Estación Migratoria de San Vicente, Panamá, 16 de mayo de 2022. Más de mil kilómetros recorridos en bus o caminando separan a tres familias venezolanas de sus casas. Migraron de su país por supervivencia, como señalan. Están sentadas en el césped, esperando a que se desocupe una carpa para pasar la noche. En esta estación, en un solo día, están llegando diariamente entre 300 y 900 personas que quieren avanzar cuanto antes a Costa Rica y seguir hacia Estados Unidos.
La estación migratoria de San Vicente está en la provincia del Darién, en Panamá. Allí llegan, tras cruzar la peligrosa selva del Darién, miles de migrantes; tan solo en 2021 pasaron por esta frontera entre Colombia y Panamá 134.000 migrantes, de los cuales en su mayoría (62 %) fueron haitianos, 14 % cubanos, 3 % provenían de África y 2 % de Venezuela. Este año, sin embargo, la mayoría de migrantes han llegado de Venezuela. De 19.000 personas que cruzaron entre enero y abril, 6.951 provenían de Venezuela; seguido de Haití, con 2.195; en tercer lugar Cuba, con 1.579, y 1.355 provenientes de Senegal, según datos oficiales del gobierno panameño.
Para llegar a Panamá desde Colombia los migrantes tienen dos opciones: pagar US$400 para tomar un bote desde Capurganá (Colombia), hasta Carreto (Panamá) y luego cruzar la selva caminando durante dos o tres días hasta llegar a Canáan Membrillo (Panamá). La otra ruta, menos costosa pero más peligrosa, consiste en caminar desde Capurganá hasta la comunidad indígena panameña de Canáan Membrillo, trayecto que puede tardar entre siete y 10 días, y en el que se denuncian constantemente robos, agresiones y casos de violencia sexual. Hasta mayo de 2022, MSF ha realizado 100 consultas por violencia sexual en la estación de San Vicente -en 2021 se realizaron 328 consultas por violencia sexual-.
“Esa selva es un infierno”: familias venezolanas
Yuleidy Peña tiene 20 años. El 19 de abril de 2019, dice sin dificultad para recordar, dejó su casa en Venezuela y viajó a Ipiales, Colombia, buscando un trabajo para sobrevivir: “Estuve dos años trabajando en un restaurante con mi esposo y enviando plata a Venezuela. En Ipiales tuve a mi bebé, quien ya tiene un año. Lamentablemente, la situación se complicó para nosotros, porque ya no querían a los venezolanos; no nos arrendaban, no nos dejaban trabajar y por eso decidimos cruzar a Panamá y buscar llegar a Estados Unidos”.
Con el bebé de un año alzado del pecho, Yuleidy y su esposo atravesaron la selva del Darién en siete días. Irse en bote hasta Carreto no era una opción, pues necesitaban US$800 para pagar los tiquetes. Optaron, entonces, por cruzar caminando. “No imaginaba que fuera tan duro. En la selva nos quedamos sin comida y en las noches dormíamos con miedo a la orilla del río, porque había muchos animales. Ya en el día el miedo era por otras cosas. A una mujer del grupo la iban a violar unos tipos de una comunidad local, pero por fortuna el grupo con el que veníamos peleó y no lo permitió. Lo más duro para mí fue cuando mi esposo se cayó con el bebé tratando de caminar por unas rocas muy grandes. El bebé lloraba mucho, porque le dolían las costillas, y decidimos caminar sin parar para ver si alguien lo atendía, pues creíamos que las tenía rotas”.
Cuando llegaron a la comunidad panameña de Canaán Membrillo, Yuleidy tenía 39 de fiebre y su hijo no paraba de llorar. Al no tener un puesto médico cerca, fueron embarcados por el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (Senafront) en el primer bote para la estación de San Vicente. “Nos trasladaron después al hospital en Metetí y nos hicieron exámenes. Parece que por tantos golpes que me di en la selva y por no comer durante cuatro días tenía baja la hemoglobina. En el camino, después de quedarnos sin comida, solo bebíamos agua de río y si queríamos comer un coco en una comunidad, por ejemplo, tocaba hacer limpieza o pagar cinco dólares. Ahora, para seguir a Costa Rica necesitamos US$40 por persona, que no tenemos. Mientras tanto vivimos acá, con el bebé enfermo”.
