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El vuelo 7012 con destino a La Habana y proveniente de Bogotá aterrizó dejándose caer por unos segundos al vacío en dos tiempos hasta tocar tierra y pegar un sacudón leve. Minutos antes, desde el aire, se veían unas enormes figuras, circunferencias perfectas de verdes y marrones con una pequeña casa en cada uno de los centros.
Desde el aterrizaje y hasta tres días después mi tranquilidad estaría intacta. Luego, vendría para mí un profundo miedo mezclado con decepción, cambios en los planes, y mucho tiempo para pensar. Tan escaso en los días de la sociedad del rendimiento.
Dos padres cubanos hacen fila en migración con sus dos hijos colombianos y su hija boliviana; atrás tres adultos mayores estadounidenses me prestan un esfero para llenar los formularios de entrada al país y de repente un negro musculoso, con un dije del Barcelona colgando del cuello, me dice que me tengo que apartar de la fila. Se presentó como funcionario de migración y me quitó el pasaporte, luego se encerró en un cuarto en la esquina de la sala y salió a los 10 minutos a hacerme preguntas.
Cometo el error de decir que soy periodista y éste insistió por ahí para buscar algo. Hasta que dejó de intentar cuando le mentí al decirle que yo escribía sobre moda.
Cuba ha cambiado tantas cosas que ha terminado por conservar con radicalismo lo que significa Cuba para el mundo.

Foto: Cuando cae la noche los avisos iluminan con poca intensidad las calles del barrio El Vedado, donde se empieza a sentir una distinción de clases debido a la todavía insípida apertura económica.
David muestra sus religiosos tatuajes y después de pocas palabras me invita a entrar a su casa. Una cama con ropa desordenada y algunas imágenes colgadas en las paredes descascaradas decoran el oscuro espacio.
Y repite como un fantasma que se pierde en los recovecos profundos del viejo edificio que en este país no se mueren de hambre ni de forma violenta. Todos los cubanos dicen lo mismo.
Es un hombre solitario cuya vida transcurre en salir unos pocos metros de su casa la mayoría de días y ver a su vecino reparar un viejo chevrolet cubierto por una enorme tela pesada con los colores de la bandera de Cuba.
David se rebusca la vida y ofrece cigarrillos de marihuana a los extranjeros que, en ese azar de cruces, descuidos e ingenuidad, caen por un momento en sus palabras, porque no se atreve a pedir una moneda sin dar nada a cambio.
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El cigarrillo vale 5 cuc, una moneda que se pensó para los extranjeros y que con el tiempo los mismos cubanos adquirieron en su día a día. Un cuc equivale a un precio cercano al dólar, y al tiempo equivale a 25 pesos cubanos. Hace poco el gobierno ordenó la salida del cuc, algunos locales solo aceptarán peso cubano hasta que sea la única moneda de la isla.
Fumar marihuana equivale a 10 años de cárcel en Cuba, aunque confiesa que los clientes no le faltan en un país que se jacta de que no hay drogadicción.
En cuanto al amor, pues es tierno. Lejos de palabras más ordinarias los cubanos hablan siempre de hacer el amor, de un enamorado, de un amor o de una amistad.
Una valla enorme sugiere que el machismo no es evolucionar como ser humano y muestra la hiper reproducida imagen de la evolución de Darwin. Los hombres preguntan “¿dónde están las argentinas que pasaron por aquí?” y salen corriendo a buscarlas, les hablan a las mujeres al oído entre la multitud y si ven a una, sola por cualquier calle, insisten en llamarla con señas desde lo lejos.
Es un país de contrastes
****
En el siglo XIX, inmigrantes chinos llegaron a La Habana para trabajar en los extensos campos de caña de azúcar que sostenían la débil y dependiente economía de Cuba sobre Estados Unidos, que respetaba la débil soberanía de la isla a cambio de que ésta le comprara los productos esenciales. Luego llegaron inmigrantes, casi esclavos, africanos y haitianos que hacían el trabajo de los cubanos a mitad de precio.
