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Dejar las luces prendidas durante la pandemia en Nigeria

En el Día Internacional de África un reportaje sobre el drama del nuevo coronavirus en ese continente, al que se suma la escasez de energía eléctrica. Capítulo del libro “La desigualdad pandémica. Relatos de la sociedad civil del Sur Global”, editado en Colombia por Dejusticia.

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Adebayo Okeowo * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
25 de mayo de 2021 - 04:04 p. m.
Nigeria es la economía más grande del continente africano, con un PIB de US $448 mil millones (Banco Mundial 2019), pero alberga una de las poblaciones más pobres del planeta, de 82,9 millones de personas (o el 40% de la población del país) que viven por debajo de la línea de pobreza (Oficina Nacio­nal de Estadística 2020). Aquí una campaña de vacunación contra el polio en el noroeste de ese país.
Nigeria es la economía más grande del continente africano, con un PIB de US $448 mil millones (Banco Mundial 2019), pero alberga una de las poblaciones más pobres del planeta, de 82,9 millones de personas (o el 40% de la población del país) que viven por debajo de la línea de pobreza (Oficina Nacio­nal de Estadística 2020). Aquí una campaña de vacunación contra el polio en el noroeste de ese país.
Foto: AFP - PIUS UTOMI EKPEI
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Poco después de haber comenzado a escribir esto, empezó a llover y en pocos segundos, hubo un apagón. Eso no es raro, pero nunca me deja de sorprender. En la parte de Nigeria donde vivo, cuando está a punto de llover, empezamos a prepa­rarnos para que se vaya la electricidad y no esperamos a que la restablezcan sino hasta después de que escampe y, como decimos en broma, hasta que los cables se sequen. Una de las razones para los cortes eléctricos durante las malas condiciones del tiempo en Nigeria es debido a la infraestructura an­ticuada del país; así que, para prevenir aún más daños a un sistema que ya está sobrecargado, el operador corta el servicio durante las lluvias. (Recomendamos: “El peligro de la historia única sobre África”, texto de la escritora nigeriana Chimamamanda Ngozi Adichie).

Así que ahora la silen­ciosa noche se quebranta por el sonido de las gotas que golpean en el techo y el ruido de los generadores que le dan electricidad a las casas. Así es como ocurre: cuando vuelve la corriente, mi hijo de cuatro años grita con emoción “¡Llegó la luz!”. Verlo saltar de alegría me recuerda mi propia niñez, cuando gritábamos “arriba NEPA” cuando volvía la electricidad. En ese momento, la NEPA era la Autoridad Nacional de Energía Eléctrica. Aho­ra se llama el Holding Empresarial de Electricidad de Nigeria, y el cambio de nombre ha resultado problemático porque muchos se quejan de que la empresa se toma muy en serio su nombre pues “retiene” la electricidad en lugar de distribuirla a hogares y establecimientos. ( Más: Así están cambiando las mujeres la desigualdad en Nigeria).

Cuando era niño, cada vez que volvíamos a casa mirába­mos (sosteniendo la respiración) si nuestros vecinos tenían las luces prendidas, porque eso indicaba si también íbamos a tener electricidad. Nos frustraba de inmediato cuando no veíamos el fulgor naranja en un balcón o en la reja de algún vecino. Tam­bién era un poco frustrante cuando escuchábamos el sonido de los generadores porque, además de la contaminación auditiva, eso también significaba que sólo tendríamos corriente por un par de horas porque tendríamos que apagarlos antes de dormir. Por eso es muy triste que, décadas después, no mucho ha cambiado y mi hijo todavía tiene que experimentar los efectos de una gobernanza pobre que ha existido desde mi niñez. (Le puede interesar: La mayor zona de libre comercio en el mundo funciona en África).

El problema de la electricidad es una fracción de los muchos otros problemas que han azotado a Nigeria durante tantos años. Los nigerianos se han obligado a volverse su propio gobierno, al cavar pozos y perforaciones para obtener agua, comprar gene­radores para garantizar un flujo constante de energía, contratar mano de obra para arreglar las vías, organizar vigilancia para con­trolar el crimen y así sucesivamente. Según un informe del Access to Energy Institute (2019), Nigeria tiene más de 22 millones de generadores pequeños a gasolina, cuya capacidad es ocho veces más grande que la de la red eléctrica nacional.

Contra este trasfondo, añadir una pandemia a esas cargas era lo último que necesitábamos. Pero aún así pasó y, en febrero de 2020, el Ministerio Federal de Salud confir­mó el primer caso de Covid-19: un hombre italiano que retornó al país desde Milán. Así que ahí estábamos, confronta­dos por una crisis sanitaria que había perjudicado a economías gi­gantescas, sobrepasado los mejores sistemas de atención sanitaria del mundo y prácticamente paralizado a todas las personas. Pero había una esperanza de que así como Nigeria contuvo el virus del ébola en 2014, también podríamos contener el coronavirus en muy poco tiempo. Sin embargo, la Covid-19 ha resultado ser muy diferente del ébola y ha exacerba­do los problemas existentes. (Recomendamos: Jóvenes líderes del sur global se forman en Colombia).