Al lado de Yuleidy, en otra carpa, duerme José Méndez, venezolano de 25 años, con su esposa y su hijo de un año. Los tres llevan 19 días en la estación de San Vicente; no han logrado salir porque el bebé no ha sido registrado. “En Ecuador nos negaron la nacionalidad porque nosotros no teníamos papeles, entonces solo dieron un acta de nacido vivo, y así no nos dejan seguir hacia Costa Rica. Nos toca hacer una prueba de ADN y ver luego cómo lo registramos, pero estamos cansados, desesperados”.
José salió con su esposa, Yanleidis, de Maracay, Venezuela, a buscar trabajo en otro país. Ahora, dicen, se sienten “encerrados”, pues no pueden salir de la estación hasta que se defina la prueba y un juez la avale. “No poder trabajar, no poder tener un lugar para dormir y algo de privacidad de verdad que enloquece. Hacemos lo que podemos, pero estamos desesperados”, agregaba José.
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La travesía de la familia Betancourt
En la tercera semana de abril de 2022, Hernán Betancourt, de 27 años, y Mariana Tablante, de 21, salieron de Miranda, Venezuela, camino a Estados Unidos. La pareja había logrado ahorrar US$87 en un año para hacer este viaje. Sabían que el dinero no alcanzaba, pero, como señalaba Hernán, “ya no se podía seguir viviendo allá. Mi mamá necesitaba insulina y no tenía, nos estábamos acostando a dormir sin comer y teníamos un bebé de un año, así no se podía. Nos sentíamos ahogados, pero ahogados de verdad”.
La familia Betancourt salió de Venezuela subiéndose a mulas de carga y caminando; lo mismo en Colombia. Cuando llegaron al puerto de Necoclí, en Colombia, se dieron cuenta de que para tomar la ruta más segura por bote debían pagar US$800 que no tenían. La única opción era ir por Capurganá, caminando. Con los US$80 le pagaron a un guía, compraron pocos alimentos, leche y pañales, y emprendieron marcha.
“La selva no es fácil”, cuenta Mariana. “El primer día vimos a una mujer muerta y nos contaron que al parecer había fallecido por la picadura de una culebra. Ese mismo día, después de cuatro horas de caminar, los guías se alejaron del grupo y llegaron unos hombres armados con capucha y nos llevaron a una cueva. Ahí nos hicieron quitar toda la ropa, nos tocaron todo el cuerpo y nos robaron. A una chica joven se la querían llevar para violarla, pero ella lloró tanto y gritó tanto, que finalmente no lo hicieron. Gracias a Dios”.
Después de este robo la familia se quedó con algunos pañales, un tarro de leche en polvo y un biberón. “De comer encontramos un chocolate en el bolso y se lo dejamos a la niña. Bebíamos mucha agua de río y nos caíamos seguido, porque el suelo estaba muy mojado y fangoso. Mi esposa y mi hija dormían en la orilla del río mientras yo vigilaba que no viniera alguien a robarnos o que apareciera algún animal”, cuenta Hernán.
Cuando llegaron a la cima de una montaña, conocida como “banderas”, un grupo de cuatro personas encapuchadas los interceptó: “Ya estábamos en el tramo final… Vieron que mi esposa le estaba dando de comer al bebé y sacaron una escopeta y un machete, y nos quitaron todo, la leche del bebé, el biberón y los pañales… Nos tocó caminar dos días sin parar, con el bebé llorando por comida, cansados, con dolor de cabeza… Las bajadas y las subidas de esas montañas, con el bebé sufriendo, fueron lo más difícil de todo”.
