Parece mentira lo que está viviendo Chile. El país que salió a la calle el 21 de noviembre a votar en la primera vuelta presidencial, y que volverá a hacerlo para la segunda el 19 de diciembre, no se asemeja al de hace medio siglo, sometido a un terrorismo de Estado que solo pueden recordar los votantes más viejos.
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Tres de los candidatos presidenciales postulados este año no habían nacido cuando ocurrió el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. José Antonio Kast, quien disputará la segunda vuelta, tenía siete años el día del golpe y Gabriel Boric, su contendor, nació 13 años después.
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Compartí por unos días la pesadilla que los chilenos soportaron bajo la dictadura de Pinochet. Había viajado a Santiago como jefe de prensa del Banco Interamericano de Desarrollo, con motivo de la asamblea de la institución que se celebró en Chile en abril de 1974.
En mis contactos con los periodistas chilenos les hice muchas preguntas sobre lo que estaban viviendo, tal vez demasiadas. También visité al embajador de Colombia en la sede diplomática situada al otro lado de la calle del Palacio de la Moneda, que aún mostraba las huellas del bombardeo de la aviación militar chilena contra el presidente Salvador Allende. El embajador me invitó a salir a un parque vecino para hablar libremente. Todo el mundo se sentía vigilado.
Relaciones amargas
Las relaciones entre Colombia y Chile fueron muy tensas tras el golpe militar en Santiago. La embajada colombiana había sido objeto de la hostilidad del régimen de Pinochet por asilar a dos centenares de perseguidos por la dictadura, entre ellos varios miembros del gobierno de la Unidad Popular, como Óscar Garretón Purcell, Carmen Lazo Carrera, Hernán del Canto Riquelme, Eduardo Labarca Goddard y Adonis Sepúlveda. También hubo asilados colombianos, entre ellos Gloria Gaitán, la hija de Jorge Eliécer Gaitán, amiga y colaboradora de Allende.
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El embajador de Colombia, Juan B. Fernández Renowitzky, libró una batalla diplomática con la dictadura de Pinochet por su negativa a otorgar los salvoconductos para que los asilados salieran del país. Además, junto con otros embajadores, logró liberar a varios detenidos que los golpistas concentraron en el Estadio Nacional, de donde muchos no salieron con vida.
La confrontación por los asilados deterioró las relaciones bilaterales, a tal punto que la Cancillería colombiana no aceptó al general Jorge Aranda, nombrado por Pinochet embajador en Colombia, y llamó a consultas al embajador Fernández en señal de rechazo a la actitud chilena.
Episodio kafkiano
A la luz de los horrores que vivieron los chilenos tras el golpe militar y la inmensa cantidad de atropellos que sufrieron miles de ellos por no simpatizar con la dictadura de Pinochet, el incidente en el que me vi envuelto fue un hecho menor, pero su recuerdo cobra relevancia en el momento histórico que Chile vive hoy.
No habían pasado tres días desde mi llegada a Santiago cuando ocurrió el episodio. Me encontraba en un restaurante cercano al hotel Carrera, donde me había hospedado, esperando a un compañero de trabajo con quien iba a almorzar. Vi entrar a varios hombres que se dirigieron a mi mesa y la rodearon. Instintivamente me puse de pie, me abrí paso entre ellos y salí a la calle, donde pedí ayuda a un carabinero, como se llaman los uniformados que hacen las veces de la Policía en Chile. Lo que siguió me recordó las tribulaciones de Josef K, el protagonista de El proceso, de Kafka, que es arrestado sin saber por qué y debe defenderse de algo que desconoce.
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El carabinero me condujo al hotel y me encomendó al jefe de seguridad, quien me llevó a un local en el sótano, donde me pidió esperar mientras informaba a su jefe. Este apareció más tarde y me dijo que para preservar mi seguridad sería trasladado a otro lugar. Sin recibir las explicaciones que pedía sobre lo que estaba pasando, fui llevado a un edificio, que identifiqué como un hospital, y fui recluido en una habitación con un guardia armado en la puerta.
Deportado sin causa
Al llegar a mi nuevo lugar de detención comprendí que mi habitación del hotel había sido allanada, pues allí estaba mi equipaje. Al abrir mi maleta descubrí que había sido despojada de los recortes de prensa y los libros y revistas que había guardado en esos días.
En la nueva habitación fui interrogado durante varias horas por agentes del gobierno sobre mis actividades en Santiago. De nada sirvió enseñarles mis credenciales y darles detalles sobre la tarea que cumplía en el BID. En mi mente se grabó la imagen de uno de los agentes, que tenía un ojo de vidrio, como el célebre revolucionario mexicano Porfirio Cadena. Él me miraba con ese ojo mientras me interrogaba y me repetía que el gobierno chileno me estaba protegiendo de un peligro que nunca identificó. También me decía que esa protección se extendía a mi esposa y mis hijos, que me esperaban en Washington.
El inexplicable encierro se prolongó por un día con su noche en aquella habitación, donde solo había una cama, que apenas utilicé para sentarme, siempre vigilado por el guardia armado en la puerta. A la mañana siguiente fui conducido al aeropuerto y despachado en un avión con destino a Bogotá, a pesar de que mi vuelo de ida y vuelta se había originado en Washington. Ni mi familia ni mis superiores en el BID fueron informados por la dictadura chilena sobre los motivos de mi detención en Santiago y mi deportación a Colombia, que nunca me fueron revelados y siguen siendo un misterio para mí.
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De la noche a la aurora
Nunca di mucha importancia a esta historia, que se desdibuja frente al terror y la muerte que campearon en Chile durante el régimen de Pinochet. Fue algo insignificante frente a los miles de perseguidos, torturados y atrapados por la Parca vestida de carabinero o agente secreto en esa noche oscura de la historia chilena.
Hoy este relato sirve para resaltar el cambio experimentado por la patria de O’Higgins, destacada ahora como una de las democracias más vibrantes del continente. El pueblo chileno decretó el fin de la Constitución de Pinochet y elegirá este mes a un presidente que gobernará de conformidad con una nueva Carta Magna.
Pasó el tiempo de los dictadores militares en el cono sur de América, pero el lobo del autoritarismo asoma sus orejas de vez en cuando. No faltan quienes añoran lo que eufemísticamente llaman “un gobierno fuerte”. La fragilidad de la memoria colectiva hace necesario advertir sobre este peligro y, en el caso chileno, repasar la historia para apreciar lo que va de las mazmorras de Pinochet a la aurora democrática que hoy alumbra a ese país.
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