En 1944, la corriente sionista europea estaba a punto de lograr el objetivo de fundar su propio Estado en territorio palestino. Fueron muchos los intelectuales que participaron de este planteamiento, entre ellos Hannah Arendt, quien elaboró un breve estudio acerca de la viabilidad del proyecto, posicionándose a favor de la creación del Estado de Israel, aunque con ciertas reticencias: este asentamiento no debía realizarse sin establecer las condiciones con claridad, debido al peligro de desembocar en una convivencia truncada y hostil. Advirtió, además, de que Estados Unidos podría aprovecharse de la situación para apropiarse del petróleo de la región.
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LA POLÍTICA EXTERIOR ESTADOUNIDENSE Y PALESTINA
El aplazamiento de la Wagner-Taft Resolution ha asestado un duro golpe a la causa del pueblo judío y, además, ha causado gran preocupación a todos los ciudadanos estadounidenses que apoyan la causa de la libertad y la seguridad de las naciones pequeñas. No es que nadie creyera que la adopción de una resolución pudiera resolver los graves problemas de Palestina o influir directamente en la obstinada política de la Colonial Office inglesa. Pero la aceptación de la resolución habría expresado de manera inequívoca que el Congreso estadounidense es, como órgano elegido por el pueblo, lo suficientemente fuerte como para mostrar una y otra vez el camino en cuestiones fundamentales a los expertos en política exterior, que, por su condición, dependen menos de la voluntad del pueblo que de las oportunidades y circunstancias diarias que afecten a los intereses de las políticas de poder. Es indudable que les preocupa el petróleo de Arabia Saudí y, por tanto, les resultaría inoportuna y molesta la voluntad de cinco millones de estadounidenses de ascendencia judía de ayudar a su pueblo en Europa y la simpatía activa de sus conciudadanos. Por otra parte, es indudable que corresponde al Congreso hacer valer la voluntad del pueblo estadounidense en estas cuestiones de política exterior. Armonizar a los expertos con la voluntad política del pueblo es una tarea siempre recurrente de la política exterior estadounidense. La reciente declaración de Cordell Hull, en la que prometía dar voz al Congreso en las decisiones del Departamento de Estado se halla en consonancia con la mejor tradición de la república estadounidense.
Dado que, hasta ahora, Estados Unidos no ha establecido una diplomacia profesional, se ha ahorrado ciertas experiencias que otros pueblos han tenido con los especialistas y expertos en política exterior. Con la acusación de que no son «realistas», las mejores fuerzas de los pueblos se han visto durante decenios condenadas a la inactividad y a la falta de influencia en Europa. Sin ningún tipo de control democrático, los Realpolitiker han podido colmar a sus pueblos de pruebas de su incapacidad para evaluar y juzgar realidades. Solo poco a poco se hizo evidente que la palabra de moda, Realpolitik, ocultaba una política cotidiana oportunista que, debido a su falta de principios, se exponía de forma despreocupada al flujo constante de pequeños acontecimientos cotidianos y, por tanto, seguía necesariamente un confuso camino en zigzag y, finalmente, provocaba un caos en el que no se podía apreciar resultado alguno. El verdadero motor que puso en movimiento esta maquinaria de oportunismo fue una añoranza utópica e irreal de los viejos tiempos en los que uno podía invertir su capital con seguridad y provecho en las más diversas partes del mundo, como manifestó Chamberlain con toda franqueza justo después del acuerdo de Múnich.
La resolución sobre Palestina se basaba en el principio tradicional de la política exterior estadounidense de fortalecer la causa de los débiles y oprimidos siempre que sea posible e influir en el curso de los acontecimientos en otros países del mundo en la medida de lo posible en el espíritu de la libertad y la igualdad, es decir, en el espíritu de los cimientos mismos de la república estadounidense. Esta resolución se sacrificó en aras de ciertas consideraciones oportunistas, detrás de las cuales no puede suponerse ningún principio, y menos uno antijudío.
