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                                                                                                                              Dos funerales y una canción

                                                                                                                              El entierro del cantautor, acribillado en el Estadio Nacional en 1973, estuvo acompañado por más de 10 mil chilenos.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Su primer funeral fue silencioso. Casi anónimo. Nadie rezó, ni siquiera alguno de sus cientos de compañeros de estudio en el seminario de Los Redentoristas de San Bernardo, por donde anduvo y estudió varios años en busca de una razón para salvar el mundo, místico, profundo, arrodillado hasta que las rodillas le sangraban, solitario. Nadie leyó discursos ni se le acercó a su viuda, Joan Turner, para decirle “lo siento, era un gran hombre”. Todo fue soledad y miedo, angustia y terror, porque a aquel hombre al que un muchacho desconocido de nombre Héctor y una mujer, su esposa, acababan de dejar en un nicho cualquiera del Cementerio General de Santiago lo habían acribillado menos de 24 horas antes. Fueron cuarenta y tantos balazos y muchos palos, patadas y puños los que acabaron con su vida.

                                                                                                                              Había sido actor de teatro, director y escritor. Había luchado por decirle algo al pueblo, a la gente como él, gente pobre, sin futuro, sin ilusiones. Algo que los sacara de la miseria y el hastío. Sus obras habían sido sociales y éticas, invitaciones a la esperanza, pero no alcanzaba. Entonces se dedicó a la música. Letras, poemas, la guitarra que le había regalado una amiga en Casa Amarilla cuando lo llamaban Tito, y su voz. Le cantó a la vida, “Por eso quiero gritar, no creo en nada sino en el calor de tu mano en mi mano”, y a la muerte, “Qué saco con rogar al cielo si en tierra me han de enterrar”, al amor desolado y a la realidad. Lo mataron para callarlo. Lo masacraron los agentes del ejército nacional que secundaban el golpe militar de Augusto Pinochet y al mismo Pinochet porque aquel hombre, Víctor Jara, era un peligro para el Estado que pretendían instaurar. Orden, decían. Tradición, promulgaban. Religión, repetían. Dios, patria y tradición y todo eso.

                                                                                                                              Jara, además, y sobre todo lo anterior, era una de las fichas claves del Partido Comunista. La última vez que su mujer lo vio con vida, iba en su Renault 4 hacia la Universidad Técnica de Santiago a motivar a un grupo de estudiantes que se desmoronaba ante los rumores de persecución. Cuando arribó, supo que no eran sólo rumores. Ya comenzaban a sonar las metralletas, los helicópteros, las bombas. La gente gritaba, la radio emitía informaciones contradictorias. En la madrugada de aquel día, 11 de septiembre de 1973, Salvador Allende le había hablado al país por última vez como presidente. Luego lo mataron o se suicidó, nunca se supo con claridad. A Jara se lo llevaron al estadio Nacional esa misma tarde con otros tantos miles de sospechosos, como él, de “comunismo”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              El 18 un muchacho que se le presentó como Héctor y nada más, le informó que había visto a Jara en la morgue. Ella fue con la ilusión manifiesta de que no fuera cierto, pero apenas llegó al centro forense se topó con su marido. “Tenía las manos crispadas, a la altura del pecho, colgando de sus muñecas, y estaba lleno de moretones y de agujeros hechos con metralleta”. Turner y su acompañante firmaron los documentos que tenían que firmar sin pronunciar palabra, y se llevaron a Jara al Cementerio. En el camino, contó el muchacho, Turner le refirió historias de su esposo como en flashes irredentos. Que había sido muy pobre, que su madre murió de un ataque cardíaco mientras preparaba las comidas que vendía en un mercado, que jugaba fútbol, decían, de puntero derecho, que jamás había ido a una peluquería, que nunca dijo su edad, que tampoco comentaba su situación económica, que dormía donde lo agarrara la noche y se hizo actor, en parte, para tener un lugar en los teatros donde vivir, que se había salido del Seminario porque su conciencia social desbordó su religiosidad, que amaba a su hija Amanda igual que a Manuela, la niña que ella había tenido con su primer marido.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Su primer funeral fue silencioso. Casi anónimo. Nadie rezó, ni siquiera alguno de sus cientos de compañeros de estudio en el seminario de Los Redentoristas de San Bernardo, por donde anduvo y estudió varios años en busca de una razón para salvar el mundo, místico, profundo, arrodillado hasta que las rodillas le sangraban, solitario. Nadie leyó discursos ni se le acercó a su viuda, Joan Turner, para decirle “lo siento, era un gran hombre”. Todo fue soledad y miedo, angustia y terror, porque a aquel hombre al que un muchacho desconocido de nombre Héctor y una mujer, su esposa, acababan de dejar en un nicho cualquiera del Cementerio General de Santiago lo habían acribillado menos de 24 horas antes. Fueron cuarenta y tantos balazos y muchos palos, patadas y puños los que acabaron con su vida.

