Lunes 19 julio 10 de 2022
6:00 am. Bogotá. Aeropuerto El Dorado, vuelo Avianca 9087 con destino a la ciudad de Cúcuta. A tiempo. Las voces con acento venezolano se escuchan copiosamente. Sobran muy pocos asientos. Viajo con mi esposa Irene, venezolana. Irene sigue enamorada de su país. A pesar de todo y de todos. En el avión, donde antes había pantallas de entretenimiento ahora hay anuncios que indican el cambio a una aerolínea de bajo costo. Los asientos, cada vez más delgados, no se pueden reclinar. Pienso que falta poco para que terminemos todos volando de pie y para que Avianca se pierda entre el bosque de aerolíneas intrascendentes. Da pesar.
7:10 am. Cúcuta. Aeropuerto Internacional Camilo Daza. Pequeño para lo de internacional, sencillo y limpio. Un taxi nos lleva hasta la frontera. La ciudad reverdece y el tráfico fluye. Cúcuta florece en medio de las dificultades. Es ahora una ciudad de la que los cucuteños están orgullosos. Vibra positivamente. Aquí hay una ONG cada cien metros y no es para menos. Las tragedia venezolana pasa indefectiblemente por Cúcuta. El taxista, un hombre joven y corpulento, nos cuenta con amabilidad que van a abrir la frontera, pero que siempre ha estado abierta. Los “pimpineros” y sus pimpinas ya no están. Intenta dejarnos en el puente, justo a la entrada de Migración Colombia. Al apearnos del taxi, el caos y el desorden asoman entre barullos de transportistas que ofrecen sus servicios.
9:30 am. Puente Simón Bolívar. Frontera entre Colombia y Venezuela. Oficina de Migración Colombia. Hay aire acondicionado y asientos que aún pueden usarse. Los funcionarios afables y serviciales nos estampan los pasaportes con el sello de salida del país. Volvemos al puente, no hay tráfico vehicular. Aún no está permitido. En el medio del puente hay cambistas con fajos de dólares y pesos colombianos sentados en sillas Rimax ennegrecidas que funcionan como improvisadas oficinas. Hay varios puestos de comida y café.
9:35 am. Terminamos de cruzar el puente. Ya estamos en la República Bolivariana y Desteñida de Venezuela. Irene se da cuenta de que no tenemos el sello de entrada a Venezuela. Nos devolvemos para buscar la oficina de inmigración venezolana que funciona en algún lugar del puente. La encontramos. Es una ventanilla al aire libre. Los funcionarios atienden detrás de vidrios oscuros. El sistema del SAIME está caído. Alguien en la fila advierte que hay que ir a sacarle una fotocopia a los pasaportes para que el funcionario pueda sellarlos. Me quedo en la fila. El sol empieza a pegar duro. Hace calor.
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9:55 am. Irene vuelve con las fotocopias de los pasaportes. En algún lugar del puente hay una fotocopiadora atendida por una matrona que terminará electrocutada entre las extensiones que ha tendido para que la máquina funcione. Recibe de Irene el importe en pesos. Sí. Del otro lado de la frontera, decenas de kilómetros dentro de Venezuela, se recibe la moneda colombiana, y también los dólares americanos. La soberanía monetaria del régimen es un chiste. Al dolarizar la economía, la inflación cede. Ya no hay que cambiar los precios todos los días. Pesos y dólares son la moneda circulante. Los bolívares de Maduro perdieron todo su valor allí desde hace tiempo. Después de un par de preguntas, el sello de ingreso a Venezuela queda estampado en nuestros pasaportes.
10:10 am San Antonio del Táchira, Venezuela. El taxi contratado de antemano está por llegar. Irene cambia la tarjeta sim del celular para estar conectados. El Negro, un tío de Irene que vive en la vecina San Cristóbal, aparece de sorpresa en el puesto de copiloto del taxi. Vino para saludar. El taxi blanco tiene vencido el vidrio panorámico. Le cuesta trabajo remontar la carretera cuyo pavimento deteriorado no es ni remotamente parecido a la impoluta vía que alguna vez unió a ambas naciones. Vamos hacia el aeropuerto militar de Santo Domingo, a 80 km. de allí, para tomar un vuelo interno hacia Caracas.