Por supuesto, algo así siempre puede ocurrir, y si en el presente caso afecta a un pueblo que ha sufrido con especial dureza los acontecimientos de los últimos años y un tipo de gobierno con el que ningún país, y menos Estados Unidos, puede habitar la tierra, un lapsus tan ocasional no tiene por qué significar demasiado. Desgraciadamente, esta derrota del Congreso en una cuestión fundamental de la tradición humanitaria estadounidense coincide con ciertas tendencias del país que han encontrado una expresión temporal en determinadas teorías de aficionados a la política exterior que intentaron persuadir al pueblo estadounidense de que no ha habido política exterior durante sesenta años porque ha habido una política idealista que solo conocía las «grandes palabras», pero rehuía los compromisos; de que eso está lejos de la realidad y de que su tradición de libertad y su aversión a la opresión es palabrería humanitaria vacía que solo sirve para hacerles quedar mal en todos los grandes asuntos de poder del mundo, y que es preciso cambiarla hoy mejor que mañana por una verdadera defensa de intereses, por petróleo real. Este nuevo oportunismo es más utópico que cualquier ideal y, desde luego, está más alejado de la realidad que los principios humanitarios tradicionales de Estados Unidos. Mientras que el petróleo real puede verse afectado mañana, a pesar de todas las concesiones, por un segundo levantamiento en el desierto, y volverse superfluo pasado mañana por un nuevo procedimiento para obtener petróleo sintético, la tradición humanitaria de la política exterior estadounidense se basa en las realidades de la república, que no cambiarán mañana ni pasado mañana, y desde luego no lo harán de la noche a la mañana.
Una de las realidades fundamentales de la política exterior estadounidense radica en el hecho de que los habitantes de este continente no vinieron de la Luna, sino de todas las partes del mundo con las que Estados Unidos mantiene una relación de política exterior, de que en los últimos sesenta años han desembarcado en las costas del Nuevo Mundo oleada tras oleada de inmigrantes del Viejo Mundo, y de que hoy en día partes más o menos grandes de todos los pueblos europeos y de la mayoría de los pueblos no europeos disfrutan de los derechos civiles estadounidenses. La política exterior estadounidense siempre ha tenido que contar con este hecho, único en nuestra historia conocida. En consecuencia, cada cuestión de política exterior tiene aquí también un importante reflejo en la política interior. Cada vez que una de las muchas naciones madres de la población estadounidense se ha visto amenazada por la opresión, cada vez que uno de estos países ha desplegado un verdadero movimiento por la libertad, la opinión pública estadounidense se ha solidarizado con el grupo étnico afectado en su país y ha obligado al Gobierno a intervenir con mayor o menor firmeza en favor de los oprimidos. Los compromisos eran muy difíciles de asumir y debían mantenerse al mínimo precisamente porque había que tener las manos libres para las intervenciones más diversas. Y, así, lo que desde fuera parecía un sinsentido idealista sin ninguna acción real detrás, era en realidad el funcionamiento de una maquinaria democrática muy complicada en la que la voz del ciudadano común era más importante para las decisiones de política exterior que en cualquier otro Estado.
En este sistema, el Departamento de Estado tiene la función de representar los intereses de la nación estadounidense en su conjunto, haciendo el uso más preciso posible de los tremendos activos de confianza de que goza en todas las partes del mundo debido a su población mixta y a su tradición liberal. Un distanciamiento de la política exterior del pueblo y del Congreso tendría consecuencias aún más graves en este país que en los países europeos. Una desatención a la voz del Congreso se desharía de las mejores cartas de la política exterior, esa incomparable relación íntima con todas las partes del mundo. Por otro lado, haría que los grupúsculos nacionales se organizaran como grupos de presión e intentaran hacer valer intereses particulares a los que en ocasiones habría que obedecer.
