Es el otoño de 1996. He sido escritor de planta de The New Yorker desde 1974 y colaborado con un sinnúmero de editores; en este momento, la editora es Tina Brown. ¿Qué puedo decir de las proverbiales pugnas entre escritores y editores? Que logré sortearlas todas. Tina me cae bien. Tenemos una comprensión muy clara de nuestra relación de trabajo. Me he tardado cuatro años en escribir un libro que debía haber terminado en uno y medio, por lo que no he estado muy disponible, durante este tiempo, para redactar notas para la revista. De modo que Tina y yo estamos en el entendido de que en el escritorio de su oficina hay un cajón especial. Y en ese cajón, un frasco. Y en ese frasco, mis testículos.
Una mañana suena mi teléfono. Es Tina. “¡Trump! ¡Donald Trump! Acabo de desayunar con él en el Plaza. Vas a redactar un perfil sobre él. Te va a encantar. ¡Es un embustero de primera, te va a fascinar! Le dije que tú también lo ibas a fascinar. ¡Lo vas a hacer!”. Eso significa que lo voy a hacer. (Le puede interesar: El supuesto fraude en las elecciones en EE. UU.)
Pongo manos a la obra. Se toma varios meses. Acompaño a Trump a varios lugares. Trato de comprender su manera de hacer negocios, el funcionamiento interno, el humo, los espejos. Desde el principio, establecemos nuestra dinámica de trabajo: acepto, de modo tácito, que soy su instrumento. Es el mundo Trump. Sólo tengo permiso de escuchar, mirar y hacer preguntas, de vez en cuando. Cuando se me autoriza, soy una mosca en la pared. Fuera de eso, no existo para él. Las condiciones, dicho sea de paso, me parecen óptimas para mi trabajo.
A pesar de mi falta de costumbre, debo tomar en serio a Donald Trump. Entre otras tareas, debo leer muchos libros con su nombre y retrato en la portada, supuestamente escritos por él, pero redactados por escritores fantasma. El tema de esta obra, en conjunto, tendría eco años más tarde, de un modo amplificado, en la serie El aprendiz: “Ambos sabemos que eres un imbécil, pero tienes permiso, al menos, de fantasear sobre mi vida”. (¿Qué pasa si Trump canta victoria antes de tiempo?).
Y eso es precisamente lo que quiero hacer. Desde nuestro primer encuentro en su oficina de la Trump Tower, entendí que independientemente de lo que Trump me haya parecido hasta ese momento, ante todo y sobre todo es un artista del performance. Las apariencias no dejan de ser, en cierto nivel, artificio. Mi objetivo era discernir a la persona en el personaje. Se han escrito muchos libros y cientos de artículos sobre Trump. También los leo. No tiene caso preguntarle cosas que ya ha respondido. Podría intentar nuevas preguntas. Por ejemplo, ¿tiene una vida interior? Apuesto a que nadie le ha preguntado eso.
Un sábado, en el invierno de 1997, Trump y yo pasamos una mañana y una tarde a solas, recorriendo algunos de sus edificios en construcción, tanto en Manhattan (edificio de oficinas) como al norte de la ciudad de Nueva York, en Westchester (campos de golf). Él conduce y yo ocupo el asiento de la muerte. Tomo notas. Mientras recorremos la carretera I-684, le pregunto sobre su rutina matinal.
—¿A qué hora se despierta?
—Cinco y media a.m.
—¿A qué hora se sienta a su escritorio de la Trump Tower?
—Siete o siete y media.
—¿Qué hace antes de dirigirse a la oficina?
—Leo los periódicos, etcétera.
—Ya veo —digo—. Usted está básicamente solo. Su esposa sigue dormida —en ese entonces, Trump estaba casado, aunque no por mucho tiempo, con su segunda esposa, Marla Maples—. Se rasura y se ve al espejo del baño. ¿Qué piensa?
Mirada de incomprensión de Trump.
—Quiero decir, al mirarse al espejo, ¿piensa “Wow, soy Donald Trump”?
Trump sigue confundido.
—Está bien. Supongo que quiero saber si se considera a usted mismo una compañía ideal.
(En aquel entonces, la respuesta de Trump me pareció poco apta para imprimirse. Pero eso fue entonces).
—¿Quieres saber qué considero realmente una compañía ideal? —dice Trump.
—Sí.
—Un buen culo.
En diversas ocasiones y por distintos motivos, me han sorprendido algunas locuciones trumpeanas. A ciertas declaraciones, antepone la frase “es extraoficial, pero lo puedes usar”. Lo que tiene tanto sentido como la taxonomía de sus bienes raíces: “Lujo, súper lujo y súper súper lujo”.
