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Ensayo: “En la Argentina la voz de orden es negar el pasado para que haya futuro”

Hoy se cumplen 15 años de la muerte del escritor argentino Tomás Eloy Martínez y recordamos el valor de su obra con este ensayo sobre el exilio, publicado en 1986.

Tomás Eloy Martínez * / Especial para El Espectador

31 de enero de 2025 - 12:00 p. m.
Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán, el 16 de julio de 1934, y murió el 31 de enero de 2010, en Buenos Aires. Fue uno de los escritores y periodistas más importantes de Argentina. Ahora, mientras ese país vive el gobierno de extrema derecha de Javier Milei, acusado de querer borrar el rastro de la dictadura, estas palabras de Martínez retoman significado: “Los argentinos cayeron una vez más en la trampa del populismo, y después prefirieron olvidar que habían caído”.
Foto: Cortesía de Fundación Gabo
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Las fábulas. Una civilización de la barbarie

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Exilio es una palabra casi nueva en el lenguaje del sur del continente. Durante mucho tiempo había dejado de oírse hasta que la devolvieron al idioma los derrotados de la Guerra Civil Española. A principios de siglo, al exilio se le llamaba destierro. Un desterrado era un paria privado del único bien que abundaba entonces en estas latitudes, la tierra.

Según el Diccionario de autoridades, exilio significa salto hacia afuera. Las palabras son metáforas y, como tales, expresan la realidad de manera misteriosa. ¿Hacia fuera de qué se salta en el exilio? ¿Del país, de la propia conciencia? ¿Y por qué saltar, verbo que tanto tiene que ver con la fuga precipitada, con el adiós irracional y ciego pero también voluntario? ¿Cuánta voluntad de irse, de saltar, hay en un exiliado?

Los argentinos hemos cultivado el hábito del exilio desde nuestros orígenes como nación. Vivimos saltando hacia fuera, yéndonos, lo cual significa que el adentro es inhóspito, hostil, o por lo menos que hay en el adentro algo que nos repele. Una de las pocas señales de identidad que tenemos en común es, precisamente, esa incomodidad ante la patria, el perpetuo regresar y marcharse que nos desordena las vidas.

José de San Martín, por ejemplo, a quien los sectores más dispares reivindican como el ejemplo superlativo de argentinidad, conoció como pocos la hostilidad y el rechazo del adentro. Permaneció en el país natal menos de un cuarto de la vida: dieciséis años sobre setenta y dos; u once años sobre setenta y dos, si se descuentan los que consagró a la campaña libertadora, en Chile y Perú. Cada vez que intentó volver, lo alejaron con uno u otro pretexto del puerto de Buenos Aires. “No baje usted de su nave”, le escribían. “No gaste usted su tiempo en esta tierra de discordia.” Juan Bautista Alberdi, que lo visitó en Grand Bourg, conjeturó que San Martín nunca se decidiría a cambiar su apacible retiro francés “por los peligrosos e inquietos goces de su borrascoso país”.

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No es el único caso, por supuesto. También Moreno, Echeverría, Sarmiento, Rosas y el propio Alberdi, figuras tutelares del siglo XIX, murieron en ese afuera hacia el cual saltaron por compulsiones que no se debían al azar sino a la oscura inclemencia de una patria que los rechazaba. En el siglo XX, los ejemplos son más cantados. Ahí está Borges, que eligió Ginebra como el paisaje de su muerte, lo cual puede entenderse como una recriminación retrospectiva al paisaje de su vida. O está Juan Perón, que durante los dieciocho años de su exilio manifestó una y otra vez la voluntad de “ir a tirar mis huesos en la pampa” y que luego, al regresar, dijo que “no se hallaba”, que no sabía dónde poner el cuerpo.

Los exiliados saltan al vacío, los desterrados se quedan sin piso. Entre 1835 y 1850 tuvieron otro nombre: proscriptos. Proscriptos eran los privados de la escritura, los apartados de la palabra, los que tenían vedado el circuito de comunicación con sus lectores naturales. Que se los llamara proscriptos era una manera de subrayar que también eran letrados. Representaban, en efecto, a la burguesía ilustrada del siglo XIX. Eran los propietarios de la palabra, los educadores paternales de la enorme masa analfabeta y bárbara. Todos ellos enarbolaron la civilización como bandera de lucha contra una barbarie situada lejos de las ciudades: en la naturaleza, en una pampa cuyo lenguaje no querían comprender. Como reacción contra ese ininteligible lenguaje de la intemperie, la generación de los proscriptos quiso, cuando tomó el poder en 1852, que la Argentina se convirtiera en una ciudad interminable. Poblar, educar y cuadricular la pampa era el único modo que concebían estos civilizadores para no sentirse extraños en ella. Desde el punto de vista de los vencidos, expresado por el poema Martín Fierro en 1872, este proyecto de civilización era, por el autoritarismo y la violencia de sus procedimientos, un proyecto bárbaro. El país al que se aspiraba debía hablar un solo, educado lenguaje.

