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Asesinato del presidente de Haití es parte de un patrón que debilita la democracia

En Haití, pareciera que el estado siempre estuviera en desacuerdo con el pueblo. El asesinato de Jovenel Moïse fue el primer magnicidio en más de un siglo. El país está en una encrucijada peligrosa. Pero también lo están los Estados Unidos en su relación con Haití.

Millery Polyné y Laurent Dubois*
20 de julio de 2021 - 08:49 p. m.
La escasez y la pobreza están a la orden del día en Haití: la gente sobrevive con US$2 al día.
La escasez y la pobreza están a la orden del día en Haití: la gente sobrevive con US$2 al día.
Foto: Agencia EFE

El asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse el pasdo 7 de julio fue el primer homicidio de un líder haitiano en más de un siglo. Pero las narrativas que dominan las interpretaciones de la política haitiana, con sus ciclos de agitación política inducidos por actores extranjeros, pueden parecer inalteradas a través del tiempo.

Las causas de la alienación del pueblo haitiano por parte de su gobierno con frecuencia se pierden en estas narrativas. Una y otra vez, el estado haitiano y aquellos que lo manipulan han fracasado a la hora de apoyar las aspiraciones democráticas de su gente, que ha enfrentado obstáculos cambiantes pero siempre presentes en sus esfuerzos por crear una vida basada en principios de libertad, dignidad y soberanía verdadera.

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La convergencia de las fuerzas que le han dado forma a la historia de Haití ocurrió en julio de 1915, cuando el presidente haitiano Jean Vilbrun Guillaume Sam fue asesinado en Puerto Príncipe por una multitud furiosa por la ejecución de prisioneros políticos. El presidente estadounidense Woodrow Wilson ordenó inmediatamente el despliegue del Cuerpo de Marines con el pretexto de restablecer el orden en el país. En realidad, una ocupación estadounidense se había estado preparando desde hacía algún tiempo y lo que se suponía iba a ser una misión a corto plazo duró 19 años.

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Luego llegó el mandato de François Duvalier en 1957. Educado en escuelas estadounidenses, construyó una dictadura poderosa y brutal. Recibió apoyo de los Estados Unidos durante gran parte de su mandato, al igual que su hijo, Jean-Claude Duvalier. El presidente Bill Clinton ordenó el envío de tropas a Haití en 1994 para restaurar al depuesto presidente Jean-Bertrand Aristide y en 2006, fuerzas militares de las Naciones Unidas llegaron para quedarse durante 15 años.

En la década de 1970, un grupo de novelistas haitianos que vivieron y escribieron bajo el régimen Duvalier acuñaron el término “espiralismo” para describir la manera en que consideraban que se debía contar la historia de su país. Una espiral es una repetición con una diferencia, una imagen que captura cómo se sienten, en ocasiones, los ciclos de la historia política haitiana.

En Haití, pareciera que el estado siempre estuviera en desacuerdo con el pueblo. Habiendo llevado a cabo una exitosa revolución antiesclavista en los 1790s y ganado la independencia de Francia en 1804, el pueblo haitiano creó un conjunto de formas culturales y sociales igualitarias y con orientación comunitaria en el campo.

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El sociólogo Jean Casimir denomina este conjunto como “sistema de contra-plantación” -la antítesis de las plantaciones de producción masiva que explotan a los trabajadores y cultivan productos para la exportación-. El sistema local está construido alrededor de la propiedad familiar y comunitaria y de la cultivación de tierras para producir alimentos para el consumo local y para los mercados nacionales y extranjeros. El sistema era impulsado por una sensación de que la libertad de Haití era precaria y debía defenderse continuamente de los intereses extranjeros y de las elites nacionales. En las áreas urbanas, que vieron el influjo de residentes en el transcurso del siglo XX, también se formaron organizaciones populistas que repetidamente desafiaron a la élite política y económica para abordar sus necesidades básicas, incluyendo empleos y mejores oportunidades de vivienda y educación.

Las actitudes estadounidenses hacia Haití surgieron del temor que incitó la Revolución haitiana entre los esclavistas norteamericanos. La ocupación por parte de los Estados Unidos a inicios del siglo XX llevó a la proliferación de relatos de zombies y otras representaciones que opacaban la brutalidad con que las fuerzas militares suprimían las revueltas. La proyección de estos fantasmas sobre Haití, arraigados más en la cultura norteamericana que en cualquier verdad antropológica o histórica, continúan formando actitudes y, por consiguiente, políticas. Esto hace que fácilmente se le atribuyan los fracasos de las políticas e intervenciones estadounidenses en Haití a supuestos problemas con la cultura Haitiana.