                                                                                                                              Había sido actor de teatro, director y escritor. Había luchado por decirle algo al pueblo, a la gente como él, gente pobre, sin futuro, sin ilusiones. Algo que los sacara de la miseria y el hastío. Sus obras habían sido sociales y éticas, invitaciones a la esperanza, pero no alcanzaba. Entonces se dedicó a la música. Letras, poemas, la guitarra que le había regalado una amiga en Casa Amarilla cuando lo llamaban Tito, y su voz. Le cantó a la vida, “Por eso quiero gritar, no creo en nada sino en el calor de tu mano en mi mano”, y a la muerte, “Qué saco con rogar al cielo si en tierra me han de enterrar”, al amor desolado y a la realidad. Lo mataron para callarlo. Lo masacraron los agentes del ejército nacional que secundaban el golpe militar de Augusto Pinochet y al mismo Pinochet porque aquel hombre, Víctor Jara, era un peligro para el Estado que pretendían instaurar. Orden, decían. Tradición, promulgaban. Religión, repetían. Dios, patria y tradición y todo eso.

                                                                                                                              Jara, además, y sobre todo lo anterior, era una de las fichas claves del Partido Comunista. La última vez que su mujer lo vio con vida, iba en su Renault 4 hacia la Universidad Técnica de Santiago a motivar a un grupo de estudiantes que se desmoronaba ante los rumores de persecución. Cuando arribó, supo que no eran sólo rumores. Ya comenzaban a sonar las metralletas, los helicópteros, las bombas. La gente gritaba, la radio emitía informaciones contradictorias. En la madrugada de aquel día, 11 de septiembre de 1973, Salvador Allende le había hablado al país por última vez como presidente. Luego lo mataron o se suicidó, nunca se supo con claridad. A Jara se lo llevaron al estadio Nacional esa misma tarde con otros tantos miles de sospechosos, como él, de “comunismo”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              El 18 un muchacho que se le presentó como Héctor y nada más, le informó que había visto a Jara en la morgue. Ella fue con la ilusión manifiesta de que no fuera cierto, pero apenas llegó al centro forense se topó con su marido. “Tenía las manos crispadas, a la altura del pecho, colgando de sus muñecas, y estaba lleno de moretones y de agujeros hechos con metralleta”. Turner y su acompañante firmaron los documentos que tenían que firmar sin pronunciar palabra, y se llevaron a Jara al Cementerio. En el camino, contó el muchacho, Turner le refirió historias de su esposo como en flashes irredentos. Que había sido muy pobre, que su madre murió de un ataque cardíaco mientras preparaba las comidas que vendía en un mercado, que jugaba fútbol, decían, de puntero derecho, que jamás había ido a una peluquería, que nunca dijo su edad, que tampoco comentaba su situación económica, que dormía donde lo agarrara la noche y se hizo actor, en parte, para tener un lugar en los teatros donde vivir, que se había salido del Seminario porque su conciencia social desbordó su religiosidad, que amaba a su hija Amanda igual que a Manuela, la niña que ella había tenido con su primer marido.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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