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Donde quizá mejor se revelan esas contradicciones es en el retrato de mayor barbarie que Domingo Faustino Sarmiento registra en su Facundo. Corresponde al personaje del “gaucho malo”, descripto allí como outlaw, un squatter, alguien semejante al trampero de James Fenimore Cooper pero sin la conciencia moral del modelo sajón. El gaucho malo es casi un hombre de las cavernas: nómade, perseguido de la justicia, que vive a la sombra de los cardos y se alimenta de aves montaraces. Sin embargo, este personaje primitivo, este “salvaje de color blanco” como lo llama Sarmiento, tiene una memoria vasta como el universo. Sabe, por ejemplo, que entre los centenares de miles de caballos que galopan por la pampa, ninguno tiene una estrella blanca en la paleta. Lo sabe, porque reconoce las señas particulares de cada animal, del mismo modo que identifica los sutiles cambios de las figuras en el cielo, los infinitos olores y voces de la noche. El gaucho malo es el precursor de Funes el memorioso, personaje de Borges. Y como en un cuento de Borges, ese gaucho imita las características de alguien que nacerá mucho después que él haya muerto. Es un símbolo de la barbarie y no obstante, con el tiempo, será Funes, es decir, uno de los grandes personajes ficticios de la Argentina culta.

He aquí un país sembrado de malos entendidos. A fuerza de clasificar perpetuamente la realidad, de querer dividir el bien y el mal en casilleros bien discriminados, la Argentina ha terminado por confundir esos valores, por interpenetrarlos. El modo como se cuenta la historia entre nosotros es un buen ejemplo de esa pérdida del juicio.

Hay en el siglo XIX partes triunfales de batallas que son en verdad relatos de matanzas atroces. Ciertos degüellos de paisanos dormidos o exterminios de poblaciones indígenas han sido consagrados en los textos oficiales como “páginas eternas de argentina gloria”, según el perdurable verso de un mediocre poeta romántico, Juan Chassaing. Y aun en 1985, durante el juicio público a las juntas militares que ejercieron la suma del poder desde 1976, los abogados defensores presentaron el exterminio y el tormento de miles de ciudadanos, incluyendo el asesinato o el secuestro de centenares de niños, como una “victoria del orden civilizado contra la subversión apátrida”.

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Las lecciones ancestrales de la barbarie y el autoritarismo están enquistadas en la Argentina, disimuladas bajo sutiles eufemismos. No es que el país sea ingobernable o gobernable sólo mediante la fuerza, como viene insistiendo la versión militar desde 1930. Es que rara vez el país ha sido gobernado de otra manera que por la fuerza hasta la instauración de la democracia en 1983.

Siempre hubo una enorme distancia entre lo que proclamaban los textos institucionales de la Argentina y las reales prácticas políticas. En teoría, la Constitución sancionada en 1853 establece que el régimen de gobierno es representativo, republicano y federal. En la práctica, el pueblo no tuvo representatividad alguna hasta la sanción de la ley Sáenz Peña, en 1914, y sólo cuatro presidentes, en los últimos setenta años, fueron elegidos por la voluntad irrestricta de las mayorías: Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, Juan Perón y Raúl Alfonsín.

Antes de ellos o entre ellos, muchas de las libretas con que se votaba eran libretas de muertos. En 1872, cuando fue ungido presidente de la República, Sarmiento calculó que de los doscientos mil habitantes de la ciudad de Buenos Aires sólo quinientos habían participado de la elección.

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En junio de 1888, el cubano José Martí envió al diario La Nación de Buenos Aires una crónica de las convenciones demócrata y republicana en los Estados Unidos, que proclamaron candidatos a Benjamin Harrison y Grover Cleveland. El énfasis del texto estaba puesto sobre la participación popular y sobre el esfuerzo que hacían los oradores para conquistar la opinión de las mayorías. El director de La Nación consideró que esa crónica de sucesos reales debía ser presentada como un texto de ficción. Le puso como título “Narraciones fantásticas” y la publicó con una pequeña nota de aclaración que decía: “Únicamente a José Martí, el escritor original y siempre nuevo, podía ocurrírsele pintar a un pueblo, en los días adelantados que alcanzamos, entregado a las ridículas funciones electorales, de incumbencia exclusiva de los gobiernos en todo país paternalmente organizado”.

