El Santo Padre fue declarado muerto a las 0.12. El cardenal Adeyemi se situó detrás de Lomeli y empezó a leer por encima de su hombro. El nigeriano despedía siempre un fuerte olor a colonia. Lomeli podía sentir el calor de su aliento en el lado de su cuello. Su imponente presencia física le abrumaba. Le entregó el documento y se apartó, solo para que Tremblay le pusiera más papeles en la mano.
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—¿Qué es todo esto?
—Los últimos registros médicos del Santo Padre. He pedido que los trajeran. Esto es una angiografía que se realizó el mes pasado. Aquí puede ver —indicó Tremblay, alzando una radiografía hacia la luz del centro— la prueba de una obstrucción.
La imagen monocromática presentaba una maraña de tentáculos fibrosos, siniestros. Lomeli se echó atrás. Por el amor de Dios, ¿a qué venía todo esto? El Papa tenía más de ochenta años. No había nada sospechoso en su fallecimiento. ¿Qué edad se esperaba que alcanzara? Era en su alma en lo que debían concentrarse en estos momentos, no en sus arterias. Con firmeza, dijo:
—Hago públicos estos datos si quiere, pero no la fotografía. Es demasiado intrusiva. Lo degrada.
—Estoy de acuerdo —convino Bellini.
—Supongo —añadió Lomeli— que ahora nos dirá que tendrá que practicársele una autopsia.
—Bien, correrán rumores si no se le realiza una.
—Es cierto —dijo Bellini—. Antes Dios explicaba todos los misterios. Ahora las teorías de la conspiración han usurpado Su lugar. Son la herejía de nuestro tiempo.
Adeyemi había terminado de leer la cronología. Se quitó sus gafas de montura dorada y se llevó una patilla a los labios.
—¿Qué estaba haciendo el Santo Padre antes de las siete y media?
—Estaba celebrando las vísperas, eminencia —le respondió Woźniak—, aquí, en la casa de Santa Marta.
—Entonces eso es lo que deberíamos decir. Ese fue su último acto sacramental y, además, implica un estado de gracia, sobre todo puesto que no tuvo ocasión de recibir el viático.
—Bien visto —opinó Tremblay—. Lo añadiré.
—Y si retrocedemos un poco más, hasta antes de las vísperas —insistió Adeyemi—. ¿Qué estaba haciendo entonces?
—Estaba ocupado en reuniones rutinarias, según tengo entendido. —Tremblay parecía ofendido—. No conozco todos los hechos. Me he limitado a las horas más inmediatas a su muerte.
—¿Con quién mantuvo la última reunión programada?
—Creo que, en realidad, fue conmigo —estimó Tremblay—. Lo vi a las cuatro. ¿Estoy en lo cierto, Janusz? ¿Fui yo el último?
—Así es, eminencia.
—¿Y cómo estaba el Santo Padre cuando usted habló con él? ¿Mostró algún síntoma de malestar?
—No, no que yo recuerde.
—¿Y después, cuando cenó con usted, arzobispo?
Woźniak miró a Tremblay, como si necesitase su permiso para responder.
—Estaba cansado. Muy, muy cansado. No tenía apetito. Su voz sonaba áspera. Debería haberme dado cuenta… —Se interrumpió.
—No tiene nada que reprocharse. —Adeyemi le devolvió el documento a Tremblay y volvió a ponerse las gafas. Se apreciaba cierta teatralidad meticulosa en su ademán. A cada momento se le notaba preocupado por su dignidad. Un auténtico príncipe de la Iglesia—. Añadamos todas las reuniones que debía mantener. La cantidad da una idea de lo duro que trabajó, hasta el final. Demostrará que no había motivos para sospechar que estaba enfermo.
—Por otro lado —sopesó Tremblay—, si facilitamos su agenda completa, ¿no corremos el peligro de que parezca que estábamos obligando a portar una pesada carga a un enfermo?
—El papado es, de hecho, una pesada carga. La gente necesita que se lo recuerden.
Tremblay frunció el ceño y guardó silencio. Bellini miró hacia el suelo. Se había originado una tensión sutil pero indiscutible, la cual Lomeli tardó unos instantes en comprender. Recordarle a la gente que el papado supone un esfuerzo descomunal equivalía a decir que se trataba de una responsabilidad que convenía asignar a un hombre más joven, y Adeyemi, que contaba poco más de sesenta años, era casi una década más joven que los otros dos.