Mientras los cimientos de una actitud esencialmente optimista permanecieron inquebrantables en Estados Unidos, el Congreso y el Departamento de Estado pudieron complementarse sin demasiadas fricciones. Solo el Tratado de Paz de Versalles quebrantó este feliz equilibrio, en el que los grupúsculos nacionales se sentían protegidos y apoyados sobre una base común estadounidense. El peligro es doble: el Congreso se ve amenazado por el particularismo, como en el caso de las vehementes protestas de cinco millones de polacos, a los que nada parece interesarles tanto como la frontera oriental de su patria. El Departamento de Estado, por su parte, tiende cada vez más a deshacerse de todo control y de toda injerencia que perciba como particularista y a monopolizar la política exterior a través de gabinetes europeos. Lo que con tanta facilidad induce a los observadores contemporáneos de la política exterior estadounidense a creer que hay pocas decisiones políticas tangibles tras las altisonantes palabras de la resolución del Congreso es el hecho lamentable de que, desde las grandes decepciones de la posguerra, el Departamento de Estado se ha mostrado menos inclinado que antes a seguir la voz del Congreso, y las resoluciones a favor de los pueblos oprimidos casi nunca han ido seguidas de algo más que de un educado gesto de protesta. [Esto resulta especialmente claro cuando se compara la intervención del Gobierno estadounidense a favor de los judíos hasta la Primera Guerra Mundial con su comportamiento durante la persecución de los judíos en Polonia y Alemania en los años treinta. No faltaron las manifestaciones de protesta del Congreso. La opinión pública estadounidense siempre ha comprendido muy bien que cualquier legislación discriminatoria contra los judíos de cualquier país se propone «to discredit and humiliate American Jews in the eyes of their fellow-citizens». Am. Intercession, etc. p. 251].
Es de esperar que esta falta de contacto extraordinariamente peligrosa entre el Congreso y el Departamento de Estado haya llegado a su fin con la declaración de Hull. No hay duda de que esto hará mucho más difícil el trabajo del Departamento de Estado. Pero un país cuyo mayor privilegio es construir un nuevo mundo con los desfavorecidos y los oprimidos de todo el mundo debe contar con tales dificultades. Y como en su composición demográfica reúne todos los modelos de la Tierra, es también el único país que puede realmente dirigir la política mundial sin volverse utópico o imperialista.
El factor decisivo para evaluar los procesos que condujeron al aplazamiento de la resolución sobre Palestina es la respuesta a la pregunta de si en este caso los intereses particulares, es decir, judíos, entraron realmente en conflicto con los intereses generales de la nación estadounidense en su conjunto. Esto es lo que afirman los grupos que piden la implicación activa del Gobierno estadounidense en la obtención del petróleo árabe y la construcción de un oleoducto desde el golfo Pérsico hasta Haifa y Alejandría. Si es cierto que «the strength of the opposition can be measured by the depth of Arabian oil» [citado de TIME Magazine, edición del 20 de marzo de 1944, p. 19], entonces las razones militares que esgrimió el general Marshall contra la resolución son objeciones de mucho peso, así como la presión ejercida por los Estados árabes sobre el Gobierno americano. Pero entonces también está claro que las razones militares, como la presión árabe, no solo están relacionadas con la actual situación de guerra, y que es improbable que esta situación cambie una vez instaurada la paz. Cuantos más disturbios amenacen con provocar los árabes, más soldados necesitará el Gobierno estadounidense para proteger los oleoductos y las torres de perforación petrolífera. Las concesiones a los árabes pueden reducir significativamente el coste militar de la explotación de las materias primas en Oriente Próximo.
Esta especie de cálculo está por entero en la línea de la política de la British Colonial Office y finalmente ha conducido al White Paper. Si uno la sigue, no le queda más remedio que hacer concesiones a sus enemigos y ofender a sus amigos en todas partes. En este sentido, a los judíos no les ha ido de manera diferente que a los checoslovacos. El White Paper ha sido caracterizado con razón como el producto de la política de apaciguamiento que permanecerá inseparablemente asociada al nombre de Chamberlain. Y es asombroso que hoy, tras el catastrófico desarrollo de esta política y su decisiva liquidación por el Gabinete de Churchill, la política palestina del Gobierno británico no haya cambiado y el White Paper se introduzca en la política actual como una última ruina de un tiempo pasado.
