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Creciente tensión con EE. UU.: Venezuela, efímera “minipotencia” aérea del Caribe

Los F-16 venezolanos pasaron de ser orgullo regional en 1983 a reliquias frente a los F-35 de Estados Unidos. Hoy son usados más como herramienta simbólica de propaganda interna que como fuerza realmente disuasiva.

Camilo Gómez Forero

07 de septiembre de 2025 - 11:00 a. m.
Un avión F-16 de la Fuerza Aérea. Imagen de referencia.
Foto: EFE - ALEXANDROS VLACHOS
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Hubo un momento en el que Venezuela fue considerada una “minipotencia” aérea en el Caribe. Era noviembre de 1983 y los modernos cazas F-16, que habían sido comprados a Estados Unidos un año antes, por fin entraban a operar en el país oficialmente. Era un hito para la región: se trataba de la primera nación por fuera de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en adquirir y operar aviones de cuarta generación.

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Los cazas eran símbolo de orgullo nacional, de la bonanza petrolera y de la capacidad de Venezuela de jugar en “las grandes ligas” militares. Caracas pasó a proyectarse con esto como el aliado estratégico de Estados Unidos durante la Guerra Fría en Latinoamérica. La decisión sencillamente respondía a un cálculo geopolítico: Washington veía a Cuba, la Nicaragua sandinista y Granada (llamado el “triángulo rojo del Caribe”) como un foco de expansión soviética en el Caribe y Centroamérica.

Por otro lado, Colombia enfrentaba guerrillas y narcotráfico; Perú y Argentina habían comprado aviones franceses e israelíes, y Brasil fortalecía su industria. Ninguno podía ser su aliado en este objetivo de disuasión. Pero Venezuela, además de contar con el dinero, ya operaba con relativa eficiencia cazas de origen francés (Mirage) y tenía infraestructura militar capaz de absorber una tecnología tan avanzada como la del F-16, por lo que era un firme candidato para las intenciones de Washington.

El entonces presidente Ronald Reagan presentó la venta como una adquisición ideal para proteger el espacio aéreo y la infraestructura petrolera, aunque de fondo estaban sus deseos de contrarrestar a Moscú sin la necesidad de desplegar sus propias fuerzas disuasorias. En Caracas, el gobierno de Luis Herrera Campíns la presentó como un logro estratégico y de prestigio, pese a algunas críticas por el gasto en plena incertidumbre por los precios del petróleo.

Hacia el final de la década, los F-16 venezolanos no fueron solo defensivos, sino que también daban la posibilidad de proyectar fuerza contra objetivos neurálgicos del adversario, y Colombia fue el principal testigo de esto con el episodio de la crisis de la corbeta Caldas, en agosto de 1987. Apenas se detectó la incursión colombiana, el Ministerio de Defensa venezolano ordenó despegar dos de los 24 F-16 sobre la corbeta colombiana. No hubo un ataque, pero el simple sobrevuelo sobre la corbeta fue una advertencia clara de la superioridad aérea de Venezuela. “Sería una lucha desigual. Lo sabía hasta el último marinero de la corbeta”, relató el ingeniero colombiano Jorge Bendeck Olivella, ministro del gabinete del entonces presidente Virgilio Barco.

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Eran “centinelas de la paz”, no porque los F-16 fueran un elemento pacífico, sino porque su sola presencia evitó que la crisis escalara a un conflicto abierto entre ambas naciones caribeñas. Sin embargo, el contexto de fondo indicaba que esa superioridad en los cielos de Venezuela tenía los días contados. Después del Viernes Negro de 1983, cuando Venezuela pasó de tener una de las monedas más fuertes y estables de la región a entrar en un régimen de control de cambios y devaluaciones sucesivas, el Estado ya no podía sostener el gasto social y militar al mismo ritmo de los años 70. La economía entró en un ciclo de ajustes y crisis recurrentes que derivó en el Caracazo tras las medidas de Carlos Andrés Pérez dictadas por el Fondo Monetario Internacional.

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El margen fiscal se redujo muchísimo. Aunque se mantuvo la inversión en defensa, ya no era tan holgada ni sostenida. El petróleo seguía siendo la “billetera” para las compras militares, pero la volatilidad petrolera ató el gasto de defensa a los vaivenes del crudo. Y los intereses de Washington también cambiaron de forma significativa: con la desintegración de la Unión Soviética, que marcó el declive de Fuerza Aérea cubana, y la llegada de Violeta Chamorro a Nicaragua, Estados Unidos cambió de objetivos.

En el ámbito interno, la percepción de corrupción y decadencia de la clase política en Venezuela creció, alimentando el desencanto que llevó a los intentos de golpe de Hugo Chávez en 1992 y a su posterior victoria en 1999, un giro político que marcó el distanciamiento total con Estados Unidos. Así, Caracas aprendería una lección importante sobre la industria militar: un país puede comprar un avión de última generación, pero sin repuestos ni modernización queda obsoleto en pocos años.