—¿Puedo sugerir —dijo Lomeli al fin— que modifiquemos el documento e incluyamos que el Santo Padre había celebrado las vísperas, y que dejemos el resto como está? ¿Y que, por precaución, preparemos también un segundo documento en el que figuren todas las citas que el Santo Padre tenía programadas para la jornada, y que lo reservemos por si necesitásemos utilizarlo?
Adeyemi y Tremblay intercambiaron una mirada breve y asintieron, tras lo cual Bellini dijo con laconismo:
—Gracias, Señor, por nuestro decano. Creo que sus dotes diplomáticas nos serán de gran ayuda en los días venideros.
Con el tiempo Lomeli recordaría este momento como aquel en el que dio comienzo la carrera de la sucesión.
Se sabía que los tres cardenales contaban con sus respectivos partidarios dentro del colegio electoral. Bellini, la gran esperanza intelectual de los liberales desde que Lomeli lo conocía, exrector de la Universidad Gregoriana y exarzobispo de Milán; Tremblay, quien además de servir como camarlengo era prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, un candidato, por ende, que tenía vínculos con el tercer mundo, que contaba con la ventaja de parecer estadounidense sin padecer la desventaja que suponía serlo de verdad; y Adeyemi, quien portaba en su interior a modo de llama divina la revolucionaria posibilidad, siempre fascinante para la prensa, de convertirse algún día en «el primer Papa negro».
Y poco a poco, mientras veía dar comienzo a las maniobras en la casa de Santa Marta, entendió que le correspondería a él, como decano del Colegio Cardenalicio, organizar la elección. Nunca imaginó que alguna vez tendría que asumir semejante tarea. Hacía unos años le diagnosticaron un cáncer de próstata y aunque en principio se había recuperado, siempre dio por hecho que fallecería antes que el Papa. Se consideraba a sí mismo un mero sustituto. Había intentado renunciar. Aun así, todo apuntaba a que ahora tendría que encargarse de organizar un cónclave en las circunstancias más adversas.
Cerró los ojos. «Si es Tu voluntad, oh, Señor, que yo cumpla con este cometido, rezo porque me concedas la sabiduría necesaria para llevarlo a cabo de tal modo que fortalezca a nuestra madre Iglesia.»
Ante todo, habría de ser imparcial. Abrió los ojos y dijo:
—¿Alguien ha telefoneado al cardenal Tedesco?
—No —respondió Tremblay—. ¿A Tedesco, precisamente? ¿Por qué? ¿Cree que es necesario?
—Bien, dado el cargo que ocupa en la Iglesia, sería una muestra de cortesía…
—¿Una muestra de cortesía? —exclamó Bellini—. ¿Qué ha hecho para merecer muestras de cortesía? ¡Si se puede acusar a alguien de haber matado al Santo Padre, es a él!
Lomeli sintió cierta afinidad con su angustia. De todos los que habían criticado al difunto Papa, Tedesco era quien más se ensañaba con él, hasta el punto de llevar sus ataques contra el Santo Padre y contra Bellini, a decir de algunos, hasta la antesala de un cisma. Incluso se había llegado a hablar de excomunión. No obstante, los fervientes partidarios con los que contaba entre los tradicionalistas podían convertirlo en un candidato destacado a la sucesión.
—Aun así, debería llamarlo —insistió Lomeli—. Mejor que conozca la noticia por nosotros que por algún periodista. Sabe Dios qué podría declarar a bote pronto.
Levantó el teléfono del escritorio y marcó el cero. Una operadora con la voz temblorosa por la emoción le preguntó en qué podía ayudarlo.
—Por favor, póngame con el palacio del Patriarcado de Venecia, con el número privado del cardenal Tedesco.
Temía que la llamada no fuese atendida —a fin de cuentas, eran las tres de la madrugada—, pero no había terminado de sonar el primer tono cuando el auricular fue descolgado. Se oyó una voz brusca.
—Tedesco.
Los otros cardenales hablaban discretamente entre ellos acerca de la programación del funeral. Lomeli levantó la mano para pedirles silencio y se volvió de espaldas a ellos para poder concentrarse en la llamada.
—¿Goffredo? Soy Lomeli. Lamento tener que darle la peor de las noticias. El Santo Padre acaba de fallecer. —Se produjo un largo silencio. Lomeli oyó un ruido de fondo. ¿Pasos? ¿Una puerta?—. ¿Patriarca? ¿Ha oído lo que le he dicho?
La voz de Tedesco sonó hueca en la inmensidad de su residencia oficial.
—Gracias, Lomeli. Rezaré por su alma.
Se oyó un clic. La línea quedó sin comunicación.