Los cubanos, orgullosos por naturaleza cuando están en su país, no permitieron que los negros de otro lado les quitaran el trabajo a pesar de que ellos también eran seres humanos, los casi esclavos, muchos, fueron expulsados de la isla a un país mucho más pobre que Cuba para vivir lo que les quedaba de vida.
Camino por las calles y en el voz a voz se dice que hay festival. Los turistas y los cubanos lo promocionan y dan las indicaciones. El Callejón de Hamel es un tesoro colorido en los pálidos edificios que son casi ruinas.
Lleno de murales y música, en el callejón se vive una de las expresiones afro más interesantes que se pueden encontrar. Entonces los negros toman cerveza, beben mojitos y baila cada quien a su manera. Todos rodean a los músicos y la tela que evita el sol directo hace que el angosto callejón se vuelva un pequeño infierno donde es casi imposible caminar.
Pero todo el mundo cabe. Cabe la pareja de ancianos que todavía puede moverse, el señor al que le falta un diente y sonríe sin pena, el joven al acecho que busca alguna mujer para este caluroso fin de semana y la mujer embarazada con sus dos hermanos menores que busca esposo para ojalá el resto de su vida.
Ángela ya no puede ocultar sus siete meses de embarazo en su vestido colorido. Y pregunta que cuántos años tengo, que si tengo trabajo, que si tengo pareja, y ella confiesa que su pareja se ha esfumado, e insinúa que algo podría funcionar entre los dos. Por unos momentos ella parece soñar con una vida en Bogotá, con el frío y la lluvia y su bebé.
Foto: Los niños juegan entre los monumentos, que son bastantes en la ciudad.
No he visto sus ojos y le pido que me deje verlos. Ella con pena levanta sus gafas y me muestra su mirada como si estuviera exponiendo su cuerpo desnudo. Sus ojos desviados, su tamaño disparejo, la desnudez de su alma.
Todos los domingos Ángela va al callejón en búsqueda de un amor.
Que la acepte tal y como es.
Que la saque de la isla para tal vez nunca más regresar.
***
Mili es cocinera, tiene 33 años, es gruesa, de crespos tinturados y dos dientes de oro en la sonrisa. Jessica tiene 26, cuando puede da clases de baile, y es de piel oscura, tiene un afro negro con mechas lisas, dientes muy blancos, y una voz chillona.
Escupen por toda la calle al caminar. Dicen que así el dolor de la gastritis se les calma. Comen una pizza mientras pasa una guagua -como le dicen a los buses- y tiran la caja al suelo.
Se conocen desde hace años, no terminaron la universidad y son inseparables. Cuando el dinero escasea buscan a desprevenidos orientales a que las inviten a comer o a tomar algo a cambio de aprender algunos pasos de baile. Se hacen amigos, les prometen ser sus esposas a cambio de una vida fuera de la isla.
Ambas miran el mar azul de olas fuertes sobre la playa de Mar Azul y le confiesan al agua que su sueño es ir a Rusia, uno de los pocos países que no les pide visa para entrar.
Todo parece estar tranquilo.
Pero hay un rasguño en mi maleta que antes no estaba y mi billetera no aparece. Trato de creer que es mentira y en un relámpago mental imagino qué haré con mi vida el resto de días. Hago un repaso de lo que he perdido, respiro y continúo con el siguiente paso.
Buscamos por todas partes y no está. El dinero se ha ido y con él mi cédula y varios de mis papeles. No está, definitivamente no está.
Mili recorre la playa buscando con desesperación el dinero, pero no está. Mi pasaporte sigue conmigo, unos pocos euros también.
“Te lo dije”, me dice. “Yo te dije, vas a terminar en mi casa”.
Es verdad, lo sugirió varias veces pero no podía cambiar la comodidad de un barrio como El Vedado a algo que no conociera. Ahora no tenía opción.