El motivo de esta obstinada perduración es muy sencillo. La política de apaciguamiento ha sido liquidada por el Foreign Office en relación con Europa. En cambio, la política de la Colonial Office ha permanecido inalterada y esta sigue determinando hoy la política inglesa en Palestina. La Colonial Office y la Colonial Administration recibieron la Declaración Balfour con abierta desconfianza; siempre consideraron que el establecimiento del Jewish National Home era un grave error y, en términos generales, siempre fueron proárabes más que projudíos (aunque, por supuesto, nunca fueron realmente antisemitas). En el Foreign Office, nunca fueron capaces de aplicar esta política para Palestina hasta los tiempos de Chamberlain, aunque se aseguraron una importante influencia allí a través de la administración palestina. Cuando Churchill protestó contra el White Paper y el Gabinete de Chamberlain (que lo adoptó), hablaba en el fondo como defensor de la vieja política del Foreign Office, con su tradicional desconfianza hacia el nacionalismo árabe antieuropeo y su tradicional confianza en el sionismo como movimiento nacional de un pueblo europeo y proinglés. Para la Colonial Office, pero no para Churchill ni para el Foreign Office, tanto los judíos como los árabes son pueblos coloniales a los que hay que aplicar los métodos de la política colonial inglesa. El White Paper es un producto neto de esta política colonial inglesa, a la que el Foreign Office se resistió con éxito hasta los días de Chamberlain. Hoy es más difícil que nunca para los ingleses oponerse a los anticuados métodos de la Colonial Office sin que parezca que quieren poner en peligro la Commonwealth británica ahora que la guerra ha amenazado todos estos territorios y ha afectado tan seriamente a todo el sistema del imperio. Si la Resolución Wagner-Taft se hubiera aprobado en el Congreso, probablemente habría sido una buena oportunidad para que el Foreign Office y Churchill se deshicieran del White Paper de una forma u otra. En lugar de ello, por desgracia, la Colonial Office de este país salió reforzada y el Foreign Office sufrió una derrota.
La importancia actual de Oriente Próximo tanto para Inglaterra como para Estados Unidos puede resumirse hoy en la palabra petróleo. La cuestión de las reservas actuales de petróleo de estos países y su eventual complementación con las reservas aún no explotadas en Irak, Irán y Arabia Saudí desempeña un papel relativamente menor. El control de las líneas aéreas del futuro dependerá no tanto de las reservas internas reales de petróleo de cada país como del número de bases petrolíferas que tengan en el mundo para poder reabastecer de petróleo a los aviones en cualquier lugar. Oriente Próximo ocupará una posición clave en el futuro sistema de rutas aéreas mundiales. La posesión de estaciones de reabastecimiento y el control de aeródromos para hacer escala desempeñarán en el mundo de mañana un papel tan decisivo como la posesión de colonias en el mundo de ayer. La cuestión que se ha planteado en el debate sobre Palestina es simplemente si se querrán utilizar los métodos coloniales de dominación de ayer para dominar esas necesidades del mañana.
Es incuestionable que la Colonial Office se está preparando para ello. En los pueblos que hoy viven en las zonas ricas en petróleo de Oriente Próximo solo ve a los posibles guardianes o las posibles amenazas que puedan encontrar las líneas petrolíferas inglesas y de la ruta hacia la India. Es posible, e incluso probable, que en poco tiempo se dé cuenta de que los judíos son más útiles que los árabes para custodiar el oleoducto y favorezca entonces a los judíos. Porque la victoria que los árabes han obtenido al presionar con éxito para que saliera adelante la resolución estadounidense sobre Palestina es mayor, y es probable que los lleve más lejos de lo que la Colonial Office británica pueda admitir. Los árabes de los diversos estados, que hasta ahora no han podido ponerse de acuerdo más que en una hostilidad común hacia el hogar nacional judío en Palestina, sin duda deben sentirse muy fortalecidos por la experiencia de que esta actitud puramente negativa es suficiente para hacer una política panárabe y lograr resultados positivos con las grandes potencias. Dado que la hostilidad hacia los judíos es la única carta que pueden jugar sin arruinar sus planes con todas las grandes potencias o sin crearse problemas entre ellos, será natural que vengan cada vez con más exigencias a este respecto. Y esto, a su vez, puede persuadir muy pronto a la Colonial Office, que no quiere liquidar a los judíos de Palestina, de que cambie su actitud antijudía. Puede que tal cambio de actitud beneficie a los judíos a corto plazo, y cabe suponer que hay ciertos círculos judíos que esperan precisamente esto. Lo cual no cambiaría en lo más mínimo lo esencial de la política de la Colonial Office.
