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Noche eterna en París, una semana después de los atentados

Esta es la reflexión de una joven ciudadana francesa sobre el pluralismo y la necesidad de aprender a “vivir juntos”.

Clemence Minet, París
21 de noviembre de 2015 - 03:40 a. m.

Es viernes en la noche. Como vengo de una semana de viaje en el extranjero por razones de trabajo, decido quedarme en casa. Mientras selecciono las fotos del viaje a un nuevo país que he descubierto, Israel, recibo en mi teléfono un flash informativo, en el que reportan sobre numerosos tiroteos en París. Enciendo el televisor para saber en qué barrio ha ocurrido y conocer la amplitud del daño.

Cuando me entero de que los tiroteos sucedieron en las localidades X y XI, llamo a una de mis mejores amigas, con quien tenemos la costumbre de salir por esas zonas. Estuvimos allí la semana pasada, en un pequeño restaurante etíope, porque queríamos vernos antes de que yo partiera a ese país tan controvertido. Me dice que esa noche se ha quedado en su casa. Se habla de 18 muertos. Con la seguridad de que ella está bien, me comunico con mi hermano, que vive en pleno corazón de París y que va con cierta frecuenta a los partidos de fútbol. “Veo el partido en mi casa tranquilamente”. Es un alivio. Luego miramos juntos las noticias, el balance aumenta, al menos 30 muertos. Nos enteramos de que una toma de rehenes tiene lugar al mismo tiempo en el Bataclan. No comprendemos bien qué sucede, de modo que nos quedamos juntos al teléfono, intentamos estar serenos frente a las imágenes que descubrimos. Pasamos de canal en canal para saber todo cuanto sea posible, en busca de los datos más recientes, los más completos. Cada vez que cambiamos de canal, tenemos la impresión de que el número de muertos aumenta con rapidez. En principio eran 18, luego 30 y de pronto 60. Debo colgarle a mi hermano porque familiares y algunos amigos llaman para saber de nosotros. Ese acto se repetirá toda la noche.

3:28 a.m.: La última persona de quien esperábamos noticias acaba de entrar a su casa. Recibo un mensaje: “podemos ir a dormir”. Sin embargo, sabemos que no todos han tenido la suerte de recibir buenas noticias esa noche. Sabemos que en ese mismo momento hay familias que lloran a sus muertos o están en la tarea de saber si su familiar sobrevivió, y que pasarán todo el sábado de hospital en hospital. Entonces intentamos dormir con el espíritu conmocionado, atormentado, aturdido, con una sola pregunta en la cabeza: ¿por qué?

¿Por qué esos civiles? ¿Por qué en esos lugares de diversión? ¿Por qué en esos barrios donde la juventud aprovecha las noches de los fines de semana? Ninguna justificación me parece soportable. La conclusión es siempre la misma: ya sea en Siria, en el Líbano, en Francia o más allá, la primera víctima siempre es el pueblo.

Al despertar hay nuevas cifras. Escuchamos que el balance aumenta a 129 muertos y más de 350 heridos, entre ellos 100 en estado crítico. Escuchamos también la palabra “guerra” por primera vez en nuestro territorio. Para nuestra generación, esa palabra concernía sólo a los escenarios de enfrentamientos lejanos o a un período pasado de la historia de nuestro país.

El primer objetivo es sembrar el miedo, sembrar el sentimiento con el que siempre me he negado a vivir: la desconfianza. Una sociedad desconfiada es una sociedad que terminará por autodestruirse. El pueblo francés, bello y rico por su diversidad, debe unirse a todos los otros pueblos para construir la paz y la armonía mundial.

Ese deseo de paz es el mismo que expresé en un trozo de papel en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, justo hace una semana. Mi jefa organizó ese viaje. Su voluntad era llevar a todo su equipo, compuesto de judíos, musulmanes, católicos y ateos, para descubrir las diferentes poblaciones que viven en Israel. El tema del viaje era “vivir en conjunto” y tenía como objetivo reunirse con católicos, judíos, árabes israelíes, palestinos, drusos israelíes, drusos sirios y beduinos, con el fin de intercambiar y acoger sus historias de vida y sus perspectivas sobre la situación. Ese viaje, más allá de los extraordinarios encuentros, fue una revelación. Tuve conciencia de la suerte que tenía de vivir de manera cotidiana, en mi vida profesional, aquello que llamamos “vivir en conjunto”. Este equipo de múltiples religiones, que trabaja mano a mano en el cuidado de personas de la tercera edad, es el reflejo de vivir en conjunto.

La más grande ironía reposa en el hecho de que muchos de mis cercanos dudaban sobre mi viaje a Israel, se preocupaban por el nivel de seguridad, y sólo dos días después de nuestro regreso a Francia, los atentados golpean a París en lugares que frecuentamos.

Las primeras reacciones aparecen en los medios y un argumento va y viene cada tanto: “Francia es responsable de estos atentados porque nunca debió intervenir en Siria. No es nuestra guerra, no teníamos nada que hacer allá”. Paradójicamente, entre los partidarios de esta justificación se encuentran los mismos que se muestran reticentes, e incluso por completo opuestos, a acoger el flujo de refugiados que llegan a Europa y que representan la consecuencia directa de dicho conflicto. Entonces, ¿no sólo nadie debe intervenir en Siria sino que tampoco debemos acoger a las poblaciones que huyen de esta guerra? En ese caso, ¿qué deberíamos hacer?, ¿qué hacemos con esas poblaciones víctimas de los intríngulis políticos e ideológicos?

Hace poco más de 50 años los estados-nación se volcaron hacia el establecimiento de una paz mundial al conseguir un consenso en extremo frágil, cuyos límites aparecen hoy tan grandes como las esperanzas que tuvimos al crear las Naciones Unidas. Sin embargo, es necesario cambiar de escala, eludir el nivel nacional —o incluso supranacional— y observar el nivel local de los ciudadanos, de los habitantes de un mismo pueblo, de un mismo barrio, porque los ejemplos de “vivir en conjunto”, como aquel que presencio cada día en mi trabajo y en mi vida cotidiana, existen en cantidades incuantificables, tanto en Francia como en el exterior. Es el resultado de la mundialización humana, donde las fronteras se cruzan y donde las poblaciones se conjugan. A todos los detractores de esta diversidad, quisiera decirles que es imposible volverse atrás, que nuestras identidades en el siglo XXI son orgullosamente plurales y que estaremos determinados a defender ese “vivir en conjunto” hasta el final.

Por Clemence Minet, París

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