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Estados Unidos está concentrando activos militares en el Caribe, incluido el portaaviones más grande del mundo. Alrededor de 10.000 tropas ya están posicionadas en la región. El mensaje es claro: Washington está dispuesto a usar la fuerza. El problema es que nadie parece saber qué significaría realmente usarla ni qué ocurriría después.
Esta demostración de fuerza, impulsada por la retórica belicista de la administración Trump y el giro de Marco Rubio hacia una línea dura, proyecta poder coercitivo sin una estrategia coherente. Carece de una visión política de largo plazo y de un plan post militar realista. La historia muestra lo que suele ocurrir cuando Washington confunde dominancia visible con control efectivo.
Sostenemos que una intervención sería costosa, impredecible y estratégicamente torpe, detonando inestabilidad regional, colapso interno y una realineamiento político que EE. UU. no puede gestionar.
Señalar poder ≠ claridad estratégica
Desplegar bombarderos y portaaviones cerca de Venezuela envía una señal de disuasión y presión coercitiva, eliminando cualquier opción diplomática. Washington puede creer que gana palanca, pero en la práctica se encierra en una narrativa que lo empuja hacia la acción.
Estados Unidos ha reunido en el Caribe un despliegue sin precedentes desde la Guerra Fría: el portaaviones Gerald R. Ford con tres destructores, unos 4.000 marineros y más de una docena de buques adicionales, incluidos cruceros lanzamisiles y un submarino de ataque, en una región que normalmente recibe uno o dos navíos. A ello se suma aviación estratégica y táctica como los bombarderos, junto a más de 10.000 tropas distribuidas en el área de responsabilidad del Comando Sur. Por su escala, composición y costo, es imposible presentar Operation Southern Spear como una simple operación antidrogas; todo indica que Washington está abierta la opción de emplear fuerza contra Venezuela.
Escalada en acción: ataques a embarcaciones y cuestiones legales
Desde que comenzó esta acumulación militar, las fuerzas estadounidenses han llevado a cabo ataques repetidos contra pequeñas embarcaciones civiles supuestamente dedicadas al narcotráfico: se reportan alrededor de 19 ataques, con un estimado de 75 personas muertas.
Estos ataques no solo han aumentado las tensiones regionales, sino que también han generado un fuerte escrutinio legal. Es decir, el derecho internacional no considera que las embarcaciones civiles simplemente sospechadas de contrabando constituyan objetivos militares legítimos. Además, estas operaciones carecen de autorización explícita del Congreso estadounidense.
La administración Trump ha intensificado el uso del marco antiterrorista para justificar una postura más agresiva hacia Caracas, reclamando que Venezuela actúa como cabecilla del narcotráfico regional. El énfasis en el terrorismo funciona como un pretexto político: busca crear una base jurídica y narrativa que permita lleva acabo una acción militar contra territorio venezolano sin declarar formalmente la guerra.
Lecciones de Panamá, Irak y Afganistán
Las operaciones militares de EE.UU. en Panamá, Afganistán e Irak dejan dos lecciones centrales. Primero, la necesidad de un objetivo político claro: Just Cause funcionó porque Washington fijó una meta específica y limitada, remover a Noriega sin pretender reconstruir un Estado. Afganistán e Irak, en cambio, derivaron en proyectos políticos indefinidos sin instituciones capaces de sostenerlos.
Segundo, las expectativas: el dominio táctico en Afganistán e Irak generó compromisos políticos y financieros insostenibles, mientras que el desmantelamiento institucional produjo fragmentación, violencia y costos crecientes.
Comparado con estos casos, Venezuela solo recuerda a Panamá en lo superficial – régimen hostil, fatiga regional y economías ilícitas – pero su estructura se acerca a Irak y Afganistán: un ejército politizado, grupos armados arraigados y un Estado erosionado. Quitar a un líder es fácil; gestionar un ecosistema de seguridad fracturado no lo es. Washington necesitaría un objetivo político muy limitado y una coalición regional dispuesta a respaldarlo para evitar reproducir la inestabilidad del Medio Oriente.
Los paralelos son claros. En Irak, la caída de Saddam desencadenó el colapso institucional, una guerra sectaria y el surgimiento de ISIS. En Afganistán, veinte años de construcción estatal se derrumbaron tras la retirada estadounidense, demostrando que la superioridad militar no reemplaza la legitimidad política ni sostiene instituciones débiles. Venezuela comparte estos rasgos: territorio difícil de controlar, clientelismo y alianzas con actores armados. Su aparato militar es parte orgánica del Estado; desmantelarlo sin una transición negociada abriría un vacío que criminales, paramilitares y actores externos ocuparían de inmediato. EE. UU. no tiene ni la voluntad interna ni la legitimidad regional para algo remotamente similar en Venezuela.
Intervenir no cambia el régimen
Por la composición y el volumen de los recursos militares desplegados es evidente que una invasión no está contemplada; lo más probable sería una intervención centrada en bombardeos aéreos al estilo “shock and awe”, capaz de causar daños amplios pero incapaz de producir una transición política viable. Si la administración de Trump busca un cambio de régimen, una solución puramente militar es insuficiente. Maduro no puede simplemente ser sustituido por María Corina Machado, porque la oposición carece de influencia sobre las fuerzas armadas y las redes de clientelismo que sostienen al régimen. Sin un plan de transición que incorpore a esos actores, cualquier intervención externa o intento de cambio de régimen colapsaría o derivaría rápidamente en caos.
Consecuencias regionales y globales
Venezuela no constituye una amenaza real para la seguridad nacional de Estados Unidos: no lidera la producción ni el tránsito de drogas sintéticas y su valor estratégico es más simbólico que material. Apostar al petróleo repite el error de Irak, al creer que los recursos justifican una intervención. El discurso de “narcoterrorismo” funciona como un atajo que encubre la falta de una estrategia clara. Esta narrativa facilita que China, Rusia e Irán presenten cualquier acción estadounidense como agresión y expandan su influencia regional. Además, una escalada militar tendría un impacto humanitario inmediato y aumentaría los flujos migratorios hacia Colombia, Brasil y el Caribe.
Lo que realmente está en juego
Washington no parece haber aprendido de los fallos de su militarismo. La postura actual guiada por asesores abiertamente anti-venezolanos, reduce las opciones moderadas, y convierte a Venezuela en un ejemplo regional del hard power estadounidense. Al mismo tiempo, aísla a EE.UU. y desgasta el poco capital político y buena voluntad que aún conserva en América Latina.
“Reemplazar” al chavismo es irreal: actores armados no estatales y la configuración de fuerzas gobernantes no cederían poder sin resistir. Sin una transición negociada, el vacío se llenaría con la resistencia de grupos como guerrillas, redes criminales y sectores del antiguo aparato estatal, generando un entorno ingobernable.
Geopolíticamente, actores extrarregionales ampliarían su influencia ofreciendo respaldo político, económico y diplomático inmediato, aprovechando para atraer a más países latinoamericanos a su órbita.
*Los autores son analistas de Kantor Consulting, firma de análisis y consultoría especializada en seguridad internacional.
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