En la estación de San Vicente la familia está haciendo trabajo social para que les permitan salir en bus, pues no tienen los US$80 que necesitan para llegar a la frontera con Costa Rica. Allí, en San Vicente, Médicos Sin Fronteras atiende un promedio de 150 pacientes cada día por dolencias en la piel, diarreas, dolores en el cuerpo, infecciones respiratorias, entre otras. En lo corrido del año, la organización ha atendido a 100 pacientes por violencia sexual y, en salud mental, se atienden en promedio a siete pacientes cada día por problemas asociados a ansiedad, depresión, estrés agudo y otras afectaciones que deja el peligroso trayecto del tapón del Darién.
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El testimonio de Alder Mali
Cuando cumplí 19 años me di cuenta de que me gustaban los hombres y las mujeres. Decidí decírselo a mi familia y a mis conocidos, pero fue la peor decisión que pude haber tomado. En Ghana, país en el que nací, está muy mal visto tener una orientación sexual diferente, porque te discriminan, te amenazan, no te dan trabajo. Pasaron dos años terribles para mí y tan pronto cumplí 21 años decidí irme para Estados Unidos, por eso estoy aquí, en el Darién.
Voy a Estados Unidos porque siento que allá puedo tener derechos y no debo verme en la obligación de tener que cambiar ni esconderme, que fue básicamente lo que hice en el último año en mi país: iba de pueblo en pueblo buscando trabajo y me discriminaban. Por eso ahorré, compré un tiquete a Brasil y luego pasé a Perú, Ecuador, Colombia y ahora Panamá, que ha sido lo peor de todo el camino…
Cruzar el Darién, incluso por la ruta corta como lo hice, es muy difícil y triste. Siento que arriesgué mi vida y no lo volvería a hacer. Tengo un buen estado físico, soy joven, pero en el camino veía a personas ancianas, bebés, incluso gente muerta, muchos ahogados… Estas son imágenes que difícilmente me quitaré de la mente. Cuando vi muertos en la orilla del río solo pensaba en correr y correr, en correr por mi vida.
En el grupo de migrantes nos hablaban mucho de robos y violaciones, eso es muy fuerte también, y sobre todo escucharlo de gente que lo ha padecido. Desde Perú no me estaba sintiendo bien porque las autoridades me trataban mal por ser “africano” y “negro”, me dejaban de último en la fila, no me dejaban quedar en hostales, todo eso me ha afectado. Las autoridades en estos países latinos creen que por ser negro debo dormir en el suelo, incluso me han dicho que mi estómago debe aguantar sin comer o que puedo comer basura.
Todo este malestar se ha agravado en la selva al ver tanta gente sufrir y al no comer ni dormir. Tuve que botar mi morral para lograr subir una montaña. ¡Era muy empinada! Cualquier peso te detenía. Veía a mujeres con niños tratando de escalar y me parecía muy fuerte. Incluso había hombres cargando a sus esposas, que estaban heridas, por lo difícil que es el camino. Debo seguir a Estados Unidos, pero no quisiera volver a pasar por esto nunca más en mi vida.
El testimonio de Lizbeth Lozada
Soy venezolana, vengo de Isla Margarita. Antes de llegar al Darién estuve en Ecuador, en donde viví un año y ahorré para tratar de llegar a Estados Unidos. Tengo 41 años y dos hijos: una mujer de 18 años y un niño de 10. El padre de ellos falleció en Ecuador… Siendo los tres, ha sido difícil sobrevivir. Volver a Venezuela es imposible, pues la economía está muy mal, el salario no alcanza para nada, y eso que antes venía bien, trabajaba en varios casinos y hoteles.
En 2020 todo se hizo insostenible. Soy epiléptica y mi hijo tiene asperger. En Venezuela dejamos de conseguir medicamentos y ya no teníamos dinero para la comida. En Ecuador al menos alcanzamos a ahorrar algo, aunque el trato hacia los venezolanos era muy malo y por bien que me fuera podía ganar US$5 diarios. Con lo poco que ahorré, la única opción para llegar a Estados Unidos era por tierra, caminando y pidiendo ayuda, así es que logramos llegar acá, al Darién, aunque no puedo decir que haya sido la mejor decisión…
Si hubiese sabido que mi vida y las de mis hijos corrían riesgo, no habría hecho esto. En la selva perdí mi dinero y todas mis pertenencias, porque un río me arrastró varios metros abajo…. Gracias a Dios estoy viva. Lo que pasó en esos cuatro días cruzando la selva es horrible. Al perder los medicamentos en el río, comencé a tener crisis de epilepsia en el camino y mi hijo entró en pánico… Todo quedó en manos de mi hija de 18 años, quien nos ayudó a seguir adelante. El guía que teníamos nos dejó perdidos y nos tocó caminar por el río a las 2 de la mañana, angustiados todos, buscando a alguna persona para retomar el camino. Tuve varias crisis nerviosas por eso.