—¿Goffredo? —Lomeli se quitó el teléfono de la oreja y lo miró con el ceño fruncido.
—¿Bien? —preguntó Tremblay interesado.
—Ya lo sabía.
—¿Seguro? —El canadiense sacó lo que parecía ser un misal forrado en cuero negro pero que en realidad era un teléfono móvil.
—Claro que lo sabía —dedujo Bellini—. Esta casa está llena de partidarios suyos. Puede que lo supiera incluso antes que nosotros. Si no somos cautos, él mismo se encargará de hacer el anuncio oficial en la plaza de San Marcos.
—Me ha dado la impresión de que había alguien con él.
Tremblay acariciaba la pantalla del móvil rápidamente con el pulgar, repasando los datos.
—Es muy posible. Los rumores sobre la muerte del Papa empiezan a ser tendencia en las redes sociales. Tenemos que actuar rápido. ¿Puedo hacer una sugerencia?
Se produjo ahora el segundo desacuerdo de la noche, cuando Tremblay urgió a que el traslado de los restos del Papa al tanatorio se efectuase de inmediato en lugar de posponerlo hasta la mañana («No podemos permitir que las noticias nos aventajen; sería un desastre»). Propuso que el anuncio oficial se realizase cuanto antes y que a dos equipos de filmación del Centro Televisivo Vaticano, además de a tres fotógrafos «del consorcio» y a un reportero, se les concediera acceso a la plaza de Santa Marta para que grabasen el traslado del cadáver desde el edificio hasta la ambulancia. Según él, si reaccionaban rápido, las imágenes se emitirían en directo y la Iglesia captaría la atención del mundo entero. En los grandes núcleos asiáticos de la fe católica ya era por la mañana; en América del Norte y del Sur, por la tarde; solo los europeos y los africanos se despertarían con la noticia.
Adeyemi volvió a objetar. Por la dignidad del cargo, arguyó que deberían esperar a que amaneciese, y a que llegara el coche fúnebre con un ataúd apropiado que pudiera sacarse cubierto con la bandera papal.
—Al Santo Padre —replicó Bellini— le habría importado un comino la dignidad. Quería vivir como las personas más humildes de este mundo y como a los pobres humildes desearía que lo vieran en su muerte.
Lomeli se mostró de acuerdo.
—Recordemos que siempre se negó a montar en limusina. Una ambulancia es lo más parecido a un transporte público que podemos ofrecerle ahora.
Adeyemi, aun así, no cambió de opinión. Al final tuvieron que votar y perdió por tres a uno. Asimismo, se acordó que el cadáver del Papa fuese embalsamado.
—Pero debemos cerciorarnos de que se haga como es debido. —Todavía recordaba cuando desfiló junto al cuerpo del papa Pablo VI en San Pedro, en 1978; bajo el calor de agosto, la cara había adquirido una coloración gris verdosa, el mentón se le había descolgado y se percibía un inconfundible tufillo a putrefacción. Pero ni siquiera aquel bochorno macabro fue tan grave como la situación que se vivió veinte años antes, cuando los restos del papa Pío XII, que habían fermentado en el interior del ataúd, estallaron como una traca frente a la iglesia de San Juan de Letrán—. Y otra cosa —añadió—. Debemos asegurarnos también de que nadie tome fotografías del cuerpo. —También de esta degradación fue víctima el papa Pío XII, cuyo cadáver copó las portadas de las revistas de todo el planeta.
Tremblay los dejó para iniciar los preparativos con el gabinete de prensa de la Santa Sede y en menos de treinta minutos los operarios de la ambulancia —cuyos teléfonos habían sido requisados— llegaron y sacaron al Santo Padre del apartamento papal dentro de una bolsa para cadáveres de plástico blanco sujeta por medio de correas a una camilla con ruedas. Se detuvieron con esta en la segunda planta mientras los cuatro cardenales bajaban primero en el ascensor para recibir los restos en el vestíbulo y acompañarlos fuera de las instalaciones. La humildad del cuerpo en la muerte, su menudencia, el compacto y redondeado contorno fetal de los pies y la cabeza parecían declarar con solemnidad a juicio de Lomeli: «Comprando una sábana, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro». Todos los descendientes del Hijo del hombre eran iguales en el fondo, reflexionó; todos dependían de la misericordia de Dios en cuanto a la esperanza de la resurrección.
