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El Islam no es sólo una religión, es una forma de vida, una cultura. Lo musulmán es, literalmente, un mundo: 1.300 millones de personas, que son mayoría en más de 57 países. Se suelen asociar con el mundo árabe porque en esta lengua está escrito su libro sagrado, el Corán, y son parte esencial de la dinámica política de Oriente Medio, donde está el 63% de las reservas petroleras del mundo.
Las recientes marchas son el producto de una provocación fácil: insultar las cosas sagradas de los musulmanes con la intención de generar una oleada de protestas que a su vez sirviera para reforzar los prejuicios existentes contra ellos. Por otro lado, la reacción musulmana tampoco escapa del simplismo: se permiten satanizar todo lo no musulmán, valiéndose de las imágenes que resultan de ese círculo de ofensas.
La reacción de ciertos sectores musulmanes no es del todo espontánea. El oportunismo en ambos lados no hubiera florecido así sin la ocupación de Afganistán e Irak por parte de tropas mayoritariamente de los Estados Unidos, y sin la extensa lista de civiles asesinados en estas guerras; sin las torturas en cárceles como Guantánamo y Abu-Grahib; sin la ocupación israelí de Palestina —donde está el tercer lugar más sagrado de los musulmanes—; sin la islamofobia europea y la incapacidad de Obama de posicionar adecuadamente a los Estados Unidos frente a las revueltas árabes. Por eso la protesta se encarnó en embajadas y banderas estadounidenses principalmente.
El problema inmediato es la caricatura del Islam: los musulmanes son tan variopintos como los católicos, por tanto toda generalización es ingenua y peligrosa, lo que no quiere decir que no se puedan identificar tendencias. La bandera del Islam ha sido levantada por radicales armados desde Chechenia hasta Malí, y también por pacifistas desde Túnez hasta Indonesia, sin que por ello pueda reducirse la hambruna de Somalia o el genocidio de Darfur a un problema religioso.
El problema de fondo es la naturaleza ‘política’ del Islam. El nivel de intromisión del Islam en lo público no es menos que el de lo cristiano en el Vaticano y lo judío en Israel. Hay una tensión entre la idea de Estado que proponen las tres religiones monoteístas: los judíos sionistas se creen destinados a crear Israel en la “tierra prometida”, la mayoría de cristianos aceptan la separación entre Estado y religión con la idea de “a Dios lo que es de Dios y a César lo que es del César”; mientras para los musulmanes no hay César sino Dios.
Los musulmanes miran a su profeta Mahoma, que no fue sólo un líder religioso, sino también militar y padre de un Estado en el que la religión era parte de la forma como se administraba la sociedad. Esta es la línea que recogen los Hermanos Musulmanes cuando dicen “el Islam es la solución” y que recuerda su otro eslogan, “el Corán es la Constitución”. La Constitución de Egipto, en su artículo 2, reconoce a la Sharia (ley islámica) como fuente de derecho.
El problema es también lo que se especula sobre qué dice el Corán: decir que Mahoma ha prometido 77 vírgenes para los musulmanes que se inmolan no es más que un mito, ridículo y dañino. El problema de los textos religiosos es la tensión entre lo que dice literalmente y lo que podría significar como metáfora. Dicha idea de 77 vírgenes es tan imaginaria como la idea de que la fruta del árbol prohibido es la manzana, fruta que no aparece en la Biblia pero que ha hecho carrera en las artes y la literatura. La misma manipulación se da entre musulmanes: alegar razones religiosas para que las mujeres conduzcan en Arabia Saudita, es creer que los carros de motor ya aparecían citados y regulados en el Corán.
El daño no es sólo contra la imagen (especialmente) de los Estados Unidos en el mundo musulmán, ni el caldo de cultivo que favorece a los salafistas y a Al-Qaeda. El daño también lo sufren las revueltas árabes porque desvía las protestas a una peligrosa arena de sobredimensionamiento de las manifestaciones religiosas, y porque la agenda de pan y libertad se reemplaza por la de ‘muerte a los incrédulos’ y ‘condena a los musulmanes’.