Que el poder cultive el autoritarismo no es insólito en América Latina. Sí lo es, en cambio, la confusión semántica que se establece cuando el poder bárbaro se ve a sí mismo como civilizador. El general Ramón J. Camps, jefe de policía de la provincia de Buenos Aires entre 1977 y 1979, se describió a sí mismo como un enviado de Dios al atribuirse orgullosamente la responsabilidad por el exterminio de tres mil prisioneros. Medio siglo antes, en sus Apuntes de historia militar, Perón había dictaminado: “Someter al enemigo a nuestra voluntad es el fin político”. Someter, imponer, han sido los verbos básicos de la vida argentina.

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Los que se erigieron en civilizadores rara vez emplearon otro recurso que el de la barbarie. En nombre de la civilización se hicieron las gigantescas levas de gauchos a mediados del siglo XIX, se asesinó a obreros en los campos de quebrachos de La Forestal y en las estancias laneras de la Patagonia entre 1917 y 1921. Fraude patriótico llamaron los civilizadores al “arreglo” de los resultados en todas las elecciones que hubo en la Argentina entre 1931 y 1943. La civilización fue invocada por los nacionalistas en 1943, cuando el lunfardo fue erradicado de las letras de los tangos y los vocalistas de moda debieron cantar, en vez de sentencias tan expresivas como: “Y si vieras la catrera cómo se pone cabrera”, estos otros patéticos lamentos: “Y si vieras nuestra cama cuán enojada se pone”.

En medio de tantos equívocos, a la comunidad argentina le pareció inesperado pero no ridículo que un general llamado Juan Carlos Onganía, quien se había ungido a sí mismo presidente de una revolución argentina que debía durar cien años, se hiciera conducir en una carroza victoriana, flanqueado por lacayos de librea, a la exposición de toros campeones de la Sociedad Rural, en 1966. La ceremonia sucedió casi al mismo tiempo que la expulsión de los claustros universitarios, a punta de bastonazos, de cientos de profesores que se vieron obligados a elegir el exilio. En una sola noche, el civilizador Onganía logró el milagro de que las investigaciones científicas retrocedieran medio siglo, la cultura humanística se estancara, y los toros campeones se vendieran a precios récords.

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Aquellos episodios fueron el patético preludio de lo que sucedería una década después, y sin ellos no podría explicarse uno de los enigmas que más inquietan a los sociólogos latinoamericanos: ¿cómo un país con una clase media extensa, cultivada y abierta, con un índice de analfabetismo inferior al cinco por ciento, una próspera infraestructura económica y una cultura intensamente conectada con la cultura europea, pudo aceptar que su presidente vicario, entre 1974 y 1975, fuera un ex cabo de policía llamado José López Rega, astrólogo y practicante de los ritos de Umbanda, quien había introducido el ocultismo en la propia casa de Perón y había hecho de Isabel Perón su discípula fervorosa? ¿Cómo un país presuntamente civilizado pudo aceptar y, por un tiempo, aplaudir, las capturas de adolescentes en plena calle y a la luz del día, el fusilamiento de un prisionero al pie del obelisco de Buenos Aires, las invasiones de domicilios privados por patrullas de irregulares que lo devastaban todo, repitiéndose que por algo sería, que alguna culpa oculta tendrían estas víctimas? ¿Cómo la mayoría de la población se negó a admitir lo que cualquier curioso podía saber sin asomo de duda: que en la Argentina había un plan oficial para secuestrar, torturar y asesinar a cualquiera que osase disentir con el autoritarismo de turno?

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Si tan siniestra paradoja fue posible, ello se debe a la convicción generalizada de que sólo la clase dirigente imparte el discurso civilizador, y todo lo demás es barbarie. Como suele suceder en las comunidades inseguras, los valores son absolutos y se establecen de una vez para siempre. En 1976, las elites dictaminaron que el gobierno democrático de Isabel Perón era inepto (lo que no se puede discutir, pero era tan inepto como democrático) y que los subversivos, sus ideólogos, sus cómplices reales o imaginarios y quienes se solidarizaran con ellos debían ser erradicados del cuerpo social, exterminados. Tal como había enseñado Perón, el Estado debía oponer a los violentos una violencia mayor. Así se instauró el terrorismo, es decir la barbarie, como doctrina oficial.

