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El próximo 22 de febrero la guerra en Ucrania llegará a los tres años de duración, convirtiéndose en una de las 10 mayores guerras de la humanidad desde la segunda mitad del siglo XIX. El número de muertos, un dato aún secreto para las dos alianzas comprometidas en esta guerra, según estimaciones de fuentes especializadas, supera ya el millón, principalmente entre militares, mientras que el número de víctimas civiles, que son mayoritariamente ucranianas, es aún incierto, pero en cualquier caso no es inferior a varias decenas de miles de personas, a las que hay que sumar las cifras de heridos y desaparecidos, tanto de militares como de civiles.
Aquí es importante recordar los crímenes rusos cometidos contra civiles en poblaciones como Bucha, Izium o Kupiansk, o la destrucción de más de 10 ciudades en lo que lleva la guerra, siendo el símbolo de ello Mariúpol. También se suma en esta lista el secuestro y la deportación forzosa de niños ucranianos a territorio ruso, que la Corte Penal Internacional ha asumido como un delito con responsabilidad directa de Vladimir Putin.
Internacionalmente hay una gran expectativa por la promesa que hizo Donald Trump, durante la campaña presidencial, cuando afirmó que haría que la guerra en Ucrania se resolvería en 24 horas una vez asumiera la presidencia, y durante la reciente reunión con Volodimir Zelenski en Paris, a instancias de Emmanuel Macron, hizo un llamado a un cese al fuego inmediato. En medios especializados, y en la prensa abierta, se ha especulado cuál será el modelo que Trump seguirá para negociar la paz con Putin, y si será una imposición forzosa a Ucrania, dejando a Zelenski en un segundo plano, lo que implicaría una negociación de estilo imperial para imponer una paz a Kiev que tendría el signo de la derrota.
Sin embargo, nada hace pensar que la guerra se detendrá rápidamente, pues desde los primeros meses de la ilegal invasión rusa contra Ucrania, la misma se ha tornado en un conflicto de impacto internacional directo, tanto por los grupos de aliados que se han conformado con respecto a cada uno de los contendores como por los conflictos en los que se ha ido desplegando esta guerra. En este contexto es clave indicar que tanto Moscú como Kiev luchan dos guerras diferentes: para Rusia se trata de una guerra de reimperialización, basada en una fuerte reinterpretación de la historia, mientras que para Ucrania se trata de una guerra de liberación nacional, sostenida bajo el principio de no estar de nuevo bajo el imperio ruso.
Del lado ucraniano se ha conformado una alianza estructurada por los países de Europa Occidental, más Estados Unidos y Canadá, en el contexto de la OTAN, más apoyos directos de Japón, Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur; mientras que Rusia cuenta con el apoyo directo de China, Irán y especialmente Corea del Norte, que ha dado un paso directo en la internacionalización de la guerra, al enviar tropas a las zonas de combate. Moscú cuenta con el apoyo diplomático o táctico de otros aliados, como Venezuela, Cuba y Nicaragua, junto con un importante grupo de Estados africanos, y hasta la primera semana de diciembre, del régimen sirio de Bashar al-Asad.
En diversos momentos del desarrollo de la confrontación se ha informado de cómo tropas de fuerzas especiales ucranianas se han enfrentado a fuerzas mercenarias rusas, o incluso a tropas regulares, en diferentes conflictos en África. Para muchos especialistas los ataques de Hamás contra Israel, el 7 de octubre de 2023, y la posterior acción israelí contra Irán y su “eje de la resistencia”, solo se puede entender en el marco abierto por la guerra en Ucrania. En esta misma dirección, diversos analistas surcoreanos han afirmado que actualmente el conflicto de las dos Coreas pasa por las trincheras ucranianas. También se ha indicado cómo para Beijing es clave lo que suceda sobre el terreno de combate y sus implicaciones diplomáticas y geopolíticas, dado su interés para una reintegración, posiblemente forzosa, de Taiwán.
Finalmente, la caída de Bashar al-Asad ha sido asumida internacionalmente como una derrota tanto para Rusia como para Irán, lo que ha subido el precio a pagar por la paz en Ucrania desde la perspectiva de Moscú, dificultando alcanzar la finalización de la guerra, a la vez que deja a Irán más cerca de concebir la producción de armamento nuclear como respuesta a la derrota estratégica que ha sufrido este año.
Para Kiev, cualquier iniciativa de negociación que no le involucre es casi una derrota, porque implicará pérdida territorial, que puede convertirse en una división territorial permanente, a la vez que la reticencia de no permitirle el ingreso en la OTAN es quedarse en el camino seguro a nuevas acciones militares agresivas rusas, toda vez que las garantías otorgadas por el Memorándum de Budapest de 1994 quedaron en el aire y sus garantes devaluados. Y aquello que signifique una derrota para Ucrania muy posiblemente Moscú lo asumirá como una victoria, que como ha señalado Gabrielius Landsbergis, canciller de Lituania, indicará para el Kremlin que la reimperialización, aunque sea a un alto costo, tiene una opción real para reordenar el espacio de Europa Oriental y Central. En estas circunstancias no es descabellado ver el surgimiento de acciones terroristas de gran escala en relación con el conflicto directo en Ucrania, junto a un encadenamiento de otros conflictos más, en otras partes del mundo.
* Profesor titular, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia.
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Por Carlos Alberto Patiño Villa*
