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Es posible que la segunda semana de febrero entre a los anales de la historia como el momento en el cual se desencadenó el fin del orden mundial.
El orden mundial que los Estados Unidos ayudó a construir después de la Segunda Guerra Mundial parece haber llegado a su fin. La mayor ironía es que son los mismos Estados Unidos quienes les asestan hoy los golpes de gracia.
El diseño del actual orden internacional fue hecho con el ojo puesto en las causas de la mayor conflagración bélica que ha visto la humanidad hasta ahora. En primer lugar, están las causas económicas. El shock financiero de 1929 dejó en evidencia que no había un prestamista global de última instancia y que, en ausencia también de acuerdos internacionales, los países abandonarían el libre cambio y recurrirían al proteccionismo.
En lugar de recuperar el crecimiento, la mayoría se sumió en una profunda depresión de la cual sacaron provecho partidos de extrema derecha. Aquí entran las causas políticas. Una vez en el poder en la potencia más grande del centro de Europa, los nazis atacaron a casi todos sus vecinos. Sus guerras de agresión, como las que previamente habían lanzado Italia contra Etiopía y Japón contra China, mostraron que las instituciones creadas después de la Primera Guerra Mundial para garantizar la seguridad colectiva carecían de la capacidad para cumplir su cometido.
Se suponía que las instituciones creadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial impedirían un nuevo desorden global. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la mucho más tardía Organización Mundial del Comercio merecen una evaluación aparte. Aquí me voy a concentrar en las instituciones encargadas de la paz y la seguridad globales.
En la Conferencia de Yalta, realizada en las postrimerías de la guerra, murió el sueño de Franklin Delano Roosevelt de que las potencias victoriosas actuarían de consuno como el policía encargado de hacer cumplir las reglas del derecho internacional. Aparte del establecimiento de misiones de mantenimiento de la paz, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha operado efectivamente sólo dos veces: con ocasión de la Guerra de Corea, porque la Unión Soviética se abstuvo, y en la llamada Guerra del Golfo, porque ya había concluido la Guerra Fría.
El lugar del Consejo de Seguridad fue ocupado por varias alianzas militares siendo las más importantes la OTAN y el Pacto de Varsovia. Disuelto este último, la OTAN actuó por fuera del marco de Naciones Unidas en la llamada Guerra de Kosovo y, bajo la égida de Estados Unidos, realizó una expansión hacia el Este en violación del acuerdo no escrito con la Unión Soviética de que nunca haría nada semejante.
Aparentemente, gracias a la OTAN, en algunas regiones del mundo había suficiente orden y seguridad. Por eso, el 13 de octubre de 2022, con una complacencia no exenta de ansiedad, el Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Externos y Seguridad, Josep Borrell, dijo que Europa era un jardín y el resto del mundo una jungla en la cual los jardineros tendrían que intervenir para defender su jardín.
La Guerra en Ucrania y la manera en la cual el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quiere ponerle fin, han dejado claro que ya ni los europeos pueden darse el lujo de la complacencia. En la semana que acaba de pasar, Trump ha dado a entender inequívocamente que acepta las condiciones que Rusia impuso para llevar a cabo cualquier negociación, y que en la mesa sólo se sentarían Trump y Putin. Antes de reunirse con el vicepresidente J. D. Vance y el secretario de estado Marco Rubio, el presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, abrigaba la esperanza de que esta postura no era definitiva y que había un resquicio de mejora. A tono con esa convicción, dijo que la continuación de la guerra sólo con apoyo europeo era impensable pues Estados Unidos le había proporcionado un armamento –mencionó específicamente los misiles antiaéreos Patriot– esencial para su defensa. Ese tono cambió radicalmente de un día a otro luego de entender que Trump quiere negociar un acuerdo a sus espaldas. De una forma muy diplomática, pero también muy firme, en la Conferencia anual de Seguridad de Múnich, dijo que Europa tenía que unirse para defenderse y, por lo tanto, crear sus propias fuerzas armadas de defensa.
El experto internacionalista John Mersheimer señala que las dos condiciones que puso Rusia para negociar, el reconocimiento de su soberanía sobre los territorios que ocupó en el 2014 y que ocupa ahora, así como la garantía de que Ucrania no ingresará a la OTAN, reflejan meramente lo que ha ocurrido en el campo de batalla. Pragmáticamente, Trump le estaría poniendo fin a esta guerra para concentrar su atención en una confrontación mucho más importante para Estados Unidos: la de la guerra fría y quizá caliente con China.
No obstante, los europeos no parecen dispuestos a quedarse fuera de la mesa y, por lo menos hasta ahora, han rechazado con vehemencia las condiciones de Rusia. La sucesora de Borrell, la estonia Kaja Kallas, ha dicho que el ingreso de Ucrania a la OTAN es un asunto de la OTAN, no de Estados Unidos, y que la presencia de Ucrania en esa alianza militar sería el disuasorio más efectivo y más barato respecto de una nueva agresión por parte de Rusia. Kallas sabe muy bien de que habla; los sueños imperiales revanchistas de Putin incluyen a los países bálticos.
Hay un elemento adicional de divergencia entre Europa y los Estados Unidos, que es tan grande como Ucrania misma. De acuerdo con su particular concepción del arte de la negociación, Trump quiere quedarse con todos los beneficios y dejarle el costo a los europeos. En efecto, quiere que Ucrania le pague por toda la ayuda militar que el gobierno de Biden le dio; el precio sería el 50% de las tierras raras que se encuentran en su territorio, así como los contratos para su reconstrucción. El costo de las garantías de seguridad lo tendrían que asumir los europeos quienes tendrían que hacer parte de una fuerza multinacional en la frontera con Rusia.