Desde el 24 de marzo de 1976, civilizar fue suprimir toda disidencia, exterminar, fomentar el exilio. Las confusiones semánticas se multiplicaron como manchas de aceite: el régimen secuestraba a cientos de personas, las internaba en campos de concentración o las volaba con explosivos, y a esos secuestros los presentaba como “desapariciones”, fingiendo ignorancia sobre los destinos de las víctimas. Como en las metáforas orientales, desaparecer era morir. Se llamó guerra a lo que era matanza de civiles desarmados, recuperación a la tortura, seguridad nacional al terrorismo de Estado. Las comparaciones entre la hipocresía del Tercer Reich en 1936 y la hipocresía de los militares argentinos en 1976 han sido frecuentes en los últimos años. Si se mide la cuantía de ambas violencias, las comparaciones son exageradas. No lo son, sin embargo, cuando se miden la intensidad que asumió el horror y la petulancia con que fue ejecutado.

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En 1936, la realizadora nazi Leni Riefenstahl exaltó a los dioses del estadio en un film memorable, que ponderaba los triunfos de la raza aria en los Juegos Olímpicos de Berlín; en 1978, los argentinos celebraron con el locutor radial José María Muñoz la conquista de la Copa Mundial de fútbol y la declaración de que los argentinos eran derechos y humanos por naturaleza. Cuatro años después, el país vivió su propio Anchluss cuando el general Leopoldo Fortunato Galtieri invadió las islas Malvinas y decretó su anexión. Ya se sabe que aquel fue un manotón de ahogado a través del cual la dictadura intentó perpetuarse, y no un acto sensato de reivindicación territorial.

En ambas ocasiones, los argentinos cayeron una vez más en la trampa del populismo, y después prefirieron olvidar que habían caído. Al instaurarse la democracia prosperó la idea de que toda la comunidad era inocente porque, para sobrevivir, no tuvo otro recurso que asentir, callar y, en algunos casos, ser cómplice del régimen. Algunos altos funcionarios de la década pasada afirman hoy, sueltos de cuerpo: “Era mejor que yo trabajara para el gobierno, porque de lo contrario lo habría hecho alguien sin convicciones democráticas, y hubiera sido peor”. Ser un Zelig sin otra ideología que la ideología de la supervivencia se reveló como una ocupación próspera y de poco riesgo en la Argentina.

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Durante los cinco primeros años de poder, la Junta Militar no toleró ningún equívoco en el lenguaje de los medios de comunicación. Desde el primer día les advirtió que la tibieza era inaceptable. Se estaba con la dictadura o contra ella; se era patriota o apátrida, según la clasificación al uso.

Todos los medios fueron sometidos a censura previa. Ninguno, ni aun los más liberales, protestaron por eso ante la Sociedad Interamericana de Prensa u otros canales establecidos para la protección de los empresarios. La censura debió de parecer un mal menor porque formaba parte de las leyes de la guerra, y nada era más fácil que admitir, aun contra toda evidencia, que había una guerra: la del Estado entero contra sus ciudadanos disidentes. La prensa cayó en una terrible trampa al admitir que la Junta Militar, oficialmente constituida para reprimir, le dictara lo que debía o no debía informar a la comunidad civil. Los voceros de la civilización aceptaron desde el principio dictámenes que correspondían a la barbarie.

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Cuando estalló el golpe militar yo vivía en Caracas, Venezuela, exiliado por una condena a muerte que me había impuesto la Triple A en abril de 1975, durante el gobierno de Isabel Perón. Aquella organización parapolicial, que prosperó al amparo de José López Rega, me acusó, junto a otros quince escritores, periodistas, dramaturgos y actores, de estar comprometido con “una conspiración judeo-marxista”.

El exilio me permitió escribir sin censura mis observaciones sobre el golpe y publicarlas, el 26 de marzo de 1976, en el diario El Nacional de Caracas. Quiero rescatar sólo un párrafo de aquel texto: “A través de la censura previa y de la prohibición de difundir noticias vinculadas con la actividad terrorista, se ha cerrado el paso a toda libertad informativa. A partir de ahora, ya no se podrá saber cuántas personas mueren en la Argentina por obra de la violencia oficial o de la violencia guerrillera, ni qué sectores obreros se lanzan a la huelga, ni cuál es la reacción de las mayorías a las decisiones económicas de la Junta. Pero a la vez, ¿con qué autoridad podría la prensa quejarse contra la imposición de esas mordazas, cuando buena parte de ella venía reclamando desde hacía meses el acceso al poder de un régimen de fuerza?”.

