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Un carnaval verdaderamente callejero

En Recife, la capital del estado de Pernambuco y en la vecina Olinda, millones de personas participaron en la fiesta. Los guías turísticos no dudan en calificar al de Recife como un carnaval “más tradicional” que el de Río.

Henry Mance / Recife, Brasil

20 de febrero de 2010 - 04:00 p. m.
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Alguien se atreve a hablar mal del Carnaval de Río de Janeiro, cuyo arte multimillonario normalmente lo pone encima de cualquier crítica? Parece que sí. En el estado de Pernambuco, en el nordeste seco de Brasil, no se acepta que Río lo sepa todo. El carnaval carioca está bien, dicen los habitantes de la región, pero es un espectáculo que sólo puedes observar. Si quieres realmente participar, Pernambuco ofrece un escenario más adecuado.

Allí el carnaval se concreta en las ciudades vecinas de Recife y Olinda. La primera, una metrópolis de un millón y medio de habitantes; la segunda, “una ciudad de iglesias” designada como Patrimonio de la Humanidad. La gente local argumenta vivir el mejor carnaval de Brasil.

Este año los festejos comenzaron en serio el sábado 13 de febrero con el Galo da Madrugada, una fiesta callejera que reunió una multitud equivalente a la población de Recife. Hasta el martes se celebró con conciertos, desfiles y muñecas gigantes, todo regado —como es de esperar— con cerveza y cachaza. La famosa samba fue simplemente uno de los ritmos presentes, junto con forró, frevo, maracatu, entre otros.

Los guías turísticos no dudan en calificarlo como un carnaval “más tradicional” que el de Río. Su descripción tiene algo de verdad. Muchos asistentes todavía llevan ropa de chita, un tejido barato introducido por los portugueses y luego apropiado por esclavos africanos. El sonido del maracatu, que llegó a Brasil en el siglo XVII, acerca a todos a la música que existía en las primeras versiones del carnaval.

Pero no todo es tradición. Con sus subibajas, las bateristas de maracatu recuerdan a los DJ de la música electrónica de hoy, logrando cautivar el público. Este público lleva toda gama de disfraces más allá de la chita: se visten no sólo de Lula y Ronaldinho, sino de payasos, pitufos y parodian personajes de películas recientes.

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Con respecto a la tradición, hay también una ironía con la celebración del carnaval, que nació entre los esclavos trabajando en las haciendas azucareras, en Olinda, donde vivían los dueños de esa industria que tanto explotaban a los esclavos.

Si algo distingue las festividades de Recife y Olinda no es propiamente la tradición, sino la apertura, la informalidad, la falta de pretensiones. En Río, las protagonistas son las escuelas de samba. En Recife y Olinda son los mismos juerguistas, os foliões. El carnaval fluye por las calles. Los grupos de música y baile desfilan, sin que nadie se encargue de abrirles paso. Tienen que luchar para dar cada paso, pero el ambiente es pacífico. Los locales, quienes reciben vacaciones sin pago durante la semana del carnaval, se niegan a empujar, a pelear, a pedir dinero por las fotos.

Claro está que la extasía del público tiene su dimensión sexual. Solteros desconocidos se besan tan pronto como se saludan, mientras sus amigos adolescentes gritan “beija!”. Aquí se alcanza a ver el origen de los famosos bebés del carnaval, que nacen nueve meses después de la celebración, y un motor de la difusión del sida en el país.

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Otra realidad brasileña se hace también visible. Mientras la mayoría se goza, un ejército de recicladores —formado de niños hasta ancianos— recogen las latas. No todos tienen el privilegio de rumbear.

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Pero la impresión primordial que dejan los eventos no es de desigualdad social, sino todo lo contrario: convivencia y solidaridad. Es la evidencia de que el carnaval ni se limita al Río ni necesariamente se expresa mejor allí.

Por Henry Mance / Recife, Brasil

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