La acampada por la independencia de Cataluña

Desde hace 60 días, un grupo de personas se instaló en Plaza Cataluña en Barcelona para exigir la declaración de la República, la investidura de Carles Puigdemont y la libertad de los políticos encarcelados. Hay incertidumbre.

Laura Dulce Romero
04 de abril de 2018 - 03:00 a. m.
Esta es la acampada en Plaza Cataluña, un lugar emblemático de Barcelona. La protesta cumple hoy 60 días, en medio de un proceso que parece un barco a la deriva. / Laura Dulce Romero
Esta es la acampada en Plaza Cataluña, un lugar emblemático de Barcelona. La protesta cumple hoy 60 días, en medio de un proceso que parece un barco a la deriva. / Laura Dulce Romero

Aunque llegó la primavera, en la Plaza Cataluña pareciera que el invierno no quisiera marcharse. Hay dos elementos que no faltan: la lluvia repentina que interrumpe los pocos rayos de sol y baña los árboles florecidos, y 15 carpas arrumadas que resisten los aguaceros. Están instaladas justo entre las dos fuentes que engalanan el punto más visitado de Barcelona. Resisten el agua que cae incesante, pero para quienes las habitan ese es el menor de los malestares. Lo que de verdad les preocupa, repiten, es la represión del gobierno español desde que comenzó el proceso de independencia. Justo hoy las carpas cumplen 60 días de estar allí y 500 noches de frío. Al principio, eran unas cuantas tiendas pequeñas y pocos utensilios. Pero con el cambio de estación, este hogar de paso de 30 personas se ha ido puliendo. Cada semana hay algo diferente: más banderas, relevos de carteles, más ollas, otras cuantas cobijas y un nuevo toldo donde se venden lazos amarillos, que significan libertat presos politics (libertad de presos políticos, en español).

La gente se acerca, sobre todo los turistas curiosos, quienes por un momento se visten de periodistas y preguntan las razones de la instalación del campamento. Hay quienes escuchan, asienten y hasta donan a la causa a cambio de una bandera, un lazo o un pin. Hay quienes prefieren hacerse sentir con el flash de su cámara y otros que huyen y eliminan la posibilidad de un saludo. De repente, uno que otro osado a lo lejos grita “Viva España”. Pero esos gritos no incomodan a los nuevos residentes de la Plaza Cataluña: “Que cada quien se exprese como quiera”, dice una mujer que atiende a los visitantes. Al poco tiempo pasa alguien más y agita el entorno con un “Vizca Cataluña”. Y así se pasa la tarde: entre adeptos y detractores, compras fotos y preguntas que generan otras preguntas.

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“El campamento se levantó el día que se tenía que hacer la investidura de nuestro presidente Carles Puigdemont. Entramos al parlament un grupo bastante numeroso y al final nos desalojaron. Cuando salimos de ahí, quedamos 30. Hablamos y creímos que no nos podíamos ir a casa y dejar las cosas como estaban. Entonces decidimos armar esto, exigir la investidura y la libertad de los presos políticos”, cuenta Cesc, de 26 años, uno de los inquilinos y quien trabaja como mesero.

Fue una decisión casi impulsiva, pero se fue moldeando rápidamente como arcilla. Para sostener el campamento hay una base estable. Sus integrantes, jóvenes y adultos, se turnan para que la protesta no perjudique sus vidas. Hay estudiantes, padres y madres de familia, trabajadores, pensionados. Todos quieren protestar y creen que eso es compatible con su cotidianidad. Así que mientras unos están en el campamento, otros van a sus casas, se duchan, están con su familia o trabajan. Lo importante es que las carpas nunca estén deshabitadas porque explicarle a la gente el panorama político es su prioridad.

