No habían transcurrido más de 24 horas entre la toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, en Washington, y el arresto en New Jersey —a unos 347 kilómetros de la capital— de Yolfran Alejandro Escobar Falcón, de 25 años, cuando se dirigía a su trabajo en una lavandería. Yolfran es un migrante venezolano que antes de llegar a Estados Unidos con su esposa y su hija vivió en Bogotá. Llegó allí en 2017, con 18 años, para trabajar en un supermercado en el occidente de la ciudad. María Alejandra Falcón, su madre, llegó a la capital colombiana con su pareja y su hija para estar más cerca de él.
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“Trabajó seis años en el mismo lugar, hasta que decidió emprender el viaje hacia Estados Unidos con su cónyuge y su hija. Siempre decía: ‘Mamá, quiero darle estabilidad a mi hija, comprarle una casa’. Como se crió en un pueblo, le gusta mucho el ganado, y decía: ‘Quiero poder comprarme unas vaquitas y que a mi hija no le falte lo que quizá no tuve de niño. Tener nuestra casa, darte mejores oportunidades a ti, mamá, y que estés bien’. Pero nunca pensó que la vida, con ese gran horizonte que él tenía, le fuera a cambiar tanto”, cuenta Falcón a El Espectador.
A pesar de la relativa estabilidad que tenía en Bogotá decidió, influido por un compañero de trabajo que emprendió el mismo trayecto, partir rumbo a Estados Unidos y sumarse a la ruta migrante que parte de Colombia hacia Panamá, la selva del Darién y Centroamérica. Cruzó siete países con su pequeña familia, perdiendo sus pertenencias y celulares, y comunicándose con María Alejandra cada vez que le era posible desde distintos lugares.
La familia migrante fue secuestrada dos veces en México: la primera en Tapachula, en el sur, cuando ingresaron de Guatemala en su ruta hacia Estados Unidos; luego, al continuar el trayecto, fueron retenidos por los carteles nuevamente antes de ser liberados a cambio de todo el dinero que tenían. Finalmente, se entregaron a la patrulla fronteriza a finales de 2023 e ingresaron formalmente a Estados Unidos.
Pasó un año entre la búsqueda de empleo y la rutina diaria hasta su detención en enero pasado. Durante ese tiempo Yolfran solicitó asilo en Estados Unidos, pero fue detenido por el ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas), que, desde el retorno de Trump al poder, fijó como meta 1.800 detenciones diarias, cifra que alcanzó en mayo. En total, en estos poco más de seis meses, Estados Unidos ha deportado más de 207.000 personas, según datos oficiales. Escobar fue trasladado a un penal en Texas y permaneció encarcelado más de dos meses antes de que, el 14 de marzo, llamara por última vez a su madre para anunciarle que lo acusaban de pertenecer al Tren de Aragua y que lo deportarían a Venezuela.
“Eso fue frustrante para mi hijo, porque nunca había estado preso. Cuando se vio en ese lugar, donde todos llevaban overol rojo como los peores criminales, me decía: ‘Mamá, por favor, yo no he hecho nada; no he matado a nadie. ¿Cómo van a decir que pertenezco al Tren de Aragua? Por favor, consígame un abogado, ayúdeme a salir de aquí’”, explica María Alejandra.
Antes del falso viaje a Venezuela procesaron a Yolfran en una audiencia exprés que María Alejandra vio por Zoom, en la que asegura que su hijo ni siquiera pudo hablar; solo se le notificó que estaba siendo objeto de deportación por pertenecer al Tren de Aragua. ¿Pero de dónde provenía la acusación? Esto responde su madre: “Una de las razones por las que lo relacionan con esa red criminal es que mi hijo tiene dos tatuajes en los brazos. En el izquierdo tiene el nombre de su hija, Naomi Susette, y en el derecho la imagen de un timón. En aquel entonces su pareja —que estaba en la Marina— decidió tatuarse un ancla, y él, un timón”.
Pero el viaje a Venezuela nunca llegó. El 14 de marzo habló por última vez con los suyos y el 15 se informó que, en un acuerdo binacional, El Salvador había recibido en su megacárcel (el CECOT) a más de 230 migrantes venezolanos acusados de los mismos cargos. De ese grupo solo 32 tenían condenas en EE. UU. y al menos 50 habían ingresado legalmente al país con visa o asilo. Sin embargo, la familia de Yolfran no supo de inmediato si él estaba entre ellos.
Lo último que supieron es que lo enviarían a Venezuela y, de hecho, María Alejandra preparaba su viaje para reencontrarse con él, hasta que llegó el fatídico día en que recibieron la prueba en un video de TikTok. Durante la semana siguiente, congresistas republicanos visitaron la cárcel para revisar las condiciones de los deportados y allí, en la celda uno del pabellón ocho, María Alejandra vio a Yolfran. “Veo el rostro de mi hijo ahí, recostado junto a uno de sus compañeros, gritando ‘¡Libertad!’. Se coloca la mano en la boca para que el sonido se propague y todo el mundo pueda escucharlo. Creo que mi hijo, tras esa reja, dio ese grito: ‘¡Libertad para Venezuela! Que mi madre y todo el mundo lo escuchen y luchen por mí’”, cuenta, entre lágrimas, reviviendo el grito de Yolfran.
Desde entonces no saben nada más de él. Gracias a organizaciones en El Salvador y Estados Unidos han presentado varios “hábeas corpus”, tanto en conjunto como de forma individual, pero solo han sido notificados del recibido y ni siquiera las organizaciones humanitarias han podido acceder a la cárcel para verificar las condiciones de estos migrantes. Incluso el Tribunal Supremo de El Salvador rechazó un pedido de Tarek William Saab, fiscal general de Venezuela, para interceder en la defensa de los migrantes. Mientras tanto, con el paquete de ley fiscal aprobado en Estados Unidos, la ofensiva migratoria recibió un megaimpulso presupuestal: casi US$170.000 millones en cuatro años, ocho veces el presupuesto total del FBI y 13 veces el de la DEA.
¿Qué futuro le espera a Yolfran tras aquel grito de libertad? María Alejandra solo tiene clara una cosa, y es el anhelo de verlo regresar: “Yo le pido a mi Dios, no me importa si viene delgado, si viene calvo o peludo. Lo que me importa es que esté vivo y sano, y que Dios me siga dando la fortaleza y la sabiduría para seguir siendo esa voz fuera de estos barrotes para seguir luchando por mi hijo”.
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