Escenas de terror y de dolor se vivieron en Río de Janeiro tras una letal operación policial contra la banda Comando Vermelho, que dejó más de 132 muertos. Los familiares lloraron contra los cuerpos de los fallecidos, que fueron puestos en el suelo y en fila para que sus allegados pudieran identificarlos. Aunque las autoridades celebraron lo sucedido y lo denominaron como un “enfrentamiento histórico contra el crimen organizado”, en palabras del gobernador Cláudio Castro, quien también lo denominó como un “éxito”, voces dentro y fuera de Brasil pidieron llevar a cabo una investigación y, además, emprender una reforma policial. Así lo dieron a conocer funcionarios de la ONU y de Human Rights Watch, que alertaron sobre la necesidad de crear una política de seguridad pensada en la defensa de la vida y no en el uso brutal de la violencia y la fuerza.
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Desde hace meses, la justicia brasileña advirtió sobre eso. De hecho, en abril, el Supremo Tribunal Federal le pidió al estado de Río de Janeiro un plan para reducir la letalidad de los operativos. Esa misma instancia fijó para el 3 de noviembre una audiencia para que Castro responda interrogantes concretos. Con ello, la máxima corte pretende saber si el gobierno estatal cumplió con las determinaciones impuestas y si el operativo se llevó a cabo de acuerdo con los protocolos de derechos humanos. Eso, precisamente, es lo que muchos han puesto en duda. De hecho, el ministro de Justicia de Brasil, Ricardo Lewandowski, cuestionó la legalidad de la operación y dijo que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva se quedó “aterrado” por el número de muertes y “sorprendido” por no haber recibido aviso previo.
César Muñoz, director de Human Rights Watch en Brasil, dijo que esto marcó un punto de inflexión para el país suramericano, pues ahora tiene que definir qué tipo de estrategia de seguridad quiere implementar: “Operativos como el de esta semana no contribuyen en lo absoluto a crear seguridad para la gente ni a desarticular los peligrosos grupos criminales. Lo que les duele a ellos es el flujo del dinero”. A su parecer, los esfuerzos deberían centrarse en el combate contra el lavado de activos y el tráfico de armas, así como en develar los vínculos de los criminales con los agentes del Estado. Eso sí tendría un impacto y mejoraría la seguridad. “Hay que plantearse un nuevo camino y no seguir haciendo lo mismo”, agregó.
Y es que esta no es la primera vez que Río de Janeiro vive algo así. El estado fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por las masacres de Acari (1990) y Nova Brasília (1994 y 1995). Además, solo en la última década, más de 5.400 jóvenes de hasta 29 años han muerto en intervenciones policiales. Muñoz cree que no ha habido lecciones aprendidas y que estas escenas se han repetido porque las investigaciones no han sido exhaustivas. Sumado a eso, advirtió que existe un incentivo para hacer operaciones que capten la atención de titulares, que, aunque aparentan mostrar que se están tomando medidas contra la delincuencia, la eficacia es absolutamente cuestionable. Lo que se necesita, según él, es el tipo de operativo que se vio hace poco contra el entramado de negocios de la economía formal que el crimen organizado utiliza para lucrarse y lavar el dinero de sus negocios ilícitos. Con ello se desmanteló una red con la que el Primeiro Comando da Capital, la mafia más poderosa de Brasil, gestionaba unas mil gasolineras y unos 40 fondos de inversión.
“Eso es lo que se necesita, pero, claro, es mucho más difícil de hacer”, advirtió: “Es más fácil decidir entrar con armas a una favela que hacer el trabajo detallado de una investigación sobre los flujos de dinero de un grupo criminal. Eso, sin embargo, es lo que al final sí tiene eficiencia”. En medio de ello, el analista político Caio Manhanelli aseguró que lo que se está viendo es una necropolítica: “El gobernador está implementando una política de matar para enseñar fuerza (...), en un país que tiene un pasado dictatorial, de represión policial y de tortura”, donde, a diferencia de Colombia, donde las imágenes de Río de Janeiro fueron comparadas con las de la Operación Orión, el gobierno estatal debe asegurar la paz interna, mientras el federal debe garantizar la soberanía de las fronteras para afuera. Si bien ambos operativos se ejecutaron en zonas con alta actividad delincuencial, el caso de Brasil solo ha mostrado la participación de fuerzas estatales y la responsabilidad de ello recae en el gobernador, pues, en el papel, es el veedor de la seguridad pública. En cambio, en la Comuna 13 de Medellín, además de la Policía y el Ejército, incursionaron fuerzas paramilitares.
Esa división de poderes entre el gobierno estatal y federal es lo que, según Muñoz, ha permitido la consolidación y el fortalecimiento de los grupos criminales en Brasil, los cuales han extendido sus alcances a varios países de Suramérica. De ahí la importancia que hay de llevar a cabo esfuerzos conjuntos para, por ejemplo, compartir información sobre el lavado de dinero, que es lo que mantiene el poder de esas organizaciones ilegales.
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