Estados Unidos es un recién llegado a Oriente Próximo. Su gran oportunidad es que no tiene tradición colonial ni aspiraciones imperialistas, y que, por lo tanto, puede contar con la confianza y la buena voluntad de su población de un modo completamente diferente al de los ingleses. No ha sido arrastrado a este atolladero de intereses nacionales y económicos contrapuestos por big business en forma de grandes compañías petroleras, sino que se vio obligado a ello por las necesidades reales de la futura navegación aérea estadounidense. Así, por primera vez en su historia, la República Americana se ha interesado por las cuestiones coloniales a escala mundial. De ello dependerá en gran medida de qué manera y en qué grado de respeto por la igualdad y la independencia de otros pueblos se resolverán los nuevos grandes problemas que plantean inevitablemente las grandes oportunidades de desarrollo de la aviación. La adopción de los métodos coloniales sería aún más desastrosa para el bienestar de la humanidad que en el pasado. El número de pueblos coloniales aumentaría de forma alarmante. Los pueblos que no participaran en el control de las bases petrolíferas caerían sin piedad en el estatus de pueblos coloniales. No cesarían los enfrentamientos entre los grandes grupos de poder, las grandes guerras y las pequeñas rebeliones, que requerirían una constante vigilancia policial y militar en los lugares más remotos de la Tierra.
Los acontecimientos de esas semanas, la actitud ambigua de Ibn Saud, que a todas luces intenta enfrentar a estadounidenses e ingleses en beneficio de sus finanzas personales y estatales, la repentina declaración de Egipto de imponer elevados derechos de importación y exportación al petróleo estadounidense y, por último, el asombroso descubrimiento de que Palestina, y por tanto Haifa, también estaba fuera del asunto del oleoducto, ya que como territorio bajo mandato no se le permitía tener una relación contractual con ninguna potencia extranjera que no fuese Inglaterra [Conforme a la política favorable a los árabes de la Colonial Office británica, esta cláusula es la más importante de todo el sistema del mandato. Ya en mayo de 1919, lord Milner escribió a Lloyd George: «La independencia de Arabia ha sido siempre un principio fundamental de nuestra política para el Este, pero eso debe implicar que sus gobernantes solo establezcan tratados exteriores con nosotros». En David Lloyd George, The Truth about the Peace Treaties, Londres, 1938, vol. 2, p. 900], señalan con gran claridad los peligros que amenazarían la estabilidad de la política exterior estadounidense si esta siguiera el ejemplo de la Colonial Office.
Pocas semanas después de que la resolución contra el White Paper hubiera sucumbido a los intereses de un futuro oleoducto, la construcción del oleoducto ya se había vuelto totalmente cuestionable. Con lo cual ha quedado claro que los principios de la política exterior estadounidense en los que se basaba la Resolución Wagner-Taft no han sido abandonados tanto en favor de los intereses superiores de la nación en su conjunto como de los intereses muy efímeros y particulares de una política que sigue siendo totalmente incierta e inestable.
Está claro que para Estados Unidos, como recién llegado a la situación sumamente compleja de Oriente Próximo, deben resultar tentadores los métodos coloniales anticuados y solo aparentemente acreditados de su socio más antiguo en Oriente Próximo, la Colonial Office. Esto puede ocurrir tanto en forma de cooperación como de competencia. Parece que ya hemos pasado por ambos estadios, al menos hasta cierto punto, con la asombrosa rapidez que caracteriza a nuestra época. El primer estadio de cooperación condujo al aplazamiento de la Resolución Wagner-Taft. Apenas se hubo garantizado la entrada en vigor del White Paper por la ayuda estadounidense, o al menos por el silencio estadounidense, el gobernante del golfo Pérsico declaró que prefería el Gobierno británico al estadounidense y el gobernante de Alejandría hizo que todo el asunto dejara de ser rentable a causa de su política aduanera, mientras hubo que descubrir que solo la Sociedad de Naciones, que ya no existe, era el negociador competente para Haifa. Inglaterra y Estados Unidos aparecieron de repente como competidores, y los árabes como el tercero al que hacían reír. Mientras tanto, ya se especula con la posibilidad de considerar a Rusia como el tercer socio o competidor en la cuestión de Oriente Próximo.
El gran peligro que corren estos territorios es claro. Las grandes potencias, que no ocupan ni una pizca de terreno en el Mediterráneo, pueden verse llevadas, por las necesidades de sus futuras líneas aéreas y otros intereses petrolíferos, a intentar dominar juntas todo este territorio o a tratar de arrebatárselo unas a otras.