Al llegar la primavera el perfil está casi terminado. Tengo todo, salvo el final. También tengo una fecha de entrega. Un jueves por la noche le envío por fax a mi editora 10.000 palabras, aún sin final. Me preparo para dormir, enciendo el radio despertador de mi mesa de noche, que sintoniza una estación de noticias. A la hora, en punto, la noticia del momento es: Donald Trump y Marla Maples se separan.
Desafortunadamente, no lo había anticipado en absoluto. Y por fortuna mi artículo se volvía, abruptamente, de coyuntura. Trump accede a verme en su oficina el lunes siguiente y mi premio es un final, la primera escena y una certeza cristalina acerca de su vida interior. En vista de las vicisitudes domésticas por las que atraviesa Trump, ¿es feliz? ¿Se siente arrepentido? ¿Propenso a la introspección? Su estado de ánimo no deja entrever nada. Me había dicho, con anterioridad, que en tiempos difíciles no confía en nadie. A lo largo del trabajo me entrevisté con decenas de socios y amistades de Trump, entre ellos un analista financiero que me hizo la siguiente observación: “En el fondo, quiere ser Madonna”.
Lo que abona a mi conclusión: no tiene vida interior. La penúltima línea de mi artículo: “Aspiró a alcanzar y logró el lujo máximo: una existencia sin el perturbador rumor de un alma”.
Como era de esperarse, a Trump no le gustó lo que escribí. No me enteré directamente por él, sino que le envió a Tina un reproche de amante despechado: “Jamás me vuelvas a pedir una nota. Me dijiste: ‘Será maravilloso, te va a encantar’, ¡me mentiste!” ¡Qué desfachatez!
Meses más tarde, ese mismo año, tuve la oportunidad de apreciar de un modo más puntual sus sentimientos hacia mí. En su libro Trump: El arte del regreso, redactado por la escritora fantasma Kate Bohner, nos dedica unas páginas a Tina y a mí. Narra que años antes cuando Tina editaba la revista Vanity Fair, le asignó a Marie Brenner (“reportera poco agraciada”) redactar una nota sobre él. Por alguna razón, Trump decidió omitir lo que alguna vez me contó sobre su gesto de venganza —derramó una copa de vino tinto en el vestido de Marie durante una cena de caridad.
Aparezco en la página 181, en el capítulo titulado “La prensa y otros microbios”. (En la página opuesta, un retrato de Trump con Liberace con el siguiente pie de foto: “Liberace fue un gran artista y un gran hombre. Todos lo extrañamos sentidamente”. Sin duda.)
"Tina Brown insistió, de nuevo, en que me prestara a ese perfil. Es una mujer muy persuasiva. Me dijo: “¡Te va a encantar la nota, te va a encantar!”. Después de escucharla un buen rato, accedí. Pensé, ¿cuántos editores te invitan a desayunar para convencerte de hacer una nota que bien podrían escribir sin ti? Al día siguiente me llamó Mark Singer, reportero de The New Yorker. Cuando entró a mi oficina, sentí de inmediato que no era gran cosa, alguien sin rasgos memorables, con una leve expresión burlona y un resentimiento latente. Singer me recordó un poco a Harry Hurt, un tipo que escribió un libro inexacto sobre mí. Físicamente, Singer era un poco más atractivo que Harry Hurt (lo que no resultaba tan difícil), sin embargo, sus cicatrices emocionales se notaban a leguas".
Al leer (¡y releer, y releer!) este fragmento, confirmo que mi vida, sin ninguna duda, tiene sentido. Fuera del nacimiento de mis hijos, esto es lo más maravilloso que me ha sucedido. Si todo lo demás se desvaneciera o se desplomara, siempre me quedaría con Trump: El arte del regreso.
Ahora es 2005. Publico Estudios de carácter, un libro que incluye mis reportajes sobre Trump. En la edición del domingo de The New York Times aparece una reseña de Jeff MacGregor, a quien tengo por un hombre muy perspicaz, a pesar de su equívoco: "La única ocasión en la que Singer asesta un golpe bajo es en su perfil de 1997 sobre el
Donald Trump previo a El aprendiz, donde adopta cierto tono malicioso. Que Trump sea la caricatura de una caricatura lo convierte en un blanco fácil, sin inteligencia ni velocidad para defenderse".
