En 1994 corrían tiempos duros para la democracia colombiana. La experiencia de paz más exitosa se encontraba en serios aprietos, pues la bancada parlamentaria de la Alianza Democrática M-19 pasaba de 23 congresistas a cero. En ese entonces era asesor del saliente representante a la Cámara Gustavo Petro y, mientras me aprestaba resignado a dejar esos fríos recintos, cayó en mis manos un ejemplar de la revista Cambio 16 con un artículo dedicado al coronel Hugo Rafael Chávez Frías, liberado a través de una amnistía decretada por el presidente Rafael Caldera, tras su frustrada rebelión militar.
En la crónica descubrí rasgos de semejanza política entre el movimiento liderado por Chávez en Venezuela y la agrupación en la que había militado durante 12 años. Entonces emprendí su búsqueda. Le escribí, lo llamé, dejé señales y recados, hasta que por fin Chávez devolvió el mensaje. Sin preámbulos lo invité, en nombre de la Fundación Cultural Simón Rodríguez, a conocer Bogotá. Su respuesta fue un sí sin ambages. Luego vino el regateo logístico: tiquetes, hospedaje y corrientazos, porque por primera vez trajimos a Chávez a Colombia, más con ganas que con recursos.
Salimos a esperarlo al aeropuerto Eldorado un día de junio de ese 1994. Luego lo alojamos en una pensión de la Juventud Trabajadora de Colombia (JTC), en pleno centro de la ciudad. Fueron ocho días con sus noches conociendo varias facetas de su personalidad. Era para resaltar su decisión de visitar Colombia como su primer destino político en el exterior luego del presidio al que fue sometido por el Estado venezolano, en virtud del famoso “por ahora” con el que culminó la primera fase de su proyecto de transformación bolivariana.
Ese fugaz paso por Bogotá fue definitivo en la forma como Chávez emprendió el camino hacia la configuración de un nuevo orden político en la patria del Libertador. No fue ingenua ni gratuita su aceptación de la visita. Quería aproximarse en detalle a la experiencia constituyente colombiana de 1991. Un movimiento que despertó en América Latina un marcado interés debido a la atractiva fórmula utilizada en Colombia para construir la paz negociada con la insurgencia y, de paso, ampliar la participación democrática gracias a la modernización institucional.
Por eso, con el hoy alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, diseñamos una cuidadosa agenda que le permitió a Hugo Chávez sumergirse en las honduras del proceso constituyente colombiano. Para tal fin, organizamos sendas reuniones con los tres copresidentes de la Asamblea Nacional Constituyente: Antonio Navarro, Horacio Serpa y Álvaro Gómez. Con Navarro compartió una sesuda reflexión de autocrítica sobre las timideces o incluso pusilanimidades exhibidas por la bancada de constituyentes de la Alianza Democrática M-19, encabezada por él mismo, al momento de encarar las discusiones cruciales en la Asamblea.
Por ejemplo, sobre lo que fue el más determinante de los dilemas: revocar el viejo poder constituido, como lo demandaba el clamor nacional, o simplemente abrir un pequeño paréntesis a la clase política y que después volviera con bríos a la arena parlamentaria para iniciar un proceso gradual de desmonte de la Constitución de 1991, como finalmente sucedió. El consejo de oro que Navarro le dio a Chávez fue aprovechar al máximo el poder constituyente para transformar de raíz el sistema político, sin otorgar una segunda opción a la vieja clase política, responsable de la postración democrática y de la corrupción del poder público. Es evidente que Chávez asimiló el consejo.
La segunda entrevista fue intrascendente, tal vez porque Horacio Serpa fungía como director de la campaña presidencial de Ernesto Samper y la dinámica electoral, absorbente por naturaleza, le imprimió un carácter de trámite formal al encuentro. En cambio, el diálogo con Gómez Hurtado fue sustantivo. Presenciamos a Gómez abierto al cambio, a la paz, en defensa de ampliar los márgenes de la democracia. Recordó su secuestro, no para avivar odios sino para valorar la reconciliación como el mayor plus en la construcción de la paz concertada, al punto de que después hizo causa común en la Constituyente con la bancada de la ADM-19.
Fueron ocho días en Bogotá que para Hugo Chávez contribuyeron a su histórico proceso de transformación política en Venezuela y buena parte de América Latina. Una semana en la que lo más sorprendente fue su capacidad de trabajo. Era de esos hombres a los que fácilmente les llegaba la aurora en el cumplimiento de sus tareas, luego de un sueño de menos de tres horas. Años después, en Caracas oí decir de labios de algunos de sus colaboradores más cercanos que esta era una constante muy marcada en su diario batallar.
En medio de la visita, alguien de su comitiva nos comentó que por esos días Chávez llegaba a su cuadragésimo cumpleaños. Así que preparamos una fiesta. La gente de la JTC aportó la torta y nosotros contactamos a un grupo de música llanera que orientaba un poeta amigo, el Negro Amín. Cuando el conjunto arrancó, Chávez pidió prestado el cuatro y, con la experticia de los oriundos de Barinas, empezó a tocarlo. Después retomó las letras de redención social escritas por el juglar de las favelas de América, Alí Primera. Y resultó tan buen intérprete como cantante.
La visita de Chávez terminó en el Puente de Boyacá con Gustavo Petro y algunos militares retirados. Hicimos el recorrido turístico normal, guiados por un patrullero de la Policía. En un momento inesperado, Chávez interrumpió el libreto de lugares, fechas y nombres de batalla de la campaña libertadora, expuesta por el agente, y sacó y leyó un documento que había escrito durante los días de su visita a Bogotá. Una especie de juramento, como el de Simón Bolívar en el monte Sacro, en el que nos destacó como el embrión de una nueva Latinoamérica.
Quién iba a creer que, cuatro años después, el otrora coronel Hugo Chávez se iba a convertir en el presidente de su país y que, con el correr de los años, iba a ser uno de los hombres más influyentes del continente y del mundo entero. Memoria eterna al presidente Hugo Chávez, inspirador de la segunda independencia nacional que avanza, sin descanso ni tregua, en la patria grande del Libertador Simón Bolívar.