Todo Oriente Próximo, de hecho, toda la región mediterránea, corre el riesgo de convertirse en el futuro polvorín del mundo. La cooperación para ejercer un dominio conjunto sobre los pueblos pobres en petróleo, en todo caso, reforzaría el ingenio de los pueblos afectados, pero en cualquier caso habría que contar con incesantes revueltas e intrigas. La libre competencia entre las grandes potencias por el dominio de estos territorios pronto daría lugar a las más asombrosas y peligrosas alianzas y conexiones cruzadas. A la luz de semejante política, no solo los judíos, no solo los árabes, sino todos los pueblos del Mediterráneo aparecerían pronto como pueblos molestos u obstructivos, como estorbos.
Naturalmente, podría también suceder que se intentara conceder a uno u otro de estos pueblos ciertas posiciones de ventaja. El antiguo divide et impera siempre puede modificarse para adaptarse a los tiempos. Las concesiones que hoy se hacen a los árabes también pueden favorecer a los judíos en un nuevo intervalo. El gobierno de potencias lejanas siempre ha tenido que apoyarse en grupos locales que, como agentes y guardianes de posesiones e intereses extranjeros, han cosechado ciertos privilegios junto al odio y la envidia de sus vecinos. Solo que las ventajas para esas partes intermedias suelen ser mucho más efímeras que el odio y la envidia.
En lo que respecta a los judíos de Palestina, solo habría para ellos una posición que sería aún más desfavorable que la actual, cuando se intenta utilizarlos como concesión a los árabes. Ello consistiría en que fuesen elegidos como guardianes de aquellos intereses y recompensados con privilegios de esta clase. Y eso puede muy bien suceder si los árabes siguen guiándose en su política solo por criterios comerciales y por «principios» de extorsión. Si se llegara a una competición real entre Inglaterra, Estados Unidos y Rusia por la influencia política decisiva en Oriente Próximo, sería del todo inevitable que, en el caos de intereses contrapuestos que surgiera, una de estas potencias tratara de asegurarse la ayuda de los judíos para proteger sus intereses.
En tal caso, lo que podrían esperar los judíos sería protección. Entrarían en el juego de las grandes potencias sin constituir una potencia. Dependerían de la protección para defenderse de sus vecinos, con los que, siendo representantes de intereses no nacionales, entrarían en un conflicto de intereses que, en comparación, el actual conflicto árabe-judío sería inofensivo. Pues el conflicto árabe-judío puede resolverse y se resolverá en el marco de una cooperación amistosa entre todos los pueblos mediterráneos, que, en aras de su independencia política y de su libre desarrollo económico, dependerán en cualquier caso de unas buenas relaciones de vecindad y quizá incluso de una federación. Cualquier pueblo que, como hoy los árabes, ponga en peligro las buenas relaciones con sus vecinos por algunas ventajas a corto plazo, comprará muy caro, probablemente demasiado caro, cualquier privilegio garantizado por potencias lejanas.
La protección de potencias lejanas es siempre un asunto embarazoso y, en tiempos de crisis, poco fiable. La historia del pueblo judío en Europa es un ejemplo aleccionador. Nada ha perjudicado tanto su integración en la comunidad de los pueblos europeos como la desafortunada constelación que lo introdujo en la historia occidental moderna, donde se convirtió en representante de intereses extranjeros (como en el caso de Polonia) o en agente de cortes lejanas en casi todos los países europeos. Si volviera a ocurrir lo mismo en Palestina, el Hogar Nacional Judío devendría en una sátira de sí mismo, la situación del Yishuv pasaría a ser uno de los problemas más graves de la galut y el pueblo judío vería mermada su mayor esperanza.
Lo que el Hogar Nacional Judío en Palestina tiene derecho a esperar de la política exterior estadounidense y de sus hermanos estadounidenses no será nunca la protección directa, sino esa simpatía activa y ese aliento que la República siempre ha dado a quienes habitaban repartidos entre su población. La contrapartida de los judíos de Palestina no puede ser nunca una vigilancia de los intereses petroleros de Estados Unidos. Solo puede consistir en esa confianza que los pueblos del mundo siempre han depositado en la gran República de América y que mañana demostrará ser uno de los activos más importantes de la política exterior estadounidense.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.