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Meses después, en Caracas, Rodolfo Terragno me refirió que, como la censura le parecía indigna, había propuesto a los militares que aceptaran a la revista mensual que él dirigía, Cuestionario, como un medio neutral, abierto tanto a las expresiones favorables como a las adversas al régimen. Las críticas, conjeturó Terragno con sensatez, tienen siempre el saludable efecto de conferir más veracidad a la voz de los gobiernos. Pero los militares se negaron. Quien no quiere alinearse con nosotros es nuestro enemigo, respondieron, obligándolo a marcharse del país. En verdad, la dictadura no tuvo necesidad de poner en práctica sus mecanismos de censura porque los propios medios de comunicación se apresuraron a reprimirse a sí mismos.

Una porción considerable de la comunidad intelectual se vio obligada a emigrar, asumiendo el exilio como una derrota. Se exiliaron, en rigor, sólo aquellos que pudieron o que no tenían alternativa: los amenazados de muerte, los que disponían de ahorros para la aventura o los que contaban con alguna hospitalidad en el exterior. Los otros se resignaron a aceptar lo peor. Nadie se sintió seguro, a menos que fuera un cómplice absoluto.

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El país se volvió ajeno para todos: para los que fueron obligados a marcharse y para los que se quedaron resistiendo desde adentro. El poder militar quiso imponer la idea de que la cultura estaba dividida irremisiblemente, y no faltaron quienes, por ingenuidad o por servilismo, empezaron a difundir esa consigna: cultura dividida.

Un artículo publicado a mediados de 1980 en el suplemento literario del matutino Clarín apoyaba la tesis oficial de que los mejores escritores habían optado por quedarse en el país, en tanto que a los otros los aguardaba la pérdida de su lenguaje y, en consecuencia, la pérdida de su público. Aquel texto interrogaba retóricamente: “¿Qué será ahora, qué está siendo ya de los que se fueron? Separados de la fuente de su arte, cada vez menos protegidos por ideologías omnicomprensivas, enfrentados a un mundo que ofrece pocas esperanzas heroicas, ¿qué harán, cómo escribirán los que no escuchan las voces de su pueblo ni respiran sus penas y alivios? Puede pronosticarse que pasarán de la indignación a la melancolía, de la desesperación a la nostalgia, y que sus libros sufrirán inexorablemente, una vez agotado el tesoro de la memoria, por un alejamiento cada vez menos tolerante”.

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Se trataba de negar veracidad, autenticidad, derecho de nacionalidad a lo que se escribiera, se pintara o se filmara en otra parte, como si las “voces del pueblo” que tan condolidamente invocaba el articulista no estuvieran hablando fuera con mayor claridad y franqueza que dentro. De acuerdo con aquella consigna de la cultura dividida, el exilio era una condena y, para colmo, ilevantable y eterna como el infierno.

Adentro no se podía hablar claro, es verdad, pero eso no impidió que se crearan lenguajes sesgados de resistencia. Me refiero no sólo a las ceremonias desesperadas que las Madres de Plaza de Mayo celebraban todos los jueves frente a la Casa de Gobierno. A ellas quiso neutralizarlas la dictadura con el apelativo de “locas”: las Madres eran los personajes marginales de la razón, de la civilización: encarnaban esa forma inasible de la barbarie que es la locura. Como en la Edad Media, la voz de los locos fue también la voz de la verdad.

Aludo más bien al lenguaje de resistencia que se instauró en cuatro áreas precisas: la canción popular, los grupos de estudio de ciencias sociales y, hacia el final del régimen, el teatro y el cine. No pareció advertir la dictadura que, al empujar hacia la marginalidad a toda la comunidad inteligente, acabaría convirtiéndola en un contrapoder. La imagen de las Madres actuaba sobre la conciencia culpable de la nación; la imagen de los jóvenes liberaba en cambio los deseos inconscientes: lo que aún faltaba por hacer y no podría ser hecho mientras los represores estuvieran. El lenguaje de las Madres era sospechoso de antemano: estaba contaminado de parcialidad, era el lenguaje de la desesperación. El lenguaje de los jóvenes, en cambio, no podía ser fácilmente acusado. Los jóvenes habían sido educados por la dictadura. De ahí que, cuando los jóvenes articularon un lenguaje que cuestionaba las instituciones militares y las estructuras autoritarias, el régimen tardó en reaccionar.

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Los principales representantes de esa forma inesperada de resistencia, Charly García, Luis Alberto Spinetta y León Gieco, venían de los festivales de música rock y encarnaban, ellos sí de modo profundo, la voz de la marginalidad. Al principio exaltaron valores muy generales, como la necesidad de sentirse libres, el derecho a mostrar su amor en las calles, a caminar sin documentos: estas mínimas apelaciones tenían un aire inocente y, sin embargo, eran subversivas. Ponían en evidencia, enumerándolas, las represiones del sistema. Más tarde, aludieron a hechos concretos como la guerra de las Malvinas y los extremos de pobreza en que estaba sumido el país. Estas canciones, que se multiplicaron a partir de 1982, resquebrajaron el discurso monocorde del sistema y establecieron una suerte de tácito desafío.

