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Cuando un metro japonés está a punto de salir de la estación y algún viajero apresurado corre, cual superhéroe, convencido de que logrará subirse aún faltando milésimas de segundo para la partida, se oye por la megafonía de la estación una melodía alegre y evocativa que anuncia el cierre irreversible de las puertas. (Lea más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
La breve canción, conocida como “hasha-merody” (melodías de partida) suele durar siete segundos y a su aire navideño contribuye el uso, o la imitación electrónica, de marimbas y carillones.
Tiernas, infantiles o nostálgicas, las melodías ferroviarias son compuestas por músicos profesionales a los que empresas del sector asignan la tarea de vestir de ternura o nostalgia una serie de notas estructuradas para infundir urgencia y evocar con dulzura un peligro inminente.
Muchas estaciones de metro se jactan de tener tonadas inolvidables creadas por estrellas del género como Minoru Mukaya, especialista que con motivo de una investigación sobre los sonidos de Tokio me explicó la historia de su peculiar oficio.
En su oficina, situada en un rascacielos desde donde se ven en miniatura los trenes atravesando la ciudad, Mukaya me contó sus inicios como un teclista de una banda llamada Casiopea, que en la década de los años setenta era infaltable en conciertos y programas de televisión.
Su gran afición a los trenes lo llevó a fundar una empresa de simuladores, cabinas estáticas dotadas de mandos usadas para entrenar conductores.
Tras reconocer que no es el pionero del género, Mukaya me explicó el origen de las melodías ferroviarias como solución al gran número de accidentes que ocasionaban los pasajeros apresurados que se enzarzaban con las puertas del tren a punto de partir como si fuera la última oportunidad de entrar a una tierra prometida.
Las empresas ferroviarias usaban alarmas penetrantes que creaban tensión entre las multitudes a las horas punta y contribuían a acelerar la carrera de los desesperados por llegar puntuales a su escuela o su trabajo.
Por ser escuchada a diario y tener una estructura musical, con unos tonos evocativos de algún producto típico del barrio o de un acontecimiento histórico del vecindario, la canción de partida se instala en la rutina de los pasajeros.
El pasajero retrasado sabe cuántas notas quedan para el irrevocable final y su cuerpo cronometra y lo obliga a acelerar, o desistir.
Todo funciona, en parte, gracias a la educación musical que se imparte en Japón desde la infancia, a la precisión relojera de sus trenes y al sentido común de ciudadanos que saben que retrasar un solo tren es un acto de obstrucción masiva que puede dar lugar a algo que temen todos los japoneses: que los demás lo juzguen con la mirada.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.