Interesado en conocer personalmente a una legendaria fotógrafa mexicana famosa por rechazar para su obra la etiqueta, a menudo reductora, de realismo mágico, viajo a Kioto, donde Graciela Iturbide expone una de las más completas selecciones de sus fotografías que se hayan podido ver fuera de su país en los últimos años. (Lea más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
Al llegar al Museo de la Ciudad de Kioto me avisan que la artista está recluida en su hotel víctima, al parecer, de un fuerte resfriado. A cambio me recibe la curadora de la exposición, Elena Navarro, con quien sostenemos una conversación que a ratos parece el diálogo entre un inquisitivo chismoso y una vecina con una ventana privilegiada al alma de una mujer célebre por haber capturado en blanco y negro el México más profundo.
La muestra de Graciela Iturbide tiene lugar como parte de Kyotographie, un festival internacional dedicado a los profesionales de la cámara de todo el mundo, que va por su decimosegunda edición.
Los visitantes japoneses a la exposición se conmueven y algunos lloran, me adelanta la curadora. El museo expone la imagen más icónica en los más de cincuenta años de carrera de Graciela Iturbide.
La llamada Nuestra señora de las iguanas es una vendedora zapoteca que lleva su mercancía viva sobre la cabeza como si fuera la medusa de un algún reino prehistórico mesoamericano.
La campesina posa para su inmortal retrato con la naturalidad de quien piensa en la compra del supermercado mientras espera a que cambie la luz del semáforo.
Ante tal fusión de elementos asombrosos insertos sin fisuras en la cotidianidad, es entendible que muchos hayan querido adherirle la etiqueta de realismo mágico.
¿Qué piensa Graciela al respecto? Ella define su obra más como poética que como mágica, me dice Elena Navarro y añade que “sus imágenes no son surrealistas, y la magia que se produce es completamente personal”.
Me cuenta que la fotógrafa de 82 años es una viajera infatigable que al llegar a un nuevo paraje puede pasar varios días sin tomar ni una sola fotografía. De repente, en lo que el común de los mortales llamaríamos inspiración, alguna imagen aparece y le pide fotografiarla.
Graciela empezó a fotografiar poco después de la muerte de su hija de seis años en 1970. Obsesionada durante una larga temporada con la muerte, sus imágenes de esa época se sintetizan en la foto de un hombre con cara afilada cuyas solapas levantadas repiten el patrón de alas abiertas de una bandada de pájaros que levantan el vuelo a sus espaldas.
Según me dice la vecina con la ventana privilegiada, fue la manera de la muerte de decirle: “Graciela, ya está bien. Déjame”.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.