Difícilmente los colombianos olvidaremos el desprecio y la ira con que el presidente Rafael Correa miró a un Uribe almibarado y calculador que le presentaba disculpas en la reunión de presidentes de Santo Domingo por el bombardeo en Ecuador a Raúl Reyes. Correa es un hombre emocional que se sale del forro con facilidad, pero no sin razón. Le sucedió el pasado 30 de septiembre cuando en el Regimiento Número 1 de Policía de Quito quiso discutir con los uniformados la entonces recién aprobada Ley de Servicio Civil.
La Policía se había amotinado y se negaba a salir del cuartel en señal de protesta contra la nueva norma que consideraba contraria a sus conquistas laborales. Podían disparar y dispararon. Gases lacrimógenos, es cierto, lo que no atenúa el peligro ni la alevosía. Una bomba pasó a 50 centímetros de la cabeza de Correa. Un bastonazo en la rodilla recién operada del mandatario configuró una agresión física sin precedentes, mientras era rodeado.
La situación no era fácil. Había policías enmascarados y arrebatados que gritaban abajos y mueras. Al mismo tiempo, Javier Ponce, ministro de Defensa, enfrentaba a los altos mandos en La Recoleta: las Fuerzas Armadas protestaban con la misma intensidad, pero sin violencia física, contra la ley aprobada la noche anterior por la Asamblea Nacional. En esos momentos ya los aeropuertos de Quito y Lacatunga estaban tomados por la Fuerza Aérea del Ecuador y el Puente Nacional sobre el río Guayas en Guayaquil por el Ejército. No se trataba de una mera solicitud laboral.
Correa, herido tanto en su majestad como en su rodilla, trató de protegerse en el hospital de la policía, que está a pocos metros del lugar donde había sido agredido. Lo llevaron sus escoltas en guando, pero la Policía no permitió la entrada de sus guardaespaldas. Correa, como Nariño, gritó desde un balcón: Si queréis mi cabeza, aquí la tenéis, y cayó de bruces. Los médicos estabilizaron al Presidente y los mandos militares lo retuvieron. De hecho, el motín era el santo y seña de un golpe de Estado clásico: vías controladas, presidente preso. Sólo faltaba la gente en las plazas apoyando a los golpistas para que los militares declararan turbado el orden público y sacaran los tanques a las calles. No sucedió. La derecha declaró que el motín fue provocado por el presidente al desabrocharse —corbata al aire— la camisa.
¿Qué detuvo el operativo militar y político en marcha? Paradójicamente, la división generalizada: la ciudadanía estaba —y está— dividida, y las fuerzas militares y de policía también. El gobierno de Correa ha pisado — ¡y de qué manera!— muchos callos en su empeño por transformar un país con un alto ritmo de desarrollo económico constreñido por una institucionalidad arcaica, estamental y patrimonial.
Es la contradicción que ha mantenido en vilo las últimas administraciones nacionales: Abdalá Bucaram, Fabián Alarcón, Rosalía Arteaga, Jamil Mahuad, Lucio Gutiérrez, Gustavo Noboa, Alfredo Palacio. En una década (1996-2007), Ecuador tuvo siete mandatarios. Los maestros, los indígenas y los campesinos, los empleados oficiales y los profesionales, los hacendados y los petroleros, todos han gozado de privilegios especiales, verdaderas gabelas que ante todo gravan el presupuesto nacional.
El más cerrado y mimado estamento ha sido el militar y actúa como gremio. Como sindicato armado que sabe tolerar y usar a su favor los retozos democráticos, pero que en última instancia toma las decisiones. En el caso del 30 de septiembre, lo que decidió fue defender sus prebendas.
Los empleados públicos —y los militares lo son— han sido siempre mal pagados, pero astutamente los gobiernos compensan esta condición con unas generosas escalas de merecimiento por tiempo de servicio, eficacia, traslados, hechos heroicos, fidelidad burocrática, que se traducen todos en plata. Es decir, los gobiernos compran lealtades.
Correa goza de un enorme respaldo popular. No hay duda. Motivo por el cual decidió meterle la mano a este tipo de tradición institucional para hacerla más racional, moderna, uniforme. Optó por subir los salarios y disminuir las prebendas. Los uniformados hicieron cuentas: las condecoraciones y las bonificaciones sumadas eran —argumentaron— mayores que las que el Gobierno ofrecía por el aumento de los salarios de base. Así no era negocio.
Los maestros y los empleados civiles tampoco estaban de acuerdo con una ley aprobada por la Asamblea Nacional después de un largo debate y que Correa vetó y volvió a pasar modificada con sus propias y obligatorias determinaciones. El legislativo tenía que aprobar la iniciativa. Así lo impone la Constitución. Todos se sentían maltratados por Correa.
En esas aguas turbulentas decidió pescar Lucio Gutiérrez, el figurín de la oposición de derecha al gobierno. Lucio es un coronel que recibió en el año 2000 el apoyo de la entonces poderosa Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conai) para tumbar al presidente Jamil Mahuad, cuyo gobierno se debatía en una profunda crisis económica. Gutiérrez fue elegido presidente en 2003, pero cayó cuando el Ejército le quitó el apoyo y el Congreso eligió a Alfredo Palacio en 2005.
Sus vínculos con la oficialidad baja de la Policía y del Ejército son fuertes y reconocidos; cuenta también con simpatías en un sector del movimiento indígena y en el gremio de maestros. Sin duda, el ex militar y ex presidente contaba con el apoyo relativo de estos sectores que cortejó con puestos y gabelas como mandatario. Los militares arremolinados en los cuarteles, los indígenas en las carreteras y los maestros en las calles constituían la base ideal para devolverle el poder.