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Aunque los líderes nacionales haitianos han transmitido un poderoso mensaje anti-colonialista, en la práctica han mantenido una relación bastante colonial con gran parte de la población. Por lo general, han seguido viendo el modelo de plantación, o alguna actualización de éste, como el único modelo viable para Haití. Se han negado a apoyar la agricultura a pequeña escala que traía beneficios económicos sustanciales, aunque poco reconocidos, a los residentes al permitirles mantener su libertad individual y comunitaria.

Legítimamente preocupados por el impacto de cómo el mundo exterior veía a Haití, líderes e intelectuales exaltaron el país como un ejemplo de excelencia negra, pero también denigraron con frecuencia las prácticas religiosas y culturales de su país en formas que hacían eco de los escritos racistas de los forasteros. El resultado ha sido un tipo de callejón sin salida entre las poblaciones rurales y urbanas pobres y las élites y líderes haitianos, quienes buscan apoyo del extranjero para sostener su poder.

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A lo largo del siglo XX, las políticas del estado hatiano han tomado su forma a partir de fuerzas externas que sirven los intereses individuales de aquellos que detentan el poder y no reflejan la voluntad democrática del pueblo haitiano. Y las muchas intervenciones financieras y militares que se han llevado a cabo con la intención de estabilizar la situación en Haití sólo han empeorado los problemas principales, ya que todas han hecho más profunda la fractura entre el estado y la nación. No hay manera de que la democracia sea traída desde fuera. Debe arraigarse en la cultura y el espacio particulares de una nación.

Se han alzado voces prominentes entre algunos involucrados con el trabajo humanitario o con las misiones de las Naciones Unidas en Haití, notablemente las del médico estadounidense Paul Farmer y el diplomático brasilero Ricardo Seitenfus, quienes en años recientes han ofrecido críticas persuasivas acerca del fracaso de las aproximaciones pasadas. Pero en momentos como este, existe el peligro de que las estructuras de pensamiento dominantes terminen por dictar tanto respuestas como políticas. En respuesta a los problemas en Haití, aparentemente se llama a la intervención extranjera por reflejo, y a políticas económicas que reflejan el modelo de plantación, en el cual Haití existe para proveer mano de obra barata y recursos naturales: agricultura orientada a la exportación, minería, parques industriales u hoteles turísticos.

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Los modos de vida económica que los haitianos han desarrollado para ellos mismos, tales como las granjas familiares y los mercados de alimentos en las ciudades liderados por mujeres, son ignorados en su mayoría y considerados insostenibles. Esto suprime la posibilidad de una verdadera transformación democrática que, como han expresado escritores como Mamyrah Dougé-Prosper y Mark Schuller, puede ocurrir solamente si apoyamos “los esfuerzos del pueblo hatiano por contar sus propias historias y por compartir sus propios sueños”.

Haití está en una encrucijada peligrosa. Pero también lo están los Estados Unidos en su relación con el país. Aquellos que quieren romper el ciclo duradero y promover la democracia real requieren de una aproximación que se alimente de un compromiso cuidadoso y lúcido con las enseñanzas que nos deja el pasado. Debemos comenzar por deshacer las costumbres intelectuales que nos han atrapado en un ciclo insostenible en el que las respuestas fáciles y el culpar a la cultura haitiana con frecuencia ha reemplazado un análisis verdadero que permita evaluaciones y críticas honestas de los impactos de las políticas estadounidenses anteriores. Y debemos entender que en últimas, la democracia en Haití la debe llevar a cabo el pueblo haitiano, basándose en los principios y aspiraciones que han desarrollado durante sus propias historias de lucha.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés en The Washington Post

* Millery Polyné es decano del profesorado y profesor asociado de Historia del Caribe en la Gallatin School of Individualized Study de la Universidad de Nueva York. Es el autor de De Douglas a Duvalier: los afroamericanos estadounidenses, Haití y el panamericanismo, 1870-1964.

* Laurent Dubois es el co-director de la Iniciativa por la Democracia de la Universidad de Virginia y el autor de Haití: las réplicas de la Historia. Dubois y Polyné son los editores de Haití: historia, cultura, política.

Traducido por: Ana María Silva Campo

Por Millery Polyné y Laurent Dubois*

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Como regular la traducción.
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