Pero uno de los problemas con los que nadie debería estar li­diando junto a una crisis sanitaria de esta magnitud es un sistema de electricidad intermitente. La situación de la energía en Nige­ria es tan severa que, sólo en 2019, la red nacional colapsó más de diez veces y hubo apagones a lo largo del país (Wahab 2019). Esto es tan inaudito que parece increíble pero, por desgracia, es cierto. También es cierto que antes de la Covid-19, se sabía que los hospitales hacían cirugías a la luz de antorchas y lámparas; y es cierto que algunos de los grandes hospitales públicos habían teni­do períodos extensos de apagones que han dañado su capacidad de tener una buena calidad en la atención sanitaria (Adeshokan 2020; Onyenucheya 2019).

Según Power Africa, un proyecto liderado por USAID, sólo el 45% de los nigerianos (36% de los residentes rurales y 55% de los residentes urbanos) están conectados a la red eléctrica formal (USAID 2020). La energía epiléptica es, por tanto, una preocupación mientras vivimos en la pandemia. Los hospitales y centros de salud, ahora más que nunca, requieren de un servicio constante para atender a los pacientes.

Los hogares también necesitan un servicio constante de ener­gía, especialmente ahora con las restricciones impuestas por el gobierno para controlar la propagación del virus. Pero en vez de mejorar la oferta eléctrica, el gobierno nigeriano, después de levantar el confinamiento, introdujo un aumento del 50% en las tarifas de energía, a pesar de que los ciudadanos siguen tratando de lidiar con los constreñimientos económicos inducidos por la pandemia. Y si aca­so las masas empobrecidas deciden recurrir a sus generadores de respaldo, que ya están sobrecargados, para obtener energía, el gobierno se aseguró de que el costo del combustible también se aumentara un 15% (Davies 2020).

La combinación de estos dos movimientos del gobierno durante un momento extremadamen­te difícil habla por sí sola de cuán poco este se preocupa por las dificultades de sus ciudadanos. Por ejemplo, este es el mismo go­bierno que destinó nueve mil millones de naira para renovar la Asamblea Nacional mientras el país todavía se recogía del impac­to de la Covid-19 (Erezi 2020). Si esto no cabe en la descripción de “prioridades erradas”, nada más lo hará. Ese dinero pudo haber sido mejor gastado si lo hubieran destinado a mejorar el sistema de salud, a ayudar a los pequeños negocios a sobrevivir durante la pandemia o incluso a brindar una oferta eléctrica estable para que los nigerianos no tengan que gastar la cuantiosa suma de doce mil millones de dólares al año para generar su propia corriente (Osae-Brown and Olurounbi, 2019).

Los efectos de la falta de una corriente estable son amplios, y se extienden más allá de la salud hacia el acceso a la educación. Por ejemplo, aunque algunas familias más afluentes han podido conectar a sus hijos a las clases virtuales durante los confinamien­tos de la Covid-19, los niños en áreas rurales no tienen los medios para darse ese lujo, especialmente porque sólo el 36% de las per­sonas en estas áreas están conectadas a una red eléctrica.4

Si hay algo que ha demostrado la pandemia de la Covid-19 es que los líderes no se vuelven compasivos o capaces de repente durante una crisis. La realidad es que aunque algunos países es­tán aprendiendo de la pandemia y comenzando a mejorar, otros apenas sobreviven. Es preocupante que el gobierno nigeriano no haya convertido este momento de emergencia global en una opor­tunidad para arreglar lo disfuncionales que son muchos aspectos del sistema nigeriano. Todavía nos faltan meses y quizá años para luchar contra el coronavirus, y no tenemos por qué mantener el statu quo.

Ahora, ya escampó y volvió la electricidad. El ruido de los ge­neradores le ha dado paso al silencio de la noche. Parece el mo­mento perfecto para renovar la esperanza.

* Abogado y Program Manager para África de WITNESS, una or­ganización internacional que apoya a activistas y comunidades para utilizar videos y tecnologías para la defensa de los derechos humanos. Tiene un LLM de la Universidad de Pretoria y es exper­to en Derecho Penal Internacional, Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Derechos Socioeconómicos. El libro “La desigualdad pandémica. Relatos de la sociedad civil del Sur Global” es una obra de Dejusticia y contó con Jessica Corredor Villamil y Meghan L. Morris como Editoras académicas. Traducción al español y revisión del texto: Sebastián F. Villamizar Santamaría. El libro completo puede ser descargado gratuitamente en http://www.dejusticia.org

Por Adebayo Okeowo * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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