Finalmente, después de unas horas, logramos salir y en la madrugada estábamos de nuevo en la ruta, pero perdimos los zapatos en el fango, nos tocó caminar descalzos. Caminando vimos a personas muertas y lloré mucho, me frustré mucho. A cualquier familia que quiera hacer esto le suplico que no venga… El gran problema mío es que al no tomar mi medicamento decaí mucho. En la cima de una montaña tuve seis convulsiones por estrés… Unos médicos cubanos me ayudaron y trataron de calmar a mi hij,o que también estaba en crisis.
Desde que llegué a la estación migratoria de San Vicente he tenido cinco crisis convulsivas. Por fortuna, MSF ya me dio el medicamento que necesitaba, un anticonvulsivo, lo mismo el medicamento para mi hijo, quien al principio pensó que esto del Darién era una excursión, pero que a medida que pasaban las horas en la selva se iba desesperando hasta entrar en crisis y rogar para que saliéramos de allí. Gracias a Dios ahora estamos vivos.
El testimonio de José Rendón
Vengo de ciudad Guayana, estado de Bolívar, Venezuela. De allí salí por primera vez en 2019 porque mi mamá estaba muy enferma y no teníamos para los medicamentos. Tengo un hermano de 17 años enfermo, que no camina. A ellos me los llevé para Sao Pablo, Brasil, en donde trabajé unos meses en un frigorífico de carne. En la pandemia perdí el empleo y regresé a Venezuela, en donde tampoco logré emplearme. Decidí hacer esta ruta para llegar a Estados Unidos y trabajar para mantener a mi familia.
En el Darién un guía me cobró 150 dólares para ayudarme a cruzar la selva. Íbamos tres grupos de 15 personas cada uno. El mío era el segundo y nos quedamos atrás en un momento… Cuando nos quedamos solos salieron encapuchados con armas cortas, nueve milímetros, nos quitaron todo, a mí me dejaron sin los ahorros y a los que no tenían plata los golpeaban hasta que quedaban muy mal. Más adelante, cuando nos reunimos con el primer grupo, dos mujeres nos contaron que las habían violado y robado. Que habían sido sádicos con ellas, violándolas varias veces. La verdad que no puedo dormir desde entonces. En cinco días he dormido cuatro horas, no puedo olvidar lo que vi y lo que me contaron. No puedo conciliar el sueño.
Llegué al ‘campamento del abuelo’, en Panamá, y ahí me ayudaron a tomar el bote que me trajo hasta San Vicente porque no tenía nada de dinero. Ahora estoy esperando a ver si mi familia me puede ayudar porque no tengo los 40 dólares para pagar el bus hacia Costa Rica. He estado angustiado por lo que viví porque en verdad la selva no me da miedo, pues vengo del campo y sé cómo se vive y cómo es la cosa con los animales, pero la forma en la que nos robaron y nos amedrantaron fue muy fea, incluso me amenazaron de muerte sin razón alguna.
Estoy muy preocupado por mi mamá, ella lleva días en los que no come. Sin embargo, hice bien en no traerla a esta selva; en el camino vi mujeres desahuciadas, casi muriéndose subiendo esas montañas. Ahora solo pienso en seguir, así no haya comido en cuatro días y no haya dormido. Mi mamá y mi hermano me necesitan.
* Médicos Sin Fronteras está presente en Panamá desde abril de 2021 con un proyecto de atención a población migrante, tanto en salud física como mental y salud sexual y reproductiva.
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