Montado en el platón de una camioneta voy con mi maleta viendo el camino. La Habana se ha quedado atrás, los pocos edificios altos con sus turistas de todo el mundo se han quedado atrás y nos bajamos en Boyeros, un pueblito cercano al aeropuerto José Martí. La Cuba turística ya no está ante mis ojos.
Drásticamente la ducha caliente se ha convertido en una olla que le llaman reina y donde se calienta el agua para bañarnos y también se cocina. La amplia cama se redujo a un viejo colchón para tres personas y la distancia ha cambiado de unos pocos metros a una o dos horas en guagua hasta la ciudad.
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Es prohibido que un extranjero se quede en la casa de alguien que no está autorizado por el Estado para alojar personas. No hablo en Boyeros a menos de que sea necesario. La casa comienza con una larga escalera donde hay dos figuras extrañas. Son dos tótems de madera sobre un plato de barro que les pertenecen a Mili y a Jessica. Una le escupe ron blanco y la otra le echa el espeso humo del tabaco de vez en cuando.
Una habitación para la cama, el pequeño comedor que da al balcón, otra habitación llena de ropa sucia y una virgen con monedas y tabacos quemados a su lado, la cocina y enseguida el baño. En la casa de al lado se escuchan cantos y la familia vestida de blanco hace un ritual extraño. Mili me pide que no me haga el curioso.
La brujería se respira en La Habana. En animales muertos, en flores sobre una piedra en un parque solitario de robles gruesos, en cuatro hombres que hacen un hueco en la playa y fogatas que acaban de morir en edificios que nunca se terminaron.
Doce de la noche en La Habana, Cuba, como dice la canción. Una bolsa blanca —les dicen javitas—, y cerrada con un fuerte nudo se mueve de manera extraña. El fuerte viento no es capaz de hacer volar aquel plástico débil para convertirlo en más basura pasajera, algo así como las bolas de heno en el desierto. Entonces un negro me dice "brujería pura, hermano". ¿Brujería?, Le respondo. La bolsa se sigue moviendo de manera extraña y veo dos orejas. Reconozco esas orejas. Mi indignación llega al punto de que me apresuro a liberarlo y Mili me dice imperativamente con tono de regaño: “no cojas eso”. Me quedó congelado porque su voz me hace creer que la brujería existe. El negro guarda su celular, abre la bolsa y se asoma un gato. Brujería pura, pienso.
***
No les importa, ni a Mili ni a Jessica, aparecer frente a mí con los senos descubiertos. Me hablan como si estuvieran vestidas, como si fuéramos hermanos y nos conociéramos de toda la vida. Caminan por la casa en su desnudez parcial y cuando el frío entra se tapan con los brazos los pezones duros y buscan cualquier prenda que quede limpia.
Luego de tres días el ritual para llegar al centro de la ciudad se repite. Una moneda de peso cubano cuando pase la guagua naranja y vieja. Diez pesos para un perro caliente y otros diez si hay gaseosa.
Por la Habana hay ropa tendida en las ventanas y balcones y me dicen que hay una canción que dice "las sábanas blancas que cuelgan por tus ventanas" y de repente me da una rabia estúpida por pensar que me hubiera gustado escribir ese verso primero. Pero fui el último en llegar a La Habana. Ya se murió Fidel, y esta ciudad lo mantiene tan vivo que su alma se manifiesta en banderitas que en realidad es ropa que ondea con el viento, al viento le dicen frialdad, y pienso que esta ciudad tiene su alma intacta y que no me he perdido de nada a pesar de que Fidel ya se haya muerto.

Foto: El Callejón de Hamel es una fiesta de fin de semana que recopila lo mejor de la cultura afro cubana.
El mercado no es un lugar sino más bien un momento. Un anciano que pasa en una caja con ruedas donde vende lo que se encuentra en camiones que descargan a la media noche. Éste vende plátanos, el otro boniato, otro lanza desde su bicicleta el periódico Granma enrollado con precisión a las casas. Una mujer vende fríjoles, la otra lleva bolsas enormes con pollos y le gente le pregunta que en cuál casa están vendiendo pollo. Cada uno tiene su propio canto al producto.