Estas diferencias, sumadas a la rabia de Trump de que Europa no dedica suficientes recursos para su defensa, han abierto una grieta tan profunda que hoy la OTAN corre el riesgo de romperse en dos. El exasesor de seguridad de Trump, y hoy uno de sus principales críticos, John Bolton, cree que el presidente estadounidense está preparando el terreno para abandonar la OTAN. Bastaría recordar que en su primer mandato puso en cuestión la obligación de asistir a sus aliados europeos en caso de una confrontación y de que estaba dispuesto a animar a Putin a que atacara a los países de la OTAN que no contribuyeran lo que Trump les exigía.
A este recuento, es preciso sumar el vejatorio discurso del vicepresidente J. D. Vance en la mencionada cumbre de seguridad de Múnich. Vance insultó a los europeos diciéndoles que las mayores amenazas a la libertad en el Viejo Continente provienen de dentro, no de fuera. Acorde con su estilo calumniador (recordemos la infame acusación que lanzó contra los inmigrantes haitianos de que se comían las mascotas de la ciudad que los recibió como huéspedes), Vance aseguró que el gobierno de Escocia le había enviado una carta a los residentes de las zonas aledañas a las clínicas de aborto para que ni siquiera en el recinto privado de sus propias casas pronunciaran oraciones. En Escocia y en Inglaterra, está en vigor una norma que prohíbe rezar en las inmediaciones de esas clínicas pues esa y otras acciones son consideradas una forma de presión indebida contra las mujeres que piensan abortar. Quienes critican el aborto pueden protestar de muchas maneras, incluidos los rezos, pero no en esas zonas. Por esa razón, el gobierno de Escocia desmintió a Vance pues, además de todo lo anterior, nunca ha enviado a sus ciudadanos ninguna carta prohibiéndoles rezar.
Además de esta y otras calumnias, como la de que ningún europeo había votado a favor de que sus gobiernos permitieran un flujo incontrolado de inmigrantes, lo cual es una total falsedad, Vance aseguró que era contrario a los valores democráticos cancelar los resultados electorales, como ocurrió recientemente en Rumania, a la vista de la interferencia electoral de Rusia. Si una democracia no es capaz de contener en la esfera pública el efecto de mensajes pagados con miles de dólares provenientes del régimen de Putin, entonces no sería lo suficientemente fuerte para ser digna de su nombre, aseguró el vicepresidente estadounidense.
Vance se presentó como el abanderado de un discurso supuestamente libertario, al estilo del que encontró eco en algunos relatores para la libertad de expresión, renuentes al establecimiento de cualquier barrera legal contra la difamación y las noticias falsas. La reacción de los europeos fue inmediata. El ministro de defensa alemán, Boris Pistorious, pronunció un discurso distinto al que tenía preparado en el que afirmó que las declaraciones de Vance eran sencillamente inaceptables. Friedrich Merz, el candidato con más opciones de ser el nuevo canciller de Alemania, dijo que encontró el discurso de Vance irritante. En un panel en la misma conferencia de Múnich, Kaja Kallas fue muy clara en indicar que, con su discurso, Vance parecía querer provocar una pelea.
La sumatoria de todo lo que ocurrió en Múnich apuntaría pues en una misma dirección: Trump estaría echándole carbón a la hoguera para que la olla de la OTAN, que ya está hirviendo, estalle. Si a todo lo anterior le sumamos el potencial conflicto entre Estados Unidos y Dinamarca por Groenlandia, la suerte de la OTAN estaría echada.
Hay, desde luego, fuerzas empujando en la dirección contraria. El senador republicano Lindsey Graham aseguró que la OTAN representa la estabilidad del orden internacional, y que europeos y estadounidenses tienen un enemigo común: Putin. Por su parte, el presidente de Finlandia, Alexander Stubb, muy claramente expresó que Europa no tiene para dónde mirar, excepto Estados Unidos: es el país con el que más comparte valores e intereses. Y, con el ánimo de apaciguar los ánimos, Marco Rubio ya habla de incorporar en algún momento a Ucrania y a la Unión Europea en la negociación, una idea que el ministro de relaciones exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, recién ha descartado tajantemente.
Falta ver qué harán los europeos. Durante la crisis de los misiles en Cuba en 1962, Estados Unidos se limitó a informarle a sus aliados que corrían el riesgo de verse involucrados en una guerra nuclear con la Unión Soviética. A pesar de que el tratado de la OTAN estipula que los ataques a cualquier miembro demandan una respuesta colectiva, en esa oportunidad los Estados Unidos dejaron en claro su prerrogativa para actuar unilateralmente, como lo hacen todos los imperios. Esta vez, los europeos no están tan resignados. Macron convocó a una cumbre en París que, al momento de escribir estas líneas, reúne a los líderes de Francia, Reino Unido, Alemania y Polonia, así como al secretario general de la OTAN.
Atraversársele en el camino a Donald Trump significaría que los europeos tendrían que asumir todo el peso de la continuación de la guerra contra Rusia y la posible disolución de la OTAN. Las altas tarifas de energía, el cierre y desplazamiento de empresas, así como el aumento de la inflación son todos golpes que han disminuido la voluntad de los votantes europeos de apoyar gobiernos dispuestos a continuar la guerra. No obstante, sería equivocado menospreciar la percepción de la amenaza de Rusia en algunos sectores, el orgullo nacional y el sentimiento antiestadounidense que, después de la infame guerra en Irak ha vuelto a estar en alza. En suma, hay una probabilidad significativa de que la OTAN no llegue a su octogésimo aniversario. El fin de la alianza transatlántica marcaría el fin de uno de los pilares centrales del actual orden internacional.
* Abogado y Ph D en ciencia política. Profesor Asociado del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.