Casi todos duermen a diario en las tiendas de campaña, que cada vez son más cómodas. Están armadas sobre bases de madera y adentro cuentan con suficientes cobijas y colchones para que la espalda no sufra la larga espera. No hay una distribución entre los manifestantes. Quien llega, debe buscar el espacio disponible. El ejercicio, dice Cesc, incluso ha sido curioso, pues deben dormir con personas que conocieron hace dos días o un par de horas. Pensé cuán extraño sería vivirlo, pero pronto aterrizó la idea recordándome que se trata de un prejuicio. Que hay matrimonios que comparten la cama durante décadas y siguen siendo desconocidos.

“¿Por qué no hacerlo? Esa es la pregunta. Es una experiencia única dormir con gente que quizá te encontraste en una calle y no recuerdas. Eso ha hecho que los lazos sean más fuertes. De hecho, del movimiento independentista destaco que nos ha unido socialmente. Aquí está la burguesía y la clase obrera. La derecha y la izquierda. Todos compartimos este espacio porque queremos una Cataluña donde puedas expresarte con libertad”.

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Además de los dormitorios, los miembros del campamento armaron una pequeña cocina que han mejorado con las donaciones. Vecinos y simpatizantes les preguntan qué necesitan. O a veces sin consultar les llevan más utensilios, sillas y carpas. Allí nada ni a nadie se rechaza. También tienen dos comedores: uno de madera y otro que quizá es el más heterogéneo de Cataluña. Está compuesto por sillas de madera, tela y plástico, y una mesa que tambalea con un vaso encima. En este espacio o en la plaza convocan las paradas informativas, en las que explican su postura política, sus argumentos para apoyar el independentismo y su rechazo a las decisiones del gobierno español. También se realiza la recaudación para la caja de resistencia. “Lo que recaudamos, que también proviene de donaciones a cambio de lo que hacemos manualmente, lo enviamos a una entidad que cubre los gastos de juicios y multas de los políticos”, explica Cesc.

En la carpa donde venden los lazos está Xesco, de 47 años. En su voz ronca se asoma el cansancio, pero también la tranquilidad del deber cumplido. Es adiestrador, tiene tres hijas y un matrimonio que está en problemas por su terquedad de vivir en Plaza Cataluña hasta que “se liberen los presos políticos y se implemente la república”. Cuenta que las presiones no son únicamente familiares. Los mossos de escuadra (policía de Cataluña) han intentado moverlos, pero advierte que son “muy cabezones” y, si algún día lo sacan, tendrá que ser “con los pies por delante”.

No cree que la espuma del movimiento independentista haya bajado después de la implementación del artículo 155, como aseguró el gobierno español, con el que destituyeron a Puigdemont y disolvieron el Parlament. Tiene claro que hay paréntesis y que los movimientos sociales tienen altos y bajos, dependiendo de la vorágine informativa. Por eso insiste en defender los dos millones de votos que apoyaron la independencia en el referéndum del 1º de octubre del año pasado y tomarse el espacio público pacíficamente. Mientras explica, más visitantes se asoman. A todos se les da la bienvenida en catalán.

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“La recepción de la gente ha sido positiva. De momento hay apoyo. Pero tenemos que entender que muchos tienen miedo. No todos harán acampada. Hacemos mesas redondas y explicamos la situación política. Queremos que la gente se lleve otra visión sobre lo que pasa en Cataluña. Nosotros no somos terroristas. Queremos democracia y salvaguardar nuestros derechos humanos. Todos son bienvenidos y queremos que sepan que somos pueblo. Detrás de esto no hay partido político, ni asociaciones ni instituciones públicas”.

Mientras hila sus ideas, los visitantes de turno, una señora de por lo menos 60 años y sus nietas adolescentes, difunden su preocupación por la detención de Puigdemont, quien fue capturado en Alemania la semana pasada. Unos minutos antes, Cesc y Xesco aseguraron que lo único que podría movilizar a los ciudadanos y barrer la tranquilidad es el encarcelamiento y posterior extradición del expresidente de la Generalitat. Tuvieron razón. Esa noche de la detención se revivió la herida del día del referéndum: resultaron heridos 33 manifestantes y tres más fueron detenidos.

