En agosto de 2013, el mundo contuvo la respiración cuando informes confirmaron que el régimen de Bashar al-Assad había utilizado gas sarín contra civiles en Guta, Siria. Un año antes, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, había advertido que el uso de armas químicas constituía una “línea roja” que obligaría a Washington a actuar.
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El momento de la verdad llegó: más de 1.400 personas murieron en el ataque en Guta, y el discurso de la “línea roja” se transformó en un dilema real. ¿Respondería Obama con una acción militar para mantener la credibilidad? El demócrata ordenó preparar ataques aéreos. El Pentágono estaba listo, “con el dedo en el gatillo” según recordó el general Martin Dempsey, jefe del Estado Mayor Conjunto. Pero, entonces, Obama titubeó.
En lugar de ordenar el ataque, Obama optó por una salida diplomática inesperada: gracias a la mediación de Rusia, Assad aceptó entregar gran parte de su arsenal químico. El acuerdo evitó la intervención militar, pero también dejó claro que la línea roja no se había hecho cumplir.
Las consecuencias fueron contradictorias. Por un lado, se logró destruir miles de toneladas de agentes químicos sin disparar un misil, un resultado diplomático notable. Por otro, la percepción internacional fue de que Obama había “reculado” (“blinked”). Los adversarios de EE. UU. vieron debilidad, y en Siria, grupos extremistas como el entonces incipiente Estado Islámico aprovecharon el vacío para crecer prometiendo protección contra Assad.
Hablar de líneas rojas es dibujar un límite claro, una frontera que no puede ser traspasada sin provocar consecuencias. En diplomacia y estrategia militar, estas declaraciones cumplen dos funciones: disuadir al adversario y mostrar determinación ante la opinión pública. Durante la Guerra Fría, el concepto estaba ligado a la disuasión nuclear: Moscú y Washington se lanzaban advertencias que, al estar respaldadas por arsenales apocalípticos, tenían un peso real.
Pero en contextos menos absolutos, las líneas rojas se han convertido en un arma de doble filo. A diferencia de la disuasión nuclear —que se apoyaba en la certeza de la destrucción mutua—, las líneas rojas modernas son advertencias que dependen de la credibilidad política y de la voluntad de cumplirlas. Y ahí está el problema: los líderes rara vez tienen margen para sostenerlas sin pagar un costo interno o internacional.
“Chamberlain y otros líderes europeos amenazaron a Hitler varias veces acerca de que si avanzaba sobre Checoslovaquia, irían a la guerra. Hitler avanzó en 1936, no hicieron nada. Algunos dicen que querían evitar al máximo una confrontación directa -suena familiar eso ahora- y sólo cuando atacó a Polonia 3 años después hubo guerra. Entonces, en ocasiones no se quieren asumir los costos de acción de trazar una línea roja, pero es usada como una retórica de advertencia”, señaló el profesor Rafael Piñeros de la Universidad Externado.
El caso sirio nos expone el dilema central con esta retórica: la línea roja se convirtió en una trampa en la actualidad. En este caso, cumplirla significaba arrastrar a EE. UU. a otra guerra en Medio Oriente, pero no cumplirla significó dañar la credibilidad estadounidense. Es tal vez uno de los ejemplos más citados de lo problemático que resulta trazar líneas rojas en política internacional: se anuncian como límites absolutos, pero, al cruzarse, revelan la fragilidad del compromiso y la dificultad de sostener la amenaza.
Hoy, en la política internacional, pocas frases tienen tan poco peso como “cruzar una línea roja”. Se han convertido en trampas retóricas que debilitan más al que las enuncia que al que las desafía. Solo hay que ver lo que ocurrió esta semana, cuando todas las líneas rojas posibles de los conflictos calientes en el mundo empezaron a reajustarse.
La incursión de drones rusos sobre Polonia el martes fue un ejemplo claro de cómo se ponen a prueba las líneas rojas de la OTAN. Por primera vez, aeronaves Shahed penetraron profundamente en territorio de la alianza, con impactos en al menos ocho localidades, incluida Wyryki-Wola, donde una pareja de ancianos sobrevivió por poco cuando los restos del artefacto atravesaron su techo, de acuerdo con The Telegraph.
Varsovia respondió activando defensas aéreas con apoyo de Países Bajos, Italia y Alemania, e invocó el Artículo 4 del Tratado del Atlántico Norte, que obliga a consultas entre miembros, pero no el Artículo 5, la cláusula de defensa colectiva. El resultado fue doble.
Por un lado, el presidente Vladimir Putin midió hasta dónde podía empujar sin desatar una guerra abierta y comprobó que una violación no letal del espacio aéreo aliado no bastaba para activar la respuesta máxima. Al mismo tiempo, la OTAN demostró capacidad de reacción y coordinación militar, pero prefirió mantener la ambigüedad para evitar una escalada.
Como señaló la ex portavoz de la alianza Oana Lungescu, el episodio fue un “test de defensas” exitoso, pero también reveló lo borrosas que pueden ser las líneas rojas en la práctica: suficientes para disuadir, pero no siempre para sancionar al infractor.
