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La izquierda latinoamericana tiene una larga tradición antiimperialista. Durante la Guerra Fría, le sobraban razones para oponerse a los Estados Unidos. Las intervenciones militares de la potencia norteamericana en el continente, así como el apoyo de Washington a numerosos golpes de Estado y crueles dictaduras motivaron a muchos líderes de izquierda latinoamericanos a alinearse con la Unión Soviética y con la República Popular China. Los cálculos geopolíticos se sumaron a las razones ideológicas para oponerse al “imperialismo yanqui”.
El fin de la Guerra Fría dio lugar a un significativo cambio de percepciones y a realinderamientos políticos impensables anteriormente. Para la muestra, un botón: en la última década del siglo pasado, Estados Unidos ejerció una presión considerable sobre los gobiernos de derecha en El Salvador y en Guatemala para que suscribieran acuerdos de paz con las guerrillas de esos países, de modo que cesara la violencia política y se pudiera consolidar la democracia. En toda Latinoamérica, el respeto a los derechos humanos se convirtió en un punto de convergencia que suavizó, por así decirlo, la aspereza del momento unipolar de la potencia estadounidense.
No obstante, desde comienzos de este siglo, la izquierda latinoamericana ha encontrado nuevas razones para reeditar su discurso antiimperialista. Las fallas en el liderazgo estadounidense y el crecimiento económico de nuevos rivales han consolidado una actitud resuelta a favor de un mundo multipolar. Hoy por hoy, multipolaridad es uno de los mantras de la izquierda latinoamericana. El tema es que, muchas veces de una manera mecánica e irreflexiva, esta izquierda se vuelca hacia China y hacia Rusia de un modo que favorece la consolidación de nuevos imperialismos. La excepción más notable a este respecto es la posición del Gobierno del presidente Gabriel Boric en Chile, el cual ha condenado continuamente la agresión rusa contra Ucrania.
En lo que concierne a las agresiones de la República Popular China a Taiwán, una buena parte de la izquierda latinoamericana sigue anclada en el pasado. Ese pasado es clave para entender las incomprensiones de la izquierda que sigue ciega a los reclamos de autodeterminación de Taiwán.
De partida, conviene tener presente que Taiwán heredó su nombre oficial, República de China, del régimen republicano establecido en 1911 bajo el liderazgo de Sun Yat-sen. Sin embargo, nunca ha hecho parte de la República Popular China, el régimen establecido por las fuerzas comunistas en 1949. De ahí que sea un abuso de las palabras que los líderes comunistas chinos designen a Taiwán como una “provincia rebelde”.
Era un abuso que el líder nacionalista Chiang Kai-shek, radicado en Taiwán, pretendiera ser el representante de toda China y que, en su nombre, ocupara una silla permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. No obstante, hoy es un abuso, no menos grave, que la República Popular China pretenda asumir la representación de Taiwán, un país que tiene sus propios representantes, además, libremente escogidos, en contraste con lo que sucede en la China continental.
En la mente de muchos líderes de izquierda, Taiwán sigue siendo el último refugio de las fuerzas nacionalistas que se enfrentaron a Mao Zedong. Esta imagen, congelada en el tiempo, dista mucho de la realidad. En 1990, los estudiantes taiwaneses lideraron protestas a favor de la democracia, a las que se unieron muchos otros sectores de la sociedad civil. Contrariamente a lo que ocurrió en la Plaza Tiananmén, esas demandas fueron escuchadas y abrieron la puerta a una transición a la democracia que ha hecho de Taiwán un país ejemplar. La isla que otrora fuera llamada Formosa hace parte del selecto conjunto de democracias plenas, según el índice elaborado por el semanario The Economist.
El extraordinario dinamismo de la economía taiwanesa está balanceado por un modelo de bienestar social, que es la envidia de muchos países. El acceso a la salud es público; a la educación, también. Junto a la red de instituciones públicas de educación, hay también instituciones privadas, que reflejan un saludable pluralismo. Budistas y taoístas comparten numerosos templos, y junto a ellos hay numerosos lugares de culto cristianos; hay incluso once mezquitas y dos sinagogas. Un poco más de dos terceras partes de la población se identifica como taiwanesa, no como china, un hecho que refleja la diferente trayectoria histórica que ha tenido esta nación de veintitrés millones de habitantes.
En contraste con la anuencia de buena parte de la izquierda latinoamericana hacia las agresiones de China contra Taiwán, el Parlamento Europeo ha decidido rechazarlas de manera enérgica, pues las considera una amenaza a la paz mundial. Otro punto muy importante de la posición tomada por el Parlamento Europeo concierne la interpretación de la Resolución 2758 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que le entregó a la República Popular China en 1971 una silla permanente en el Consejo de Seguridad. El Parlamento Europeo puntualizó que esa resolución “no determina que la República Popular China goce de soberanía sobre Taiwán, ni se pronuncia sobre la futura inclusión de Taiwán en las Naciones Unidas o en cualquier otra organización internacional (…).”
Tres líderes de izquierda latinoamericanos, los presidentes de Brasil, Ignacio Lula da Silva; de Chile, Gabriel Boric; y de Colombia, Gustavo Petro, se reunieron el martes con el presidente de China, Xi Jinping, quien aboga por la reunificación, incluso por la fuerza, de Taiwán. Ojalá esos tres líderes reconsideren su posición pues, de otro modo, como en el caso de la agresión rusa contra Ucrania, le estarían abriendo la puerta a nuevos imperialismos.
* Abogado y Ph D en ciencia política. Profesor Asociado del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.
Por Juan Gabriel Gómez Albarello * / Especial para El Espectador