Piénsalo dos veces, MacGregor. Tres semanas después, The New York Times Book Review divulgó una carta escrita por Trump a propósito de la reseña. Días antes me entero de que se publicará y se me ocurre vigilar mis ventas en Amazon. Estudios de carácter es el número 45.638 en la lista de ventas. No importa, la carta de Trump es de una locura sublime:
Estimado editor:
Recuerdo cuando Tina Brown estaba a la cabeza de The New Yorker y un escritor llamado Mark Singer me entrevistó para un perfil. Él estaba deprimido. Pensé: está bien, espero lo peor. No era sólo que Tina Brown estuviera conduciendo The New Yorker a la deriva, sino que el escritor se ahogaba en su propia tristeza, lo que sólo logró inspirarme escepticismo sobre el resultado del interés de ambos en mí. Tristeza llama tristeza y ellos eran un perfecto ejemplo de este credo. Jeff MacGregor, el reseñista de Estudios de carácter, recopilación de los perfiles escritos por Singer para The New Yorker, donde se incluye uno sobre mí, escribe bastante mal… Tal vez él y Mark Singer estén hechos uno para el otro. Hay quienes proyectan largas sombras y otros que deciden vivir bajo esas sombras. Cada quien con lo suyo. Están en su derecho de elegir.
La mayor parte de los escritores quiere tener éxito. Algunos incluso quieren ser buenos escritores. He leído a John Updike, a Orhan Pamuk, a Philip Roth. Cuando Mark Singer ingrese a esas ligas, tal vez lea alguno de sus libros. Pero pasará mucho tiempo, no nació con un gran talento para la escritura… Quizá debería de… intentar convertirse en un escritor de clase mundial, aunque fuera un esfuerzo inútil, en lugar de verse obligado a escribir acerca de gente extraordinaria que a todas luces está fuera de su alcance.
He sido autor de bestsellers desde hace casi 20 años. Les guste o no, los hechos son los hechos. En su artículo “Fantasmas en la máquina” (del 20 de marzo), el muy respetado Joe Queenan menciona que yo he producido un “flujo continuo de clásicos” con un “estilo sin zurcidos” y que la “voz” de mis libros es notoriamente constante, al grado de considerarse un “logro extraordinario”. Es un gran halago de un escritor muy destacado. No he escuchado nada similar acerca de perdedores como Jeff MacGregor, a quien nunca he encontrado, o de Mark Singer. Sin embargo, bajo cualquier circunstancia, elegiría a Joe Queenan antes que a Singer o MacGregor, ¡se trata de algo muy sencillo llamado talento! No tengo la menor duda de que a los libros de Singer y MacGregor les irá muy mal, simplemente carecen de lo necesario. Quizá algún día nos sorprendan al escribir algo que importe.
Donald Trump, Nueva York
En el arco de 48 horas, varios colegas me pidieron consejo sobre cómo lograr que Trump los ataque y mi libro se disparó al lugar 385 de la lista de Amazon. Puedo escuchar la voz de mi madre recordándome que debo escribirle una nota para darle las gracias. Pero le quiero mostrar mi gratitud con algo más que un mensaje escrito. ¿Qué le puedo mandar? ¿Qué le gusta?
¡Dinero!
Decido enviarle mil dólares.
En ese momento recuerdo que no tengo mil dólares. Pienso en otra cifra.
Querido Donald:
Muchísimas gracias por la maravillosa carta que dirigiste a The New York Times Book Review. Un buen número de amigos ha llamado o escrito para decirme que se trata de lo más cómico que han leído en mucho tiempo.
Aunque estoy seguro de que usted, como autor, está consciente de que no es bien visto pagarle a las personas que reseñan nuestros libros, incluí, sin embargo, un cheque por la cantidad de $37.82 dólares, un pequeño gesto para mostrarle mi tremenda gratitud. Usted es alguien especial para mí.
También he incluido un par de curitas, ya que al parecer le resulta imposible dejar de rascarse la misma herida, pueden serle de utilidad.
Con alegría, Mark
Sospeché que las cosas no quedarían allí y como era de esperarse, al cabo de 10 días recibí un sobre con el logotipo sellado y remitente de la Organización Trump. Descubro mi carta adentro. Trump me la devolvió con las siguientes palabras, escritas con tinta negra y en mayúsculas: “¡Mark, eres un perdedor total! ¡y tu libro (al igual que tus escritos) son una mamada! Mis mejores deseos, Donald. Posdata: Me han dicho que no se está vendiendo”.
Debo admitir que tiene razón respecto a la anémica venta de mis libros. Mi calificación en Amazon descendió al lugar 53.876. En eso, sucede algo más. Recibo una carta de Citibank. La abro y encuentro mi estado de cuenta. Noto que se aligeró 37.82 dólares. Trump cobró el cheque.
* Autor del libro, editado en 2016. Traducción de Conrado Tostado y Jeannine Diego Medina. Se publica por Cortesía de Penguin Randon House Grupo Editorial.