rompí los documentos y los tiré, ni siquiera fui a buscar la prestación de invalidez. Eso supondría tener que presentarme ante comisiones, renovar papeles. Explicar cosas: cuándo había sido herida, con qué traumatismos. ¿Para qué todo eso?
»Al hospital vinieron a verme el comandante del escuadrón y el cabo mayor. El comandante del escuadrón me gustaba mucho, pero durante la guerra no se había fijado en mí. Era un hombre apuesto, el uniforme le favorecía mucho. A cualquier hombre le favorece. En cambio, las mujeres, ¿qué aspecto teníamos? Todas vestíamos pantalón, no se nos permitía llevar trenzas, íbamos con el pelo cortado como un chico... En el hospital el pelo ya me había crecido, me hacía la trenza, me engordé un poco y ellos... ¡De veras es ridículo! Los dos se enamoraron de mí... ¡Al instante! Pasamos toda la guerra juntos sin que hubiera nada y de pronto los dos, el comandante del escuadrón y el cabo mayor, se me estaban declarando. ¡Amor! Amor... ¡Cuánto lo deseábamos! ¡Qué ganas de felicidad teníamos!
»Fue a finales de 1945...
»Después de la guerra, lo que queríamos era olvidarla cuanto antes. Nuestro padre nos ayudó. Papá era un hombre sabio. Cogió nuestras medallas, nuestras órdenes, los agradecimientos, los guardó y dijo:
»—Era la guerra, había que combatir. Y ahora olvidadlo. Ha empezado otra vida. Poneos zapatos elegantes. Sois unas chicas muy guapas. Debéis estudiar y casaros.
»Olga no lograba acostumbrarse a otra vida así de pronto, tenía su orgullo. No quería quitarse el capote de soldado. Me acuerdo de cómo nuestro padre le decía a mamá: “Es culpa mía que las chicas, tan jóvenes, se fueran a la guerra. Me preocupa haberlas quebrantado... Acabarán guerreando toda su vida”.
»Por todas mis órdenes y medallas me entregaron unos bonos especiales para ir de compras. Me compré unas botitas de goma, eran la última moda en aquel momento, un abrigo, un vestido, unos zapatos. Decidí vender el capote. Fui al mercadillo... Llevaba un vestido ligero, de colores claros... Y el pelo recogido con una horquilla... ¿Sabe lo que vi allí? A un montón de muchachos jóvenes sin brazos, sin piernas... Los combatientes... Con sus medallas, con sus órdenes... Uno que tenía manos vendía cucharas talladas a mano. Vendían sostenes, bragas de mujeres. Otro... sin piernas, sin brazos... estaba sentado allí, bañado en lágrimas. Mendigando... No tenían sillas de ruedas, se movían sobre unas tablas que hacían ellos mismos, empujándose con las manos, los que las tenían. Estaban borrachos. Cantaban. Eso fue lo que vi... Me fui, no vendí mi capote.
Durante todos los años que viví en Moscú, no pisé el mercadillo. Me daba miedo que alguno de aquellos mutilados me reconociera y me gritara: “¿Por qué me sacaste del campo de batalla? ¿Para qué me salvaste?”. Me acordaba de un teniente joven... Sus piernas... La metralla le había cortado una pierna de cuajo, la otra aún la tenía sujeta... Le estuve vendando... Bajo el fuego... Él me gritaba: “¡No alargues esto! ¡Remátame!
Remátame ahora mismo... Te lo ordeno...”. ¿Lo entiende? Me aterrorizaba la idea de encontrarme a aquel teniente...
»En el hospital donde estuve ingresada, todo el mundo conocía a un chico, Misha, el tanquista... Era joven y guapo. Nadie sabía su apellido, solo su nombre... Le habían amputado ambas piernas y el brazo derecho, tan solo le quedaba el izquierdo. La amputación era muy alta, le cortaron las piernas hasta la articulación de la cadera, no podría utilizar prótesis. Le llevaban en una silla. Le construyeron una silla alta y los que podían le paseaban. Al hospital venían muchos civiles, ayudaban a cuidar a los pacientes, a los graves, como Misha. Venían las mujeres, los estudiantes. Incluso los niños. A Misha le llevaban en brazos. Él no se desanimaba. ¡Tenía tantas ganas de vivir! Acababa de cumplir los diecinueve, todavía no había vivido nada. No me acuerdo de si tenía familia, en cualquier caso estaba seguro de que no le abandonarían, tenía fe en que no se olvidarían de él. A pesar de que la guerra hubiera arrasado nuestra tierra y todo estuviera en ruinas. Habíamos liberado aldeas completamente calcinadas. La gente no tenía nada más que la tierra. Solo la tierra.
»Ni mi hermana ni yo fuimos a estudiar Medicina, aunque antes de la guerra era lo que más deseábamos. Teníamos la posibilidad de entrar en la facultad sin hacer los exámenes de admisión, nuestra condición de excombatientes nos daba ese derecho. Pero habíamos visto tanto dolor, tanta muerte, que nos fue imposible pensar en volver a verlo. Ni por asomo. Incluso treinta años después, convencí a mi hija de que no estudiara Medicina, aunque fuera lo que ella quería. Decenas de años después... Lo veo en cuanto cierro los ojos... Era primavera... Recorríamos un campo después de un combate, buscando a los heridos. El campo estaba machacado. Encontré a dos muertos: un soldado de los nuestros y un alemán. Los dos muy jóvenes. Estaban tumbados entre el trigo tierno mirando al cielo... La muerte no se les notaba todavía. Simplemente miraban al cielo... Recuerdo aquellos ojos...
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Svetlana Alexiévich (1948) es una prestigiosa periodista y escritora bielorrusa cuya obra ofrece un retrato profundamente crítico de la antigua Unión Soviética y de las secuelas que ha dejado en sus habitantes. Su espíritu crítico, su profundo compromiso con los que sufren y su fructífera carrera literaria han sido reconocidos con innumerables galardones, entre los que cabe destacar el premio Nobel de Literatura (2015), el Premio Ryszard-Kapuscinski de Polonia (1996), el Premio Herder de Austria (1999), el Premio Nacional del Círculo de Críticos de Estados Unidos (2006), el Premio Médicis de Ensayo en Francia (2013) y el Premio de la Paz de los libreros alemanes (2013). Es oficial de la orden de las Artes y las Letras de la República Francesa y doctora honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid.