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El manifiesto premonitorio de Francisco sobre el nuevo papa católico

El papa argentino preveía un pontífice con visión latinoamericana y espíritu universal, fijando su expectativa en los cardenales que él creó. Es el caso de Robert Prevost, amigo al que nombró cardenal en 2023 y designó superior de los obispos del mundo en Roma y presidente de la Comisión Pontificia para América Latina. Capítulo de su autobiografía, “Esperanza”, publicada este año por el sello editorial Plaza & Janés.

Papa Francisco * / Especial para El Espectador

11 de mayo de 2025 - 09:00 a. m.
El encuentro de 2018 entre del entonces obispo Robert Prevost y el papa Francisco. Le entregó un libro con testimonios de fe hechos por visitantes a la parroquia Santa María Magdalena que describen milagros realizados por el Divino Niño del Milagro en la provincia de Chiclayo (Perú). Después de la visita del papa Francisco a Perú se consolidó la amistad entre los dos, que sería definitiva para la elección del nuevo papa León XIV.
Foto: EFE - Mikhail Huacan
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(Los expertos en la iglesia católica y el Vaticano coincidieron el viernes pasado en que los documentos comunes, los videos y hasta las fotografías del papa Francisco con el cardenal estadounidense-peruano Robert Francis Prevost Martínez, ahora el papa León XIV, son de una cercanía y conexión evidentes. Dicen que su amistad se consolidó a raíz de la visita del papa argentino a Perú, en 2018, donde comprobó el trabajo y la ascendencia de Prevost como pastor agustino y superior de esa orden a escala global. Se identificaron como misioneros y el peruano empezó a viajar a Roma. Francisco lo había designado obispo en 2014, luego lo creó cardenal en julio de 2023 y enseguida lo nombró uno de sus ministros: prefecto del Dicasterio los Obispos, encargado de la designación de los obispos en todo el mundo, además de encargarle la presidencia de la Pontificia Comisión para América Latina. Esas responsabilidades hicieron a Prevost un referente y lo convirtieron en León XIV).

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Capítulo 25, autobiografía “Esperanza”

Yo soy solo un paso

La Iglesia siempre tiene futuro. Es curioso: arraiga sus raíces en el pasado, en Cristo vivo, vivo durante su época, en su resurrección y en el futuro, la promesa de que Cristo se quedará con nosotros hasta el fin de los siglos. Y en esa promesa se halla el futuro de la Iglesia.


¿La perseguirán? Cuántas veces ya ha sido perseguida…


A veces, aduciendo pretextos, de que se había vuelto demasiado frívola, por ejemplo; otras, sin razón alguna: cuántos mártires que de frívolos no tenían nada. Aún hoy sigue habiendo demasiados mártires, asesinados por el mero hecho de ser cristianos. En el siglo XXI, nuestra Iglesia sigue siendo una Iglesia de mártires.


La Iglesia seguirá adelante y, en su historia, no soy sino un paso.


El papado también madurará; espero que también madure mirando hacia atrás, que cada vez más desempeñe el papel del primer milenio.


En la unidad con los ortodoxos, lo cual no significa que los ortodoxos deban convertirse en católicos; hablo de la unidad en el servicio a la que también se refieren las palabras de Juan Pablo II, de la comunión plena y visible de todas las comunidades de cristianos, que es “el deseo ardiente de Cristo”, un camino que hay que recorrer sin vacilar.


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Sueño con un papado que sea cada vez más servicial y comunitario. Fue especialmente intensa, para mí, la experiencia de julio de 2018 en Bari, el encuentro ecuménico de oración para la paz en Oriente Próximo que tuve con veintidós patriarcas y jefes de las iglesias y comunidades cristianas orientales: católicos, ortodoxos, protestantes, todos juntos. Fue precioso.


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Esto es el papado: servicio. El título papal que más me gusta es Servus servorum Dei, que se pone al servicio de todos y para todos. Cuando, dos meses después de la elección, me llegó el borrador del Anuario pontificio, devolví la primera página, esa en la que figuran los títulos que se atribuyen al pontífice: vicario de Jesucristo, sucesor del príncipe de los apóstoles, soberano, patriarca… Fuera todo: solo obispo de Roma. Todo lo demás lo pusimos en la segunda página. Me presenté así desde el primer día, sencillamente porque es la verdad. Los demás títulos son verdaderos, añadidos por distintas razones a lo largo de la historia por los teólogos, pero justamente porque el papa era y es el obispo de Roma.


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Vista del libro autobiográfico del papa Francisco que se publicó a comienzos de año en Italia, en el que dijo algo que terminó siendo premonitorio en cuanto al nuevo papa venido de Perú: "Creé cardenales de Perú, Argentina, Ecuador, Chile, Japón, Filipinas, Serbia, Brasil, Costa de Marfil, Irán, Canadá y Australia, para que sean el rostro cada vez más auténtico de la universalidad de la Iglesia”.
Foto: EFE - Daniel Cáceres

En el mundo contemporáneo se habla a menudo de secularización, pero, como pasa con la persecución, tampoco es la primera vez en la historia. Solo hay que fijarse en el reino de Francia, en los curas secularizados de la corte, en los monsieur l’Abbé: el pastor de la Iglesia, el que huele a sus ovejas, no tiene nada que ver con eso. La Iglesia siempre ha pasado por momentos de secularización; incluso durante las primeras herejías, el arrianismo, por ejemplo, cuyos obispos cortesanos consideraban la política religiosa del emperador la norma suprema a seguir y, compinchados con los emperadores, perseguían a los obispos católicos que no eran arrianos. E incluso antes. Ha pasado muchas veces.


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Es cierto que la secularización no es una fotocopia siempre igual, sino algo que se adapta a la cultura del tiempo. Pero no hay más secularización ahora en la Iglesia que en otras épocas.


Actualmente convivimos con elementos científicos, con descubrimientos que tienen que ver con el dominio sobre la vida y la muerte, pero el espíritu mundano, el secular, siempre ha existido. Por eso, en la oración de la última cena (Jn 17,11-19), Jesús le pide al Padre que no nos quite del mundo, sino que nos proteja para que no nos convirtamos en gente mundana.


La mundanidad espiritual, la manera de vivir mundana que también la Iglesia ha conocido desde sus primeros tiempos —recuérdese la historia de Ananías y Safira en los Hechos de los Apóstoles (Hch 5, 1-11), el matrimonio de la primera cristiandad de Jerusalén que vendió los bienes de la comunidad y se quedó con parte de las ganancias—, es la peor peste. Según el teólogo Henri de Lubac, es el peor mal en que puede incurrir la Iglesia, “la tentación más pérfida, la que resurge siempre, insidiosamente”.


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La mundanidad espiritual, escribe en Meditación sobre la Iglesia, es “peor aún que aquella lepra infame que, en ciertos momentos de la historia, desfiguró cruelmente la Iglesia”, cuando la religión llevaba el escándalo al “santuario mismo y, representada por un papa indigno, ocultaba el rostro de Jesús bajo las piedras preciosas, los artificios y los oropeles”; peor aún que los papas concubinos, dice. Terrible. Es un peligro del que Jesús ya advertía, hasta el punto de que, en la oración que es acto fundacional de la Iglesia, le pidió al Padre que librara de él a sus discípulos.


Es una amonestación que debe dirigirse en primer lugar a los pastores, y luego a todos los demás, porque todos somos la Iglesia, el pueblo de Dios, no las bonitas murallas que lo custodian o lo delimitan.


Si hoy en día las nuevas generaciones declaran tener una relación difícil con la religión, antes de interrogarnos acerca de la secularización deberíamos cuestionarnos nuestro testimonio. Es el testimonio el que mueve los corazones. Ya lo dijo Ignacio de Antioquía, que bien sabía que “es mejor ser cristiano sin decirlo que proclamarlo sin serlo”, porque al final de la existencia no se nos exigirá que hayamos sido creyentes, sino creíbles.


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La Iglesia debe crecer en creatividad, en comprensión de los retos de la contemporaneidad, abrirse al diálogo y no encerrarse en el miedo. Una Iglesia cerrada, asustada, es una Iglesia muerta. Hay que confiar en el Espíritu, que es el motor que guía a la Iglesia y que siempre se hace notar. Fijémonos en el relato del Pentecostés sobre los apóstoles, que armó un gran jaleo: “De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban” (Hch 2, 2), y todos empezaron a hablar idiomas hasta entonces desconocidos, y salieron. Salieron a la calle. Afuera todo el mundo. Fuera de nuestras zonas de confort. Porque solo esta apertura genera armonía.


El Espíritu es el Paráclito, el que sostiene y acompaña en el camino, es un soplo de vida y no un gas paralizante. Un día, mientras predicaba ante doscientos niños, en San Miguel, uno de ellos lo confundió con la palabra “paralítico”, y me hizo gracia… Pero esa es precisamente la Iglesia que no debemos ser, una Iglesia estancada, paralizada. Nos corresponde, pues, discernir, comprender lo que la contemporaneidad nos pide, pero teniendo presente que la rigidez no es cristiana, porque niega el movimiento del Espíritu. La rigidez es sectaria. La rigidez es autorreferencial. La rigidez es una herejía cotidiana. Confunde a la Iglesia con una fortaleza, un castillo distante y soberbio que mira el mundo y la vida desde lo alto en lugar de habitar en ellos.


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Hay una película que me gusta mucho, y que vuelvo a ver siempre que tengo ocasión, inspirada en un cuento de Karen Blixen, El festín de Babette, que además, creo, ha ganado muchos premios. Trata de un pueblo escandinavo, un lugar bastante gris que no brilla precisamente por su alegría, donde la gente está tan obsesionada con las reglas y se ha impuesto tantas que han perdido la cuenta. Hasta que una mujer, Babette, llega para trabajar como criada y revoluciona el pueblo. Cuando Babette descubre que había ganado la lotería antes de irse de París, en lugar de gastarse el dinero para volver a casa, organiza un maravilloso “festín a la francesa” para toda la comunidad. Ese festín insólito —que en un primer momento es visto con recelo— y la generosidad de Babette lo cambian todo, rompen las cadenas, vuelven a asentar las bases de la comunidad, se abren a la alegría de la existencia.


Hay que salir de la rigidez, lo cual no significa caer en el relativismo, sino caminar hacia delante, apostar, y hay que huir de la tentación de controlar la fe, porque no se puede controlar al señor Jesús, que no necesita cuidadores ni guardianes. El Espíritu es libertad. Y la libertad también es riesgo.


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La Iglesia que camina será cada vez más universal, y su futuro y su fortaleza llegarán también de Latinoamérica, de Asia, de la India, de África, y eso ya puede apreciarse en la riqueza de las vocaciones. En Indonesia, en Singapur, en Nueva Guinea o en Timor Oriental, en septiembre de 2024 —una experiencia fabulosa, muy importante para mí, con infinidad de niños, de personas que lanzaban sus mantos al paso del vehículo papal a lo largo de los dieciséis kilómetros de trayecto hasta la nunciatura—, encontré asimismo una Iglesia que crece, con identidad propia, hija de una cultura fresca y a la vez profunda, que me ha conmovido.


Existen inteligencias muy vivas; los africanos, por ejemplo, tienen una doble inteligencia, la deductiva y la intuitiva, y cuando ambas se encuentran es una maravilla. Incluso en Mongolia, mi viaje apostólico más “excéntrico”, en el sentido literal de la palabra (“fuera del centro”), y el primero de un pontífice a esa tierra de gran sabiduría donde una pequeña comunidad católica vive en un territorio inmenso, viví una peculiar experiencia de exquisito misticismo gracias a los valores de ese pueblo, que puede mejorarnos a todos sin caer en el proselitismo. Crecemos por atracción, no por proselitismo. Por lo demás, debemos ser conscientes de que hemos pasado de un cristianismo instalado en un marco social hospitalario a un cristianismo “de minoría”, o mejor, de testimonio. Y esto requiere la valentía de una conversión eclesial, no de una cobardía nostálgica.


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Con este espíritu creé, en diciembre de 2024, otros veintiún nuevos cardenales, procedentes de Perú, Argentina, Ecuador, Chile, Japón, Filipinas, Serbia, Brasil, Costa de Marfil, Irán, Canadá y Australia, además de Italia. Para que sean el rostro cada vez más auténtico de la universalidad de la Iglesia. Y con la intención de que el título de “siervo” —este es el sentido del ministerio— eclipse cada vez más al de “eminencia”.


La Iglesia los necesita a todos, a cada hombre y a cada mujer; y todos nos necesitamos los unos a los otros.


Nadie es una isla, un yo autónomo e independiente, y el futuro es algo que solo podemos construir juntos, sin apartar a nadie.


Tenemos el deber de mantenernos alerta y conscientes y vencer la tentación de la indiferencia.


* Se publica con autorización del sello editorial Plaza & Janés.

Por Papa Francisco * / Especial para El Espectador

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