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El enemigo de mi enemigo también es… ¿mi enemigo?

La imagen que transmitió el presidente de Estados Unidos fue la de una potencia aislada, que no logra salir de sus propios tropiezos.

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Miguel Benito Lázaro*
14 de septiembre de 2014 - 02:00 a. m.
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, tras el discurso en el que presentó su estrategia contra el Estado Islámico.  / AFP
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, tras el discurso en el que presentó su estrategia contra el Estado Islámico. / AFP
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“El enemigo de mi enemigo es mi amigo” es un viejo adagio que ha gozado de cierta buena fama a la hora de explicar la política internacional. Una frase fácil que se incumple en tantas ocasiones como se cumple. Y para ejemplo de ello el discurso que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dio esta semana.

Discurso en el que el mandatario fue muy claro: tras Al Qaeda hay un nuevo gran enemigo, el autodenominado Estado Islámico de Irak y del Levante (EI) o, con mayor propiedad: Al-Dawla al-Islamiya fi al-Iraq wa al-Sham (Daiish). Una organización que parece un ejército por el número de miembros, sus capacidades logísticas y su rapidez para ocupar territorio. El EI ha optado claramente por la táctica del terrorismo por su medios —las ejecuciones sumarias viralizadas a través de las redes sociales son la versión 2.0 de la propaganda—.

De nuevo la guerra contra el terrorismo —aunque Obama no la llame así, para que nadie pueda decir que sus palabras suenan demasiado como las de George W. Bush— se convierte en el centro de la política exterior estadounidense en Oriente Medio.

Mirando en el trasfondo de la estrategia de Obama dos cosas quedan claras: Joe Biden ha ganado el debate de cómo enfrentar las amenazas contra Estados Unidos. Se impone el contraterrorismo —acciones ofensivas contra los objetivos identificados mediante el uso de drones, bombardeos y operaciones especiales, muy limitado uso de soldados y unidades de combate—. Está claro que Hillary Clinton, Robert Gates, David Petraeus y Stanley McChrystal ya no están. Nadie va a defender la estrategia contrainsurgente, que implicó el despliegue de grandes contingentes de tropas, dedicados a estabilizar las ocupadas Irak y Afganistán.

Pero no hay nada nuevo en la idea de enfrentar al Estado Islámico (que ni es Estado ni es islámico, como bien apuntó Obama el pasado miércoles) para “degradarlo y destruirlo” (el perfil de la estrategia norteamericana queda así perfilado como de largo plazo y de baja intensidad).

Las operaciones contra esta organización en Irak han sido constantes desde hace casi dos meses. Lo nuevo radica en la expansión de las operaciones a territorio sirio —y en todo lugar en el que el Estado Islámico haga presencia, porque como Obama se encargó de resaltar “los que amenacen a Estados Unidos no encontrarán santuario seguro”—. Y aquí es donde la cosa se complica y el viejo adagio al que hacía mención al principio de estas líneas se muestra falso, porque la agrupación terrorista se había constituido en la principal fuerza de combate contra el régimen de Bashar al Asad, otro enemigo de Estados Unidos.

Pero aquí las enemistades compartidas no sirven para construir alianzas precarias. Si la administración Obama está dispuesta a apoyar —aun con reticencias— a alguien es a los rebeldes sirios. Unos rebeldes que hasta la fecha, al igual que las fuerzas de seguridad iraquíes, no han demostrado una capacidad de combate que pueda inclinar ningún conflicto. Debilitar al Estado Islámico podría suponer en este sentido fortalecer al régimen de Al Asad. Estados Unidos no gana o pierde ante cualquier resultado que salga de esta pelea.

Para complicar más la cuestión, el principal aliado con el que cuenta en este momento Obama para combatir a la organización terrorista que casi es ejército y que se quiere hacer pasar por Estado, es Irán. Aquel miembro del Eje del Mal es hoy el menos malo de los compañeros que puede conseguir la política exterior estadounidense para intentar frenar la inestabilidad regional. Aunque pudiera parecer que aquí sí se cumple el viejo adagio, la realidad es que los objetivos —más allá del de la simple estabilidad en Oriente Medio– entre los dos países son tan divergentes que difícilmente podría uno tildarlos de aliados. Nada es lo que parece y todo es más complicado que el viejo adagio.

Del discurso de Obama se derivan otras cuestiones que merecen alguna mención. Por alusión directa o por omisión, Obama dibujó un mundo lleno de enemigos, muchos de ellos sin rostro, otros conocidos, pero en segundo plano. Por ejemplo, Rusia, ya constituida como un rival en todos los escenarios. El presidente de EE.UU. ni planteó la idea, como en el pasado ha ocurrido, de un acercamiento a Rusia para enfrentar la amenaza terrorista. De momento, las relaciones entre el Kremlin y Washington andan congeladas y así seguirán.

El mandatario mencionó repetidamente que cuenta con el apoyo de una “amplia coalición”, eso sí, de miembros sin nombre. Es cierto que podemos suponer quiénes son unos cuantos de ellos, pero lo cierto es que ninguno fue expresamente citado. La imagen que así transmitió Obama fue la de una potencia aislada, que no logra salir de sus propios tropiezos en esa zona. La sombra del 11-S aún pesa. La herencia de lo que vino después, también. 

* Profesor U. Santo Tomás.

Por Miguel Benito Lázaro*

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