Ser joven era entonces, casi por definición, ser marginal en la Argentina. Domesticada la generación de los mayores por décadas de autoritarismo y de ilusiones frustradas, desterrada o aniquilada la generación intermedia por el terrorismo de Estado, los jóvenes que tenían entre veinte y treinta años asumieron el papel de transformadores de la comunidad. Se instalaron en el teatro y, con el auxilio de algunos resistentes que se habían quedado en el país sin trabajo, incluidos en las listas negras del régimen, crearon un movimiento que se llamó Teatro Abierto y que desde 1980 produjo obras realistas, de bajo costo, en las que se trataban los temas del exilio, de la rapiña económica y del terror. Esos movimientos, el de la música y el del teatro, pronto influyeron también sobre el cine.

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Los medios de comunicación masiva, en cambio (con la excepción notable de la revista Humor) sólo se plegaron al cambio democrático cuando resultó evidente que los nuevos aires contaban con el apoyo de las mayorías. Así, la generación que había crecido sin guías (o, mejor dicho, con guías que no aceptaban disidencias) se convirtió en la única transmisora del lenguaje libre a que aspiraba la comunidad.

La idea de la cultura dividida, que los militares habían tratado de inculcar, no prosperó. Pero es evidente que el exilio y el Proceso dejaron como herencia una cultura que aún está dispersa. Ni la comunidad argentina tiene posibilidad de absorber la enorme masa de migrantes de la diáspora, aquejados por graves problemas personales (uno, y no el menos importante, es que sus hijos crecieron hablando otras lenguas y educándose en otras culturas, y se resisten ahora al trauma del regreso), ni la legislación argentina permite manejar la situación con flexibilidad. El hecho de que la Argentina sea uno de los contados países del mundo que no acepta el divorcio ha creado una curiosa situación: las complicaciones del exilio destruyeron la mayoría de las parejas, las dispersaron; a la vez, la legislación argentina no acepta ni legitima a las nuevas familias que se formaron fuera. Reconstruir la familia es a menudo imposible, los hijos repartidos por el mundo no pueden ser reunidos, con lo que el antiguo consuelo de Job no puede tener efecto en la Argentina. Aquí Job recibe una doble sanción: es condenado a segregarse de su comunidad y sigue estando condenado a no rehacer su familia.

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Notable ejemplo de la dispersión de la cultura es lo que ha sucedido con el cine: junto a películas que, como La historia oficial, han podido realizarse dentro de las condiciones de producción que ofrece hoy el país, hay muchas otras películas argentinas nacidas en el exterior, de las cuales el país tiene imperfecta o ninguna noticia, como los documentales hechos en Cuba por Fernando Birri, o El exilio de Gardel de Fernando Solanas o las obras de Edgardo Cozarinsky en Francia. Así como hubo incontables ficciones que se escribieron y publicaron en el exterior durante todos estos años (las de Osvaldo Soriano, Manuel Puig, Juan José Saer), hubo también al menos una decena de películas nítidamente argentinas que se realizaron fuera.

Para el exiliado, el regreso a la Argentina es también una sorpresa. El país idealizado por la distancia le revela su verdadera cara: durante la última década, las rapiñas del autoritarismo militar sumieron a las grandes ciudades en una decrepitud visible, que advierten con más claridad quienes las conocieron en su momento de esplendor y vuelven a verlas al cabo de una década. Reencontrarse con Buenos Aires es conmovedor. La pobreza ha engendrado una profesión nueva, el cuentapropismo, que es el pequeño negocio, los kioscos múltiples que venden de todo. A lo largo de kilómetros y kilómetros, en las avenidas principales, esos minúsculos tarantines compiten con ferocidad. La venta de artículos ínfimos, generalmente inútiles, es la ocupación visible de la ciudad. A nivel de las plantas bajas, a ras del suelo, el centro de Buenos Aires no se diferencia del centro de típicas ciudades latinoamericanas como Caracas, Bogotá o México: hay la misma multiplicación de los pequeños comercios. La miseria exhibe allí todas sus lacras. Pero a partir del primer piso, el esplendor de los viejos tiempos, algo desteñido, aún está en pie. Es como si una parte de la ciudad se hubiera congelado en el pasado mientras la otra empieza a tomar conciencia de su continente de pertenencia. La ciudad, Buenos Aires, ejemplifica de algún modo lo que ha sucedido con la clase media argentina, que vivió una ilusión de riqueza durante el peronismo, gracias a la mano de obra barata que afluía hacia la ciudad, y que ahora se ve enfrentada a su genuina pobreza.