En 2005, el gobierno de George W. Bush, en Estados Unidos, vetó la venta de repuestos y actualizaciones a los F-16 venezolanos, por lo que con los años la operatividad se vio trastocada. Muchos aviones quedaron inoperativos por falta de mantenimiento. Se intentó sostener la flota con apoyo de Turquía y piezas canibalizadas de otros F-16, pero se calcula que aun así solo de 12 a 14 F-16 de la flotilla original siguen operativos en Venezuela, pero con sistemas obsoletos.

Por eso, algunos analistas no pudieron evitar tomarse la situación con humor al ver que estos cazas obsoletos fueron desplegados como muestra del poderío venezolano sobre la flotilla estadounidense en el Caribe el jueves. “Los F-16 venezolanos no disponen de misiles aire-superficie”, destacó Andrei Serbin Pont, experto en la fuente militar. “Si te lo propones puedes convertir un F-16 en un misil aire-superficie propio”, le contestaron en redes sociales, aduciendo a lo que pasó en Pearl Harbor.

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Pero si estos cazas ya no tienen la fuerza para atacar los buques de la Marina estadounidense, ¿para qué enviarlos? Como señaló el periodista Ignacio Montes, “el chavismo necesita mantener activa la idea de una invasión inminente”, y por eso creó el incidente con los F-16, aunque estos no tengan la capacidad de hacer algo grande. Maduro sabe que cualquier despliegue norteamericano puede ser usado como propaganda interna.

En respuesta, Washington envió a sus modernos F-35 a Puerto Rico, el caza más avanzado del mundo. En este caso, vuelve a ser relevante la opinión del ingeniero Bendeck Olivella: “Sería una lucha desigual”. Venezuela no tiene cómo hacerle frente y se pone en la mesa “la probabilidad de una respuesta cinética proporcional a la provocación de Maduro”, como señaló el internacionalista venezolano Carlos Rodríguez López. Según el analista, el cálculo político de corto plazo de Maduro de mostrar fuerza para reforzar legitimidad interna termina siendo un error estratégico fatal, porque podría provocar una reacción desproporcionada de una potencia muy superior, como ocurrió con Leopoldo Galtieri y las Malvinas en Argentina.

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Por ahora, lo único concreto es que solo hay una flota estadounidense bloqueando rutas del narcotráfico, lo que crea un mercado “obturado” y muchos nervios tanto en el chavismo como en las redes criminales. Los efectos que este bloqueo al mercado de las drogas son los que pueden determinar el futuro del régimen venezolano.

Los carteles y grupos aliados (incluido el chavismo en Venezuela, según varios informes) dependen de dólares frescos del narcotráfico para sostenerse. Si hay un “seco de dólares”, se empieza a resentir la capacidad de pagar a funcionarios, militares o aliados internacionales. Eso puede generar fracturas internas que son las que finalmente Washington espera que deriven en un cambio de poder en Caracas. Sin embargo, la experiencia no es positiva hasta ahora.

Históricamente, cada vez que EE. UU. ha cerrado una ruta, el narcotráfico se ha movido. La presión militar del Plan Colombia cerró muchas rutas en Colombia, y entonces México se volvió el gran corredor. Los bloqueos en el Caribe en los años 80 hicieron que los narcos se desplazaran a Centroamérica (Honduras y Guatemala en particular). Y con un mayor control aéreo en el Caribe, los cargamentos pasaron a salir por África occidental rumbo a Europa. El “mercado obturado” rara vez desaparece: se desplaza, cambia de geografía y actores. Si EE. UU. logra realmente cortar el flujo Caribe–Florida, es posible que los carteles busquen otras rutas.

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Sube la retórica de Washington

Paralelo a la situación en el Caribe, presidente Donald Trump firmó este 5 de septiembre un decreto para que el Departamento de Defensa vuelva a llamarse también Departamento de Guerra, su denominación original hasta 1947. La Casa Blanca justificó la medida como una forma de “restaurar la paz mediante la fuerza” y devolverle a Washington el respeto global.

El cambio va mucho más allá de lo simbólico. Mientras en la Guerra Fría la palabra “Defensa” buscaba transmitir contención y estabilidad, la lógica del “Departamento de Guerra” marca un viraje hacia la ofensiva. Trump y su secretario Pete Hegseth lo enmarcan en la necesidad de un “ethos guerrero”, con un nuevo énfasis en el hemisferio occidental.

Para Venezuela, la señal es clara. Stephen Miller, subjefe de gabinete, acusó a Nicolás Maduro de encabezar un “cartel narcotraficante” aliado con las FARC, y advirtió que Washington debe concentrar recursos militares en la región, no solo en Medio Oriente o África. En ese marco, el rebranding refuerza la idea de que Caracas ya no es vista como un actor político incómodo, sino como un objetivo de seguridad.

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El eco histórico no es menor: el último Departamento de Guerra fue desmantelado en 1947 para proyectar un Estados Unidos que buscaba evitar conflictos tras la Segunda Guerra Mundial. La restauración del término en 2025 se puede interpretar como un retroceso hacia la política de las cañoneras, con implicaciones directas para países bajo la mira de Washington.

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