Es una frase que podría ser el título de una canción de Sabina, pero también definir lo que ha ocurrido en gran parte de España desde las 12:30 de la mañana del lunes, y no me refiero solo a lo que decimos para definir la falta de suministro eléctrico, sino también al hecho de darse cuenta de que también se fue otra luz: la del día a día, posiblemente el apoyo más importante para poder desarrollar con normalidad la vida cotidiana.
Pasado el mediodía, en la calle, la estampa habitual de cruzarte con otros que miran su móvil empezó a cambiar, ya que los toques a la pantalla eran más reiterados, algunos se paraban, mientras se empezaban a oír los cláxones de los coches mucho más de lo normal (somos muy impacientes conduciendo), la gente salía a las puertas de las tiendas y los bares… y es que nos habíamos quedado sin electricidad.
Todos pensamos inicialmente que era algo local, del barrio o ciudad, pero cuando parientes de lugares distantes como Barcelona y Valencia te preguntan a la vez: “Oye, ¿ahí tenéis luz?” (internet tardó aún 3-4 horas en caer), se sintió un primer shock, que te lleva a refrescar sensaciones de recientes catástrofes mortales como la pandemia de COVID o las inundaciones que dejaron aisladas muchas zonas de la provincia de Valencia.
Se unieron la inquietud y el desconcierto, que crecieron a medida que se confirmaba la magnitud y el alcance del problema: es en todo el país peninsular, ha afectado a Portugal y, al cierre de esta edición, no se sabía cuándo “volvería” la luz. Lo nunca visto.
En medio de las versiones que atribuyeron el hecho a un ciberataque, distintas autoridades hicieron el llamado a no “especular”. Sin embargo, también admitieron que nada se “descartaba”.
La mente se fue primero hacia la gente cercana, cómo les ha podido afectar: la madre que necesita oxígeno, el amigo que viajaba en tren o en avión, los que tienen que cruzar kilómetros de grandes ciudades sin que funcione un solo semáforo, el que puede haberse quedado encerrado en un ascensor, etc. Mientras avanzaba el día y se acercaba la hora de comer, se viene a la mente que todo lo que tienes en casa, para cocinar o calentar, es eléctrico.
Los bares cerraron o agotaron existencias. La alternativa: comprar comida preparada, la misma idea que ha tenido toda la ciudad. Cuando te llega el turno, no queda nada. Plan B: pan y bocadillo, pero tampoco hay pan en las tiendas. A lo lejos ya se veían colas en los supermercados: los más catastrofistas ya acaparan. Las mencionadas recientes crisis han afinado los reflejos y desafinado los nervios de todos.
Velas y bulos
Camino a casa, empezó la fase de “velas y bulos”. Todavía con internet, empezaron a circular en grupos de Whatsapp, redes, etc., mentiras como que se trataba de un ataque ruso o chino, o, por supuesto, que la culpa la tiene el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Los más sensatos intentaban transmitir calma, informar y desmentir.
En la pandemia de COVID y en la dana de Valencia aparecieron miles de nuevos “expertos” en emergencias, vacunas, virus… y ahora no podía ser menos: también surgieron cientos de eruditos en generación de energía, en cómo interrumpirla, en cibernética. Hasta se ha dicho que esto es lo que pasa “siempre” cuando va a haber un ataque nuclear, aunque no haya ocurrido desde hace 80 años en Nagasaki.
En descargo, no de los que difunden, sino de los que se lo creen, solo se podría decir que hace poco la Unión Europea emitió una inquietante recomendación oficial para que todos los ciudadanos tuviéramos en casa un “kit de emergencia 72 horas”, compuesto por agua embotellada, alimentos, radio a pilas, batería adicional para el móvil, cerillas, velas, pastillas de yodo, etc. Ahora nos acordamos de que no hicimos caso o de que nos burlamos.
Lo de “bulos y velas” es porque empiezas a recorrer tiendas buscando velas, ahora un valoradísimo bien. Con al menos una, ya no estarás a oscuras si la cosa continúa. Pero… si no fumas, ¿con qué lo enciendes? Otro artículo codiciado: un mechero o cerillas.
Ya en casa, salvas como puedes el momento de la comida, y empiezas a pensar en las “siguientes pantallas”, y no me refiero a las digitales, aunque esas las tienes presentes (por ausentes) en la mente todo el rato, pero, de momento, en un lugar secundario.
Una de esas “pantallas” puede estar, por ejemplo, en el fondo de algún cajón: un aparato de radio a pilas (suponiendo que lo tengas y funcione), para informarse de verdad del problema, previsiones, causas, etc., y sobre todo oír qué dicen los expertos en el tema, las autoridades y los corresponsales radiofónicos. Por fin aparecía algo de alivio: los hospitales atienden emergencias correctamente, la seguridad en viaje está garantizada (hay miles de viajeros de ferrocarril atrapados, pero sin peligrar su integridad), etc.
La información tranquiliza. Pantalla nueva: los lectores habituales de libros en papel son los que lo tienen mejor, pero los que no: ¿qué hacer ahora?, ¿sin TV, sin internet, sin Ipad, sin teléfono móvil, sin poder hacer llamadas? Y aun hay más: ¿cuánta batería nos queda en los dispositivos? ¿Por qué no los habré cargado más? Pronto caes en la cuenta de que da igual: sin conexión a internet, son solo “bultos sospechosos”.
Siguen la desazón mientras se va acercando la noche. Los trasnochadores se preguntan cómo pasarán el tiempo sin luz. ¿Habrá que enfrentarse a la sensación de no hacer nada o de aburrirse? ¿Habrá familias que tendrán la obligación u oportunidad de hablar entre ellos? Alguno evoca que a los nueve meses del famoso “apagón de Nueva York” se disparó allí la natalidad.
Pero la cosa no pasa a mayores ya que, por suerte, al menos en mi ciudad, Barcelona, se empieza a recuperar ‘’la normalidad”: vuelve el suministro, y, como a lo bueno se acostumbra uno rápido, en un momento parece que todo ha sido un sueño raro. Teniendo electricidad, la “otra luz” ha vuelto por completo: se pulsan botones y llega el pack completo: internet, cocina, ascensores, pantallas. Aquí “no ha pasado nada”, pero uno no se puede dejar de pensar si estamos preparados para afrontar esto durante más días.
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