Israel, por otro lado, que atacó cinco países diferentes esta semana, también hizo un testeo de las líneas rojas en el Oriente Medio. Ya había golpeado en Siria, Líbano e Irán, pero por primera vez atacó directamente el centro neurálgico de un socio estratégico de Washington: Catar, mediador histórico entre potencias y actores regionales, que quedó expuesto como blanco a pesar de su papel conciliador.
Analistas como Mairav Zonszein, del International Crisis Group, subrayan que Israel actúa bajo la convicción de que, mientras no haya un freno internacional serio, puede bombardear “capitales de Medio Oriente como le plazca”. La respuesta estadounidense fue tibia: el presidente Donald Trump reconoció el ataque como “unilateral”, pero sin condenarlo. Así, el mensaje que deja Israel es claro: ni la soberanía de los Estados del Golfo ni la presencia militar de Estados Unidos constituyen una línea roja real.
Por otro lado, la reacción regional fue inmediata: Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait condenaron el ataque, subrayando que se trataba de una amenaza existencial para la estabilidad del Golfo. La cohesión del Consejo de Cooperación del Golfo, fracturada en 2017 por el bloqueo a Catar, podría encontrar en esta agresión un motivo de reunificación: si Doha no está a salvo, ninguna capital lo está. Este sábado, el secretario de Estado de EE. UU., Marco Rubio, viajará a Israel para examinar la situación, pero por ahora sigue sin haber consecuencias a la avanzada israelí.
La historia muestra que las líneas rojas solo funcionan cuando hay una voluntad absoluta de cumplirlas y el adversario lo sabe. En 1991, el presidente George H. W. Bush advirtió que una invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein tendría respuesta militar. Cuando ocurrió, Estados Unidos lideró una coalición internacional que expulsó al ejército iraquí. La línea roja se sostuvo porque la amenaza estaba respaldada por una decisión política firme y por una capacidad militar incuestionable.
En contraste, en 1950, el secretario de Estado de EE. UU. Dean Acheson trazó un mapa de defensa de EE. UU. en Asia que excluía a Corea del Sur. Meses después, Corea del Norte invadió. La ambigüedad, según expertos, alentó la agresión. Durante la Guerra Fría, sin embargo, la claridad de las líneas en Berlín y en Cuba —respaldadas por la posibilidad de un intercambio nuclear— evitó que los dos bloques cruzaran ciertos límites.
El patrón es evidente: cuando las líneas son claras y las consecuencias creíbles, pueden servir de disuasión, pero cuando son ambiguas o no hay voluntad política de cumplirlas, fracasan. ¿Qué hacer frente a esta retórica cuando se observa que las líneas rojas se reajustan con cada agresión?
Algunos analistas sugieren abandonar el lenguaje de “líneas rojas” y hablar de “umbrales de respuesta”, menos rígidos y más creíbles. Otros recomiendan usar la ambigüedad estratégica, como hace EE. UU. con Taiwán: nunca se define exactamente qué desencadenaría una intervención, pero se mantiene la incertidumbre como forma de disuasión.
También se insiste en reforzar mecanismos diplomáticos y económicos antes de llegar al punto de las amenazas militares. La construcción de coaliciones internacionales o la imposición gradual de sanciones puede ser más efectiva que una línea roja que, tarde o temprano, será probada.
¿Por qué se siguen trazando “líneas rojas” entonces, si su efectividad está en duda? El trasfondo es aún más complejo. Como advierte la investigadora Anne Holper en la DW, el auge de Rusia, China y otras potencias del Sur Global está desafiando la arquitectura del poder internacional, y con ello, el valor de las líneas rojas.
Para los defensores del orden existente, trazar límites es un intento desesperado por evitar que una transgresión abra la puerta a muchas más. Pero a medida que el equilibrio de poder cambia, esos límites se vuelven imposibles de sostener en todo lugar y en todo momento, y terminan mostrando cuánto puede tolerar la comunidad internacional antes de reaccionar.
En un mundo multipolar, donde los límites se mueven con cada crisis, la rigidez de una línea roja puede ser menos útil que la flexibilidad de un umbral adaptable. Holper describe hoy a las líneas rojas más como un espejismo que como un límite real. En la práctica son un “engaño político” cargado de riesgos: obligan a elegir entre sanciones que nadie quiere aplicar o una humillación pública que erosiona el poder.
Por eso, desde la investigación de conflictos, el consejo es contundente: mejor no trazarlas de manera pública, porque lejos de contener la violencia, pueden arrastrar a una escalada no deseada. Nombrarlas solo multiplica el riesgo de escalada, porque es difícil retirarse de una amenaza fuerte sin perder credibilidad, y ambas partes pueden quedar atrapadas en una confrontación no deseada.
En un mundo donde las fronteras del poder se desplazan, quizá la verdadera prueba no sea trazar nuevas líneas, sino encontrar formas más flexibles y sostenibles de contener la violencia sin quedar prisioneros de la retórica.
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