El sábado por la noche, el presidente Donald Trump salió en televisión nacional acompañado por su círculo más cercano: J. D. Vance, vicepresidente; Marco Rubio, secretario de Estado, y Pete Hegseth, secretario de Defensa. ¿El motivo? Confirmar los ataques certeros contra territorio iraní y sus instalaciones nucleares: “Nuestro objetivo era destruir la capacidad de enriquecimiento nuclear de Irán y frenar la amenaza nuclear que representaba el principal Estado patrocinador del terrorismo a escala mundial”.
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Terrorismo y una amenaza nuclear. Más de veintidós años después, un gobierno republicano —en tiempos distintos y bajo un liderazgo distinto— repite la fórmula para justificar una maniobra militar a gran escala en Oriente Medio.
Estas fueron las mismas palabras de George W. Bush en 2003, tres días antes de iniciada la invasión militar en Irak: “El peligro es claro: utilizando armas químicas, biológicas o, algún día, nucleares, obtenidas con la ayuda de Irak, los terroristas podrían cumplir sus ambiciones declaradas y matar a miles o cientos de miles de personas inocentes en nuestro país o en cualquier otro”.
Y aunque, por supuesto, las condiciones son muy distintas —los aviones B-2 regresaron a Estados Unidos el domingo siguiente, mientras que la ocupación de Irak se prolongó por más de ocho años—, hay un contraste importante en los procedimientos. Tanto George H. W. Bush, con la resolución 678 del Consejo de Seguridad de la ONU y la aprobación del Congreso para liberar Kuwait, como George W. Bush, que también obtuvo respaldo del Congreso y de la Cámara de Representantes antes de invadir Irak, siguieron ciertas formas institucionales. En cambio, con Trump, el unilateralismo republicano alcanzó su máxima expresión: actuó sin buscar apoyos similares ni validación multilateral.
Primero dijo que tomaría “dos semanas” para decidir si atacar Irán, pero lo hizo en cuestión de horas. La volatilidad de un presidente que no tiene nada que perder al servicio del intervencionismo estadounidense. Sin embargo, hablando en términos comunes, tanto para Bush Jr. como para Trump, la amenaza nuclear ha sido la forma más fácil de justificar ante el pueblo estadounidense las misiones en Oriente Medio.
“Una cosa es decirle a la población: ‘Tenemos que tener control geopolítico’. Primero, no van a entender. Pero si decimos: ‘Aquí hay una amenaza, aquí hay algo que nos ataca’, eso claramente moviliza más a la gente. Y eso lleva a la movilización de recursos, a la movilización de todo este sinfín de cosas que hay que tener en cuenta en estas situaciones”, afirma Alejandro Bohórquez, analista y docente de la Universidad Externado. Sin embargo, Irán realmente ha estado en el panorama desde la revolución de 1979 con la llegada del ayatolá Jomeini. Su posición estratégica, su control sobre el estrecho de Ormuz y sus fronteras con siete países lo posicionan como la puerta a Oriente Medio y Asia desde Occidente.
En su libro Decision Points, Bush Jr. admite que ordenó al Pentágono estudiar la posibilidad de atacar las instalaciones nucleares de Irán como un “último recurso” para frenar su programa. También coordinó operaciones de inteligencia como Stuxnet (2006) para sabotear los avances de la planta nuclear de Natanz. Sin embargo, según Bohórquez, Bush ya tenía demasiado entre manos.
“Ese objetivo no es que no lo tuvieran; es que, con esa sobreextensión de capacidades, Irán les quedaba grande. O sea, apenas pudieron con Afganistán e Irak, así que sobreextenderse aún más ya era ridículo”, afirma.
La consolidación
Nada de eso habría sido posible sin la volatilidad del presidente Trump. Según The Atlantic, la inteligencia de Estados Unidos tenía indicios desde 2003 de que el ayatolá Ali Jamenei había descartado la idea de un programa de armamento nuclear. El mismo presidente Masoud Pezeshkian sugirió esta semana que el enriquecimiento nuclear era netamente civil. Sin embargo, el medio estadounidense afirma que Trump desatendió los conceptos de sus servicios de inteligencia, la cual indica que los ataques del sábado solo retrasaron el trabajo de un par de meses en el programa nuclear de Irán. Según información del Pentágono, la infraestructura perjudicada el fin de semana no incluía las plantas nucleares. Sin embargo, pese a los daños superficiales, sirvió para sentar a Israel e Irán en la mesa de un alto el fuego, aunque sigue en veremos por las violaciones de las primeras horas del martes.
Rafael Piñeros, docente de la Universidad Externado de Colombia, opina que el actuar de Trump encaja en el descontento de los republicanos con lo pactado por Barack Obama con Irán en materia de enriquecimiento de uranio en 2015. Esto, según el analista, abrió la puerta a esta opción bélica que materializó Trump, quien rompió esos acuerdos en 2018 bajo su primera administración.
También es digno de resaltar el contraste operativo. Piñeros destaca cómo la volatilidad de los proxys iraníes (Hamás, Hezbolá, los hutíes) hizo mucho más práctico un golpe quirúrgico y específico. “No se ha declarado la guerra a nadie, entonces tiene una justificación jurídica para decir: ‘Yo no le estoy declarando la guerra a nadie, y por lo tanto no tengo que pedir autorización al Congreso’”, agrega.
El ataque fue milimétrico y, a pesar de que Trump propuso que Irán debería hacerse “grande de nuevo” (Make Iran Great Again, dijo en Truth Social), sugiriendo un cambio de régimen, eso no está en la mesa, al menos hasta esta publicación. ¿Puede que cambie? Sí, totalmente. Es un deseo que también ha manifestado Israel. Sin embargo, además de la consolidación, Piñeros plantea que “es una demostración de fuerza y poder; es una forma de decir que esta intervención debe ser el fin de las intenciones iraníes de tener —o siquiera pensar en tener— un armamento nuclear. Creo que fue un ataque directo y milimétrico, pensado para demostrar poder y capacidad: ni una sola baja, casi sin ser detectado”.
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