10:11 Alcabala #1 Un policía municipal aparcado en la vía hace señas y el taxi se detiene. Nos pide los pasaportes. Pregunta cualquier cosa y nos pide abrir el maletero. Trata de algún modo de que falte algo, pero todo está en regla. Con amargura nos deja continuar.
10:18 am Alcabala #2 Un policía estatal nos obliga a detener. Abrimos las ventanas. Las mismas preguntas y la misma revisión del maletero. La misma cara larga. No aguanta y pide dinero. Se conforma con cinco mil pesos para un café.
10:30 am. Alcabala #3. Un oficial de la guardia venezolana sale del puesto militar al lado de la carretera y obliga a detener el vehículo. Paramos en la orilla de la carretera. Las preguntas son las mismas. Siente curiosidad y empieza a indagar sobre nuestro matrimonio. Luego sobre nuestras profesiones. Es una conversación obligada. Obviamente quiere dinero. Se queda sin argumentos para mantenernos allí y por fin nos permite continuar.
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11:15 am. A los 30 km de camino, entre los valles y las hermosas montañas de los andes moribundos, el motor del taxi pierde fuerza. Es el embrague. El taxista acelera con fuerza y se oye el motor revolucionar, pero no hay tracción. El vehículo se detiene y deja de remontar la carretera. El avión sale en tres horas y vamos a medio camino. Descendemos del vehículo y para fortuna otro taxi aparece en la carretera. Viene solo y en sentido contrario. Accede a llevarnos por un precio razonable en pesos. El tío de Irene se queda con el taxista solucionando el inconveniente.
11:30 am. El nuevo taxi también tiene el panorámico vencido y su interior está desvencijado. El conductor señala que tiene que poner gasolina. Se detiene en una casa campesina a la vera del camino. De la edificación sale una señora que le dice que sí que tiene combustible. Se pierde un instante y luego aparece con uno de sus hijos. Entre los dos cargan 10 botellas de Coca Cola de dos litros repletas de gasolina. Son veinte litros. El combustible entra al tanque pasando por un cedazo, un trapo rojo. El taxista paga la gasolina en pesos y continuamos el camino.
11:40 am. Alcabalas #4, 5 y 6. Entramos a un poblado. En la entrada hay un militar parado en la mitad de la vía. Lo mismo. Revisa los pasaportes y hace las consabidas preguntas. Esta vez no pide abrir el maletero. El tráfico nos obliga a continuar y el oficial se queda con los pasaportes. Paramos unos metros adelante e Irene se apea del taxi y solicita al oficial que se los devuelva. Con los pasaportes en nuestro poder continuamos el camino. Cien metros más adelante otro oficial, de la Armada, nos detiene y revisa el maletero. No hay dinero. De malas.
12:40 pm. Estamos a 30 km. del aeropuerto militar de Santo Domingo. Los paisajes verdes iluminados por el sol son de una belleza espectacular. Las quebradas que se desprenden de las montañas atraviesan la carretera obligando a disminuir la velocidad.
1:15 pm. Alcabala #7. Un grupo de indígenas enmascarados ha cruzado un árbol en la mitad de la vía. El vehículo de adelante les da un fajo de billetes y algunas golosinas y levantan la barricada. Aprovechamos para pasar sin detenernos. Estamos tarde. Debimos haber llegado al aeropuerto hace tiempo.
1:30 pm. Nos despedimos del taxista en el aeropuerto militar de Santo Domingo agradeciéndole por la ayuda prestada. Le pagamos con pesos. Si fueran dólares los habría recibido a 3.700 pesos por dólar. Muy por debajo del cambio oficial. Hay una fila y estamos tarde. Muy tarde. Si perdemos el vuelo habría que volver por donde vinimos, no hay ni medio hotel en 50 km. a la redonda.
1:34 pm. Irene se cuela por la salida del terminal y verifica que el avión aún no llega. Tenemos suerte. Hago la fila con las maletas y para entrar al aeropuerto y atravieso un receptáculo invadido por ráfagas de vapor, puesto allí supuestamente para esterilizar a los pasajeros contra el Covid. Pienso en la tajada que alguien percibe por el inútil dispositivo que todo el mundo sabe que no sirve para nada. Adentro, una militar de la Guardia revisa las maletas. El fondo le parece algo grueso y dice que tiene que llamar a su superior para revisarla. Viene un hombre enorme en uniforme y la revisa. Irene llega justo para ayudarme a cerrar las maletas. El avión de Laser Airlines está demorado.