De vez en cuando se aparecen, entre los callejones de edificios que están a punto de caer, tiendas con alguna especialidad. Algunas con pizzas a diez pesos, otros con jugo de naranja a 3. Me aseguro de que haya una carta para que no me cobren de más ante mi evidente acento bogotano en medio de solo clientes cubanos. Nunca hay cubiertos, los cubanos rasgan el cartón y de forma recursiva inventan una cuchara para el arroz o el famoso helado Copelia.
El internet vale 1 cuc la hora y para conectarse hay que ir a parques o plazas. La conexión es lenta y hay que aprovechar para descargar entretenimiento para los tiempos muertos: algún juego, música o libros.
***
El Noticiero Estelar de Cubavisión, que presenta un señor de mal gusto al vestir y grueso bigote, le dedica siete minutos al seguimiento de un curioso caso: Yoel y Panter hablan frente a la cámara y aceptan que son ellos quienes se ven en las imágenes borrosas de las cámaras de vigilancia mientras riegan sangre de cerdo a las estatuas de Martí en Boyeros y Universidad de la Habana. Ni la bioeléctrica nueva de Cuba, ni el juicio a Trump, ni las protestas en Colombia tienen el mismo despliegue.
El cerebro dicen que es una tal Ana Olema, una cubana en Florida que les paga por estos "actos terroristas". A la mañana siguiente, una cubana a mi lado, con mucho miedo, me dice "hacía falta que alguien le faltara el respeto a Martí".
Manuel Serrano es profesor de Historia en la Universidad de la Habana y dice que es una infamia contra el pueblo cubano. Que Martí no solamente luchó por la liberación de la isla sino que su vasta literatura llega a los niños y hasta a los académicos más interesados en su obra. Y se queja. Que la juventud se ha visto expuesta a una apertura extraña, los adolescentes que aman vestir de adidas o puma; que hacen trueques o le piden al familiar que todo cubano tiene en Estados Unidos que si les envían unos audífonos o parlantes.
Los jóvenes aman bailar reguetón, por el son cubano responden que “estamos cansados de escuchar eso”, y tienen razón, el son cubano es la reproducción de un cliché, la música que suena en las plazas llenas de europeos, gringos y asiáticos y en los hoteles donde estos duermen. Con pocos pesos logro negociar un cd con reguetón hecho en Cuba más un cigarrillo criollo por 3 cuc.
Con lo que hay, La Habana a logrado consolidar una escena rica de artistas que llegan a nuevos oídos por cd quemados, usb con cientos de canciones o entre los celulares gracias a una aplicación de dudosa reputación que permite pasar archivos sin internet y cuyo logo es el guasón. No hay joven en Cuba que no pase archivos por ahí.
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Cambié, en un mercadillo de souvenirs, mis audífonos por 10 cuc, dos tarjetas de memoria por 16 y una camiseta por otros 6. Con 6 cuc compré algo de comida y guardo en silencio los otros 26 para moverme por la ciudad. Entro al Hotel Habana Libre y robo un poco de papel higiénico que se ha agotado en la casa.
Atravesamos la bahía de La Habana y el sol cae sobre “la lanchita” que lleva turistas y a cubanos que viven del otro lado. La lanchita, así le dicen, es en realidad un gran planchón cubierto que puede transportar a su lento ritmo a unas 50 personas. Anclamos y subo con prisa por un camino que es solo para carros. Máquinas, le dicen los cubanos, a esos Chevrolet viejos de colores pomposos, que andan a ronquidos pero con aceleración intacta.
Me detengo a ver La Habana y siento que estoy en el cielo. Lástima que el sol está a contraluz para la foto, me digo. Veo por el visor lo que acabo de obturar y siento que así tal cual debería verse esta ciudad: a contraluz.
Fotos: Santiago Ramírez Baquero
* Periodista y fotógrafo