La madrugada del lunes 21 de abril, Sergio Alfieri, coordinador de los médicos que cuidaron la salud del papa Francisco, recibió una llamada que anticipaba el desenlace.
“El Santo Padre está muy enfermo, tenemos que volver al Gemelli”, le dijo el asistente sanitario personal del Pontífice, Massimiliano Strappetti. Veinte minutos después, Alfieri ya estaba en la residencia de Santa Marta. “Entré en su habitación y tenía los ojos abiertos. Comprobé que no tenía problemas respiratorios e intenté llamarle, pero no respondía”, contó. “No respondía a los estímulos, ni siquiera a los dolorosos. En ese momento me di cuenta de que no podía hacer nada más. Estaba en coma”.
Se consideró un posible traslado al hospital, pero el propio médico lo descartó. “Corríamos el riesgo de que muriera en el transporte”, explicó. Y recordó que Francisco lo había dicho en más de una ocasión: “Quiero morir en casa”. “Siempre lo decía cuando estábamos en el Gemelli”, añadió. Minutos después, el Pontífice falleció en su habitación, tal y como lo había querido.
“Me quedé allí con Massimiliano, Andrea, las otras enfermeras y las secretarias; llegaron todos y el cardenal Parolin nos pidió que rezáramos”, relató Alfieri. “Rezamos el rosario con él. Me sentí un privilegiado. Esa mañana le di una caricia como último adiós”.
Dos días antes, el sábado previo a su muerte, Alfieri lo había visitado por última vez en condiciones conscientes. Le llevó una tarta oscura, como las que le gustaban al Papa, y conversaron brevemente. “Estoy muy bien, he vuelto a trabajar y tengo ganas”, le dijo Francisco, entusiasmado por el mensaje de Pascua que daría al día siguiente, el Urbi et Orbi. Quedaron en verse el lunes. Ese encuentro no llegó a ocurrir.
En los días anteriores, Francisco ya había mostrado una urgencia inusual. Diez días antes de morir, insistió en reunirse con todo el personal del hospital Gemelli que lo había tratado. “Le propuse esperar hasta después de Semana Santa”, recordó Alfieri. “Pero su respuesta fue clara: ‘Me reuniré con ellos el miércoles’”.
Sergio Alfieri es jefe de cirugía oncológica abdominal en el hospital Gemelli de Roma. Fue él quien operó al papa Francisco en 2021 por una enfermedad diverticular grave. Su relación profesional comenzó en 2018, cuando lo conoció en una misa en Santa Marta como consultor médico del Vaticano. Años después, cuando el Papa comenzó a sufrir dolores abdominales, fue él quien lo eligió como su cirujano. Alfieri recibió la indicación de operarlo bajo estricta confidencialidad. Francisco impuso una condición: “Llegaré el domingo después del Ángelus. Nadie debe saberlo. Si se sabe, no me operaré más”.
El día de la operación, antes de ingresar al quirófano, Francisco pidió verlo. En ese breve encuentro, lo bendijo. Alfieri recuerda ese gesto como una forma de encomendarle una responsabilidad médica con dimensión espiritual. “Me bendijo las manos”, relató. “Solo entendí el significado más tarde: quería decirme que usara las manos para trabajar, pero que las usara con el corazón”.
En el transcurso de estos años, Francisco también recurrió a Alfieri para tratar temas institucionales. Le pidió apoyo para evitar que el hospital católico Fatebenefratelli fuera vendido a una entidad no confesional. Con su intervención y la de otros actores, se lograron los fondos para preservar el carácter católico del hospital. Francisco, dijo Alfieri, lo consideraba un acto de “providencia”.
Tras una segunda operación, también mantenida en secreto, el Papa regresó al Gemelli, reafirmando su compromiso con la sanidad pública y con la misión católica de los hospitales. Hasta sus últimos días, Francisco tomó decisiones que reflejaban su visión pastoral. Y aunque su muerte fue inminente, ocurrió en los términos que él mismo había dejado claros: en su casa, en silencio, y acompañado por quienes velaron por su cuidado.
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