3:40 pm. Un 727 con asientos de cuero azul oscuro nos recibe al terminar de subir las escalinatas de metal oxidado. Los asientos son cómodos y reclinables. Nos ofrecen Pepsi con hielo y no hay que pagar por ella. Los temores iniciales desaparecen.
4:10 pm. El avión aterriza sin inconvenientes en el aeropuerto internacional de Maiquetía. No hay más de dos aviones en el terminal. Está desierto. La manida y deslucida propaganda del régimen aparece despintada en grandes formatos que van apareciendo mientras caminamos para buscar las maletas.
4:45 pm. Un hermoso atardecer baña todos los verdes de una ciudad detenida en el tiempo. Caracas es una fotografía en sepia de edificios desteñidos y fachadas por pintar. No son suficientes los dedos de las manos para contar los automotores varados en las autopistas desiertas. No hay tráfico. No hay trancones. Se puede oír el aleteo de las Guacamayas que tiñen el cielo con los vívidos colores de sus alas.
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4: 50. Entramos al supermercado de Los Naranjos para aprovisionarnos. Las góndolas están abarrotadas hasta los niveles superiores. No les cabe un producto más. Hay quesos de Suiza, paté francés, diez clases diferentes de leche, abarrotes importados de todos lados y Pepsi “made in USA”. Todos los productos tienen su precio en dólares americanos. Compramos unas barras de pan, huevos, leche y algunas frutas y viandas. El vino español está muy barato. Marqués de Riscal a 14 dólares la botella. La cuenta asciende a 53 dólares. Caro, muy caro. Pagamos en efectivo. Tres billetes de veinte dólares, 250.000 pesos. La cajera no tiene vueltas. Toca encimar algo. Las monedas de dólar aún no circulan y nadie da vueltas. Bananos a 5 dólares.
- No es más caro que Carulla, afirmo.
- Sí, pero aquí el salario mínimo son 15 dólares, revira Irene.
Corolario: Nos quedamos en Caracas 6 días con sus noches. Reabrimos nuestra oficina cerca a la plaza de Altamira allí dormida durante 18 años. Comimos perros calientes en las calles de Caracas a $1,5 dólares el perro y a $2,5 dólares la Pepsi importada de USA.
Van a abrir la frontera que siempre ha estado abierta el 26 de septiembre próximo. Maduro tendrá que lidiar con los militares que rondan todo lo que pasa por las carreteras. Algunos generales van a sufrir.
Ahora sabemos por qué. Si uno compra una docena de huevos en Cúcuta para venderlos en Caracas, uno llega a esa capital sólo con dos huevitos. Hay que vender cada huevo a lo que vale la docena para hacer negocio.
Volvimos a Colombia por Maicao un semana después. Pasamos muy bien. La ciudad ya no deja esa sensación de inseguridad.
- Los malandros se fueron todos, dice algún primo.
De regreso pasamos ocho alcabalas militares y dos civiles, y en la última, un militar me bajó del taxi (conducido por un policía que para poder ejercer de taxista interfronterizo, estando de servicio, debía pagarle 50 dólares diarios a su superior), y sólo me dejo ir cuando vio que también era ciudadano español. Me sentí amenazado en mi integridad. Denigrante. Riohacha necesita dejar de ser una ciudad de paso y Maicao está más empobrecida que nunca.
En resumen: la frontera siempre ha estado abierta al servicio de la mafia policial y militar del otro lado de la frontera. Una mafia que vive del trabajo de los otros. Vamos a ver qué dicen esos generales, dueños de la frontera, que al final reciben un porcentaje de las coimas que recaudan sus subalternos de todos los que intentan circular por las autopistas venezolanas. Tremendo problema para Maduro y sus huestes. De nada sirve autorizar que pasen los camiones si al otro lado hay una fila de chacales deshonestos y hambrientos que, escondidos tras sus uniformes, chantajean a los comerciantes que pretenden circular con sus mercancías por las carreteras venezolanas. Eso tendrá que cambiar y algunos poderosos van a salir afectados.
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