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Otra de las consecuencias de la dictadura es el advenimiento de una conciencia tercermundista en la Argentina. El país situado en el confín austral del planeta, que se imaginaba a sí mismo como una extensión de la cultura francesa y del poderío británico, el país que rechazaba (por atrasadas y provincianas) las herencias de los colonizadores españoles y de los inmigrantes italianos, empieza a descubrir, como quien reconoce sus propias ruinas después de la guerra, que forma parte de América Latina, que su identidad está en el propio continente y no al otro lado de los mares y que su destino económico, el abismo de su destino, es similar al de las naciones endeudadas del hemisferio. La deuda externa ya no es una ficción que la dictadura oculta o disimula; ahora es una llaga que se siente en carne propia y que pesa sobre la vida cotidiana.

Uno de los signos más rotundos e inmediatos es la imposibilidad de tener todos los libros al alcance de la mano, como en los años sesenta. La pobreza ha engendrado también una provincianización de la cultura. En los años sesenta, los argentinos se preciaban de producir su propia información y de tener corresponsales o enviados especiales donde quiera sucediesen los hechos, ya se tratara de un atentado del ira en Belfast o de una elección en Quebec, como de una asamblea del Consejo Mundial de Iglesias en Ginebra. Era inimaginable entonces que la Argentina se resignara a ser informada por las cadenas mexicanas de televisión, cuyo lenguaje y cuyas fórmulas de investigación periodísticas habrían sido rechazadas de plano por los espectadores argentinos de otros tiempos.

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Al país vencido y empobrecido de hoy sólo le interesa lo que pasa en la Argentina o lo que puede repercutir de manera directa sobre los destinos individuales de los habitantes. Al anestesiar durante décadas la sensibilidad cultural del país, los regímenes militares produjeron también un raro proceso de aislamiento mental. El tema central de las conversaciones es ahora el dinero. El valor de un libro, de una película, de un programa de televisión se mide por su éxito en el mercado. Hasta la ciencia se ha mercantilizado. Un cirujano de alto nivel es respetado no porque lo es sino, ante todo, porque los medios se ocupan de él masivamente como personaje. La comunidad cultural argentina es un reino donde para ser, para existir, es preciso adquirir primero estatus de superestrella.

¿Cómo es una superestrella en la Argentina? Ante todo, se establece en un campo de saberes. Lo sabe todo. El saber es su poder. Una superestrella no admite jamás forma alguna de ignorancia. Ese saber que todo lo abarca, instaurado como valor de mercado en la comunidad intelectual (quien no lo sabe todo es nada o nadie) ha cercenado la capacidad de asombro y la voluntad de investigación en la Argentina. En verdad, los argentinos no sabemos gran cosa, porque los regímenes militares redujeron el conocimiento a su propia medida. Pero simulamos un saber absoluto, a la manera de nuestros dictadores. A ellos nada los sorprendía. Tampoco a nosotros. El país se ha congelado en un conocimiento de cuartel y, lo que es peor, se niega a aceptar que no sabe.

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Saber de veras, saber en serio, fue algo también confinado a la marginalidad durante la dictadura. En 1976, la Argentina fue —como Perón había querido treinta años antes— una nación en armas, un conjunto de voluntades civiles alineadas férreamente bajo el mando del líder militar de turno. Esa homogeneidad fue quebrada por la aparición, aquí y allá, de nuevos grupos de estudios humanísticos, que confluyeron sobre todo en el Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración (CISEA) y en el Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES). Las investigaciones y las publicaciones de esos grupos crearon una de las pocas vías de escape a la censura militar. Se podía discutir en privado —y sólo entre amigos— sobre problemas teóricos de la cultura y de la política, con alusiones muy sesgadas, muy indirectas, a los reales dramas del momento: las desapariciones, los secuestros, las matanzas, el exilio. Como resistencia, eso era ínfimo. Alcanzó, sin embargo, para despertar la conciencia de los sectores menos ciegos de la comunidad intelectual.

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El primer gobierno democrático reconoció ese aporte y eligió a miembros de aquellos dos centros de estudio como ministros y asesores. Sobre ellos recayó, pues, parte de la difícil reconstrucción cultural. También fueron ellos quienes ocuparon el campo que los exiliados dejaron atrás cuando se marcharon. Un campo ocupado es siempre un campo clausurado cuando la demanda de trabajo es poca y el mercado está en crisis. Así nació el primer conflicto entre los que se fueron y los que se quedaron. Los que se fueron que habían actuado como héroes y esperaban que, al volver, les fuera devuelto su territorio. Pero los que se quedaron también sentían que su resistencia silenciosa había sido heroica.