Lucio confiaba en que las diferencias entre los indígenas y los maestros de un lado, y Correa del otro, fueran más profundas y decisorias. No sólo no lo eran, sino que ni unos ni otros respaldaron el golpe que se preparaba.
El presidente Correa fue un rehén en manos de la Policía con la aquiescencia de las Fuerzas Armadas, que parecían esperar el punto de ebullición que las convirtiera en árbitro inevitable y urgente. Varias veces sus captores lo invitaron a salir del hospital, pero Correa, que no es propiamente un zonzo, vio en las azoteas hombres armados que podían dispararle.
Javier Ponce negociaba con los militares, mientras los aliados del Gobierno se movían para sacar el pueblo a la calle, lo que con dificultad lograron. La gente estaba asustada y los militares indecisos. El golpe no fraguaba. En el exterior, a instancias de Brasil —y de Colombia, entre otros— se reunía en Buenos Aires la Unasur y tomaba medidas para asfixiar la intentona. El tiempo corría a favor de Correa, que desde una silla de ruedas logró tomar medidas para comunicarse con la opinión pública encadenando la radio y la televisión a los medios oficiales.
El motín no prosperó y ello constituyó la más palpable amenaza contra la vida de Rafael Correa. Los policías que lo tenían preso podrían haberlo asesinado para crear un vacío de poder y desatar así una insurrección popular que exigiera la intervención militar y por este sangriento camino evitar que al fracasar el golpe, los responsables fuesen sometidos, como lo serán sin duda, a cortes marciales. Solución desesperada, pero efectiva para poner fin a una aventura con otra.
A media tarde del 30, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas “exhortó a la policía a deponer la actitud de ciertos elementos de la policía de las FF.AA., llamándolos a la cordura y al diálogo”. Casi una respetuosa sugerencia, pero el diálogo tuvo lugar y terminó al día siguiente en un acuerdo para echar atrás la Ley de Servicio Civil. Lo que Correa se negó a firmar en el hospital de la policía, el gobierno se vio obligado a firmar al día siguiente.
Con este convenio, los militares levantaron el bloqueo del aeropuerto y autorizaron el rescate de Correa. Que, como se sabe, se llevó a cabo en medio de una balacera que dejó media docena de muertos y dos centenares de heridos. Correa se salvó en la salida: el comando élite de rescate lo montó equivocadamente en el carro de una magistrada, en vez del que le tenían preparado y que resultó cribado a bala.
Una guerrita civil en miniatura. O quizá un ensayo general de golpe militar. Aunque Correa sigue teniendo a su favor la mayoría de la población, la fallida intentona muestra fisuras peligrosas en la alianza política que llevó a Correa a la Presidencia, y por las cuales Lucio Gutiérrez trató de meterse para hacer estallar el proceso democrático en que se empeña gran parte de la sociedad ecuatoriana.
Con Alberto Acosta, su amigo y aliado, presidente de la Asamblea Constituyente y redactor principal de la nueva Constitución, Correa sostiene una pendencia: el concepto, consagrado por la nueva carta del Derecho de la Naturaleza, con el cual hasta podría proscribirse la explotación petrolera y minera. Sobre idéntica base crecen con Pachakuti las diferencias en torno a la Ley del Agua; los indígenas consideran que las aguas les pertenecen por derecho propio, Correa sostiene que son un bien público.
Con empleados oficiales y maestros la discusión sobre la Ley de Servicio Civil continuará con más fuerza, ahora alegando el derecho de igualdad con los militares. Con la izquierda, la pelotera tiene un nuevo matiz, el autoritarismo y ciertos visos desarrollistas que emergen en el equipo de gobierno.
Contra sus viejos enemigos, Correa defiende la libertad de expresión que las empresas de medios de comunicación consideran libertad de prensa. Propone asimismo que el 80% de la renta petrolera sea para la Nación, en vez del 20% que antes le reconocían los carteles empresariales.
Si Correa permite que su base política se erosione, no tendrá otro remedio que tirarles la puerta de Carondelet en las narices a los golpistas, sin mirarlos siquiera.
Momentos clave de la crisis ecuatoriana
Septiembre 29: La Asamblea Nacional aprobó la Ley de Servicio Público que recortaba beneficios salariales a los funcionarios del Estado. El presidente Correa, haciendo uso de las facultades que le otorga la Constitución, eliminó algunos privilegios extra a policías y militares.
Septiembre 30: Las protestas comenzaron temprano en la mañana. Efectivos de la Fuerza Aérea bloquearon el Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre en las afueras de la capital y un amplio grupo de policías se reunieron a protestar en el Cuartel General de Quito.
Septiembre 30: Rafael Correa visitó el Cuartel General buscando un diálogo, pero fue rechazado con gases lacrimógenos y llevado al hospital de la Policía. Simpatizantes del Presidente salieron a las calles en señal de apoyo, al tiempo que se producían saqueos.
Septiembre 30: Después de casi nueve horas en el hospital, rodeado por los policías sublevados, Correa fue retirado del hospital en medio de una balacera por un comando militar. Cinco personas fallecieron a lo largo de la jornada.
Octubre 1: El general Freddy Martínez renunció a su cargo como jefe de la Policía. En su reemplazo fue nombrado el general Florencio Ruiz. En una asamblea extraordinaria en Buenos Aires, Unasur condenó unánimemente el intento de golpe de Estado.
Octubre 4: Luego de la crisis, la Ley de Servicios Públicos fue enviada al registro oficial para su inmediata publicación y entrada en vigencia. El Gobierno sostiene que los beneficios retirados a policías y militares se encuentran incluidos en un ajuste salarial anterior.