Futuro incierto, protesta perpetua

Hoy el process es un barco a la deriva. Lo que empezó como una lucha por un referéndum terminó en procesos judiciales y una inestabilidad política sin precedentes. La incertidumbre sigue siendo la única que mueve el timón y, cada día que pasa, el barco duda en qué puerto atracar. Sin embargo, para Toni Rodon, investigador postdoctoral de London School of Economics, la detención de Puigdemont cambió el panorama: “Con este hecho se internacionalizó el problema”.

Por un lado, la Fiscalía de Alemania, a través de un comunicado, aseguró ayer que el expresidente catalán Carles Puigdemont será extraditado a España por rebelión y malversación de fondos, dos delitos que son homologables entre el estado español y el alemán. Y pidió que se mantenga su detención por riesgo de fuga mientras se entrega a las autoridades españolas. Sin embargo, aun la decisión puede tardarse hasta 60, tiempo que tiene la audiencia territorial de Schleswig-Holsteinische para pronunciarse. Incluso, este tiempo podría ser prorrogable otros 30 en caso de que la defensa presente recurso de apelación.

Por otro lado, las Naciones Unidas aceptaron la demanda de Puigdemont, en la que denuncia la vulneración de sus derechos políticos. Además, dictaminó unas medidas cautelares y advirtió a España que debía garantizar los derechos políticos de los diputados. Los partidos independentistas no lo tienen todo perdido.

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Lo que sí es claro, según el analista político, es que Puigdemont no será presidente de la Generalitat, a pesar de que en campaña se hubiera resaltado que si los independentistas eran mayoría, volvería. “No se logrará su investidura. Su partido, JunstxCatalunya y la CUP quieren. Pero Esquerra Republicana, el otro partido aliado, tiene sus dudas. Lo hará, pero con miedo. Y nos es para menos, pues si la mesa del Parlament hace su investidura, el gobierno español llevará la decisión al Tribunal Constitucional y estaría amenazada de prisión. Lo que no quiere Esquerra es que pase lo mismo que con sus dos líderes principales, que uno está en cárcel y otra tuvo que exiliarse en Suiza. El costo es muy alto”.

De hecho, hay rumores de que el juez del Tribunal Supremo inhabilitará a dos diputados, Toni Comín y Carles Puigdemont. Eso significa que el expresidente de la Generalitat podría perder su condición de diputado y por ende su posibilidad de volver a su puesto. A pesar de esto, el Parlament de Catalunya aprobó ayer dos resoluciones en las que se pide, por un lado, la “libertad” de los diputados presos y se reivindica, por el otro, el “derecho” de Carles Puigdemont, Jordi Sánchez y Jordi Turull a ser investidos como presidentes.

A corto plazo, los partidos catalanistas buscan obtener la autonomía, derogar el artículo 155 y la libertad de los políticos. A largo, el objetivo no es tan claro, señala Rodon, pues se busca la legitimidad, pero aún no tienen definido qué hacer una vez vuelva la estabilidad. Hay tres escenarios posibles: “El primero, el más probable, es que todo siga igual y la tensión se perpetúe durante años. Cataluña no es suficientemente poderosa para cambiar el Estado español, ni el Estado va negociar; el segundo es que se acceda a un cambio de estado federal, al estilo de Canadá y Reino Unido, y el tercero, garantizar un referéndum cuando la correlación de fuerzas políticas cambien en las próximas elecciones”.

El gobierno español insiste en que no contempla la negociación y en estos momentos se adelantan decenas de procesos judiciales por el referéndum y la declaración de independencia. Con este panorama, les pregunto a los manifestantes del campamento si están preparados para vivir una larga temporada en Plaza Cataluña. Mientras cocinan un arroz, Xesco dice que sí, que saben que los cambios tardarán si esperan que lleguen desde la política: “Pero se les olvida que los de abajo también tenemos poder”. Por eso se aferran a este espacio, así llueva, truene o relampaguee.

Por Laura Dulce Romero

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