El que volvía, además, se encontraba con otro país: un país en el que era desconocido, que no tenía noticias de los libros que había publicado o de los trabajos que había hecho durante su ausencia. Y advertía que el peso de su opinión había disminuido o era nulo. Era un país en el cual él mismo se desconocía, un país ya imposible de recuperar (porque él, dentro de su imaginación, lo había congelado en el tiempo). Y sin embargo el país se había movido, profundamente, en muchas direcciones. Necesitaba recuperar el país a cualquier precio, pero todo lo que hacía por acercarse a él lo alejaba.

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Los que se fueron y los que se quedaron descubrieron, al fin, un lugar de encuentro, de convivencia, de no agresión: el lugar del olvido. Fingieron que las pequeñas traiciones o agachadas ante el Estado terrorista no habían sucedido y que todos habían mantenido una actitud de igual dignidad y rechazo. Los que se fueron olvidaron, o fingieron olvidar, las complicidades con el régimen o distracciones ante la realidad en que incurrieron algunos de los que se quedaron; y los que se quedaron olvidaron, o fingieron olvidar, las acusaciones que les habían asestado desde el exilio. Sólo se condenó a quienes habían estado en los extremos, a los torturadores y a los jefes de las organizaciones armadas, como si de veras hubiese dos demonios y todas las violencias se pudieran medir con la misma vara.

¿Por qué se habló de los extremos, de la extrema izquierda y de la extrema derecha? Tales categorías semánticas sólo intentaban encubrir, enmascarar y en última instancia proteger a los que se situaron un poco más al centro del espectro, y en especial a la derecha política que primero abogó en favor del golpe del 24 de marzo de 1976 y luego medró con él, a los cruzados que se indignaron contra las denuncias de los exiliados y estigmatizaron —en la prensa y en las embajadas— la llamada “campaña antiargentina”, identificando al país con la Junta Militar que lo gobernaba. Para que la inmensa marea de cómplices del terror oficial siguiera ocupando un sitio en la comunidad argentina se inventó la teoría de un Mal que estaba en los márgenes, en los extremos. Curiosa paradoja en una sociedad cuyos resistentes, cuyos auténticos héroes culturales, fueron los que se situaron en los márgenes de la cultura, los que hablaron o cantaron desde ese imposible extremo de los que no tienen cabida ni lugar.

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Desde que el Mal fue instalado en los dos extremos del espectro ideológico, todo lo que estaba en el medio —o se situaba en el medio— contó con la absolución y el olvido de la comunidad. Así como en 1976 el vicario castrense decidió que la guerra del Estado contra los sospechosos de subversión era una guerra santa y que tanto los campos de concentración como los tormentos inquisitoriales eran justos, así también el sector dominante de la comunidad (incluyendo el peronismo tradicional, el ala tecnocrática del gobierno y, sobre todo, la prensa acomodaticia y los intelectuales ávidos de remuneración estatal y de prestigio) estableció que la hora del olvido y de la convivencia en paz había llegado. Que los cómplices del terror de ayer no tenían por qué desocupar las tribunas en la televisión, las columnas de los diarios o las cátedras universitarias, y que los revoltosos radicalizados de ayer podían también regresar.

La Argentina da la impresión, entonces, de haberse reconciliado. La voz de orden es negar el pasado para que haya futuro. No es así, sin embargo. Lo que se vive es sólo un paréntesis de conciliación, cuyo único valor perdurable es la democracia. Lo demás son ruinas: morales, económicas, políticas, sindicales.

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* Tomás Eloy Martínez trabajó las redacciones de los semanarios Primera Plana y Panorama, trabajó en La Opinión, fundó El Diario de Caracas, formó parte del equipo creador de Página/12 y fue columnista de periódicos nacionales y extranjeros. Publicó numerosos libros, entre ellos, La pasión según Trelew (1973), Lugar común la muerte (1979), La novela de Perón (1985), La mano del amo (1991), Santa Evita (1995), El vuelo de la reina (Premio Alfaguara 2002), El cantor de tango (2004), Las vidas del General (2004), Purgatorio (2008) y Tinieblas para mirar (2014). Ha sido traducido a varias lenguas, y en particular las emblemáticas La novela de Perón y Santa Evita han sido leídas en más de treinta idiomas y editadas en más de sesenta países. Fue finalista de The Man Booker International Prize por el conjunto de su obra. También desarrolló una importante carrera académica, en la que se destaca su condición de profesor emérito de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey.

Por Tomás Eloy Martínez * / Especial para El Espectador

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