El vestíbulo y el primer tramo de las escaleras estaban bordeados por clérigos de todos los rangos. Su silencio quedó grabado de forma indeleble en la memoria de Lomeli. Cuando las puertas del ascensor se abrieron y sacaron el cuerpo en la camilla, lo único que se oyó, para su consternación, fueron los clics y los pitidos de las cámaras de los móviles, entremezclados con algún que otro sollozo. Tremblay y Adeyemi se situaron delante de la camilla y Lomeli y Bellini, detrás, con los prelados de la Cámara Apostólica dispuestos en fila al final. Cruzaron las puertas y se entregaron al frío de octubre. La llovizna había cesado. Incluso habían aparecido algunas estrellas. Pasaron entre los dos guardias suizos y se encaminaron hacia un crisol de luces multicolores: los destellos de la ambulancia que los esperaba y los de la escolta policial, que se deslizaban como haces de sol azules alrededor de la plaza abrillantada por la lluvia; el efecto estroboscópico que producían los flashes blancos de los fotógrafos; el abrumador resplandor dorado que proyectaban los focos de los equipos de televisión; y al fondo de la escena, erigida por encima de las sombras, la descomunal refulgencia de San Pedro.
Una vez que llegaron a la ambulancia, Lomeli imaginó el estado de la Iglesia universal, unos mil doscientos millones de almas, en ese instante: las multitudes harapientas apiñadas alrededor de los televisores en las chabolas de Manila y São Paulo; las masas de tokiotas y shangaianos que viajaban en metro hipnotizados por sus móviles; los aficionados a los deportes reunidos en los bares de Boston y de Nueva York, que se encontraban con que estaban interrumpiendo la emisión de los partidos que ansiaban ver.
«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»
El cuerpo se deslizó de cabeza en la parte de atrás de la ambulancia. Las puertas traseras se cerraron. Los cuatro cardenales observaron con solemnidad la partida del cortejo: dos motocicletas, un coche de policía, la ambulancia, otro coche de policía y, cerrando la marcha, más motocicletas. El convoy bordeó un tramo de la plaza y después desapareció. En cuanto se perdió de vista, las sirenas iniciaron su coro.
Para esto tanta humildad, pensó Lomeli. Para esto tanto pensar en los pobres del mundo. Bien podría haberse tratado del séquito de un dictador.
Los aullidos del cortejo se ahogaron en la noche.
Tras el cordón, los periodistas y los fotógrafos empezaron a llamar a los cardenales, como turistas que se encontraran en un zoológico y dieran voces para hacer que los animales se les acercaran.
—¡Eminencia! ¡Eminencia! ¡Aquí!
—Uno de nosotros debería decir algo —supuso Tremblay, que, sin esperar una respuesta, cruzó la plaza. Las luces parecían conferirle a su silueta un halo ígneo. Adeyemi logró contenerse durante unos segundos más y a continuación salió tras él.
Bellini dijo, entre dientes y con un profundo desprecio:
—¡Qué espectáculo!
—¿No debería unirse a ellos? —inquirió Lomeli.
—¡Por Dios, no! No pienso complacer a esa gente. Creo que prefiero retirarme a la capilla a rezar. —Sonrió con tristeza y sacudió algo en la mano, y entonces Lomeli vio que sostenía en ella el ajedrez portátil—. Vamos —lo animó—. Únase a mí. Digamos una misa juntos por nuestro amigo. —Según regresaban a la casa de Santa Marta, tomó a Lomeli del brazo y le susurró—: El Santo Padre me habló de las dificultades que usted tenía para orar. Tal vez yo pueda ayudarlo. ¿Sabe que en realidad también él albergaba sus dudas?
—¿El Papa tenía dudas acerca de Dios?
—¡No acerca de Dios! ¡En absoluto acerca de Dios! —A continuación, le reveló algo que Lomeli jamás olvidaría—. En lo que había perdido la fe era en la Iglesia.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Robert Harris es uno de los escritores ingleses más respetados. Sus libros se traducen a cuarenta idiomas. Entre sus numerosos títulos destacan los thrillers Patria, Enigma, El poder en la sombra y El índice del miedo, y las novelas históricas Pompeya y la Trilogía de Cicerón, sobre los últimos turbulentos años de la República romana, integrada por Imperium, Conspiración y Dictator. Harris nació en el Reino Unido en 1957. Graduado por la Universidad de Cambridge, ha sido reportero de la BBC, redactor jefe de la sección de política para el diario The Observer y columnista en The Sunday Times y The Daily Telegraph. En 2003 fue nombrado columnista del año en los premios de la prensa británica. Por su colaboración con el director Roman Polanski en la versión cinematográfica de El poder en la sombra, que se tituló El escritor, ganó el César y el premio del Cine Europeo al mejor guión adaptado.