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                                                                                                                              La Ucrania que conoció Gabriel García Márquez

                                                                                                                              Fragmento de “De viaje por los países socialistas”, crónicas que el escritor colombiano publicó en los años 50 cuando conoció la antigua Unión Soviética y era corresponsal de El Espectador en Europa.

                                                                                                                              Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador

                                                                                                                              De muchos pueblos ucranianos solo quedan ruinas por los bombardeos rusos. Imagen captada el pasado 20 de marzo en Krasylivka, al este de Kiev.
                                                                                                                              Foto: AFP - ARIS MESSINIS

                                                                                                                              En la noche fuimos despertados por un insoportable olor de podredumbre. Tratamos de penetrar la oscuridad y averiguar el origen de ese tufo indefinible, pero no había una remota lucecita en la noche inconmensurable de la Ucrania. Yo pensé que Malaparte sintió ese olor y le dio una explicación criminal que ahora es un capítulo famoso de su obra. Más tarde los mismos soviéticos nos hablaron de esos olores, pero nadie pudo explicarnos su origen. A la mañana siguiente todavía no habíamos acabado de atravesar la Ucrania. (Recomendamos: Videocharla de Nelson Fredy Padilla y Élber Gutiérrez sobre el rastro de García Márquez en El Espectador).

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

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                                                                                                                              Foto: AFP - ARIS MESSINIS

                                                                                                                              En la noche fuimos despertados por un insoportable olor de podredumbre. Tratamos de penetrar la oscuridad y averiguar el origen de ese tufo indefinible, pero no había una remota lucecita en la noche inconmensurable de la Ucrania. Yo pensé que Malaparte sintió ese olor y le dio una explicación criminal que ahora es un capítulo famoso de su obra. Más tarde los mismos soviéticos nos hablaron de esos olores, pero nadie pudo explicarnos su origen. A la mañana siguiente todavía no habíamos acabado de atravesar la Ucrania. (Recomendamos: Videocharla de Nelson Fredy Padilla y Élber Gutiérrez sobre el rastro de García Márquez en El Espectador).

                                                                                                                              En las aldeas adornadas con motivos de amistad universal, los campesinos salían a saludar el tren. En las plazas floreadas, en lugar de monumentos a los hombres públicos, había estatuas simbólicas del trabajo, la amistad y la buena salud, hechas con la burda concepción staliniana del realismo socialista: figuras humanas de tamaño humano pintadas con colores demasiado realistas para ser reales. Era evidente que aquellas estatuas habían sido repintadas hace poco. (Más: García Márquez desde las cenizas. ¿Por qué lo obsesionaba la muerte?).

                                                                                                                              Las aldeas parecían alegres y limpias, pero las casas dispersas en el campo, con sus molinos de agua, sus carretas volcadas en el corral con gallinas y cerdos —de acuerdo con la literatura clásica— eran pobres y tristes, con paredes de barro y techo de paja. Es admirable la fidelidad con que la literatura y el cine rusos han recreado esa visión fugaz de la vida que pasa por la ventanilla de un tren. Las mujeres maduras, saludables, masculinas —pañuelos rojos en la cabeza y botas altas hasta las rodillas— trabajaban la tierra en competencia con sus hombres.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Al paso del tren saludaban con sus instrumentos de labranza y nos lanzaban sus gritos de adiós: “¡Daschvidañia!”. Era el mismo grito de los niños trepados en las carretas de heno, grandes, despaciosas, tiradas por percherones titánicos con la cabeza adornada de flores. En las estaciones se paseaban hombres en piyamas de colores vivos, de muy buena calidad. Yo creí en un principio que eran nuestros compañeros de viaje que descendían a estirar las piernas. Después me di cuenta de que eran los habitantes de las ciudades que venían a recibir el tren. Andaban por la calle en piyama, a cualquier hora, con un aire natural. Me dijeron que esa es una costumbre tradicional en el verano. El Estado no explica por qué la calidad de las piyamas es superior a la de la ropa ordinaria.

                                                                                                                              En el vagón restaurante hicimos nuestro primer almuerzo soviético, enredado en salsas fuertes, de muchos colores. En el festival —donde había caviar desde el desayuno—, los servicios médicos tuvieron que instruir alas delegaciones occidentales para que no dejaran el hígado hundido en esas salsas. Las comidas —y esto aterraba a los franceses— se acompañan con agua o con leche. Como no hay postres —porque todo el ingenio de la pastelería se ha aplicado a la arquitectura—, uno tenía la impresión de que el almuerzo no se acababa nunca. Los soviéticos no toman café —que es muy malo— y cierran la comida con un vaso de té. También lo toman a cualquier hora.

                                                                                                                              En los buenos hoteles de Moscú se sirve un té chino de una calidad poética, tan delicadamente aromado que dan ganas de echárselo en la cabeza. Un funcionario del vagón restaurante utilizó un diccionario de inglés para decirnos que el té es una tradición rusa que no tiene sino 200 años. En una mesa vecina se hablaba en perfecto español con acento castellano. Era uno de los 32.000 niños, huérfanos de la guerra española, asilados en 1937 por la Unión Soviética. La mayoría de ellos, casados y con hijos, son ahora profesionales al servicio del Estado soviético. Pueden escoger entre las dos nacionalidades. Una muchacha —que llegó de seis años— es jueza de instrucción en Moscú. Hace dos años más de 3.000 regresaron a España. Han tenida dificultades de adaptación. Los obreros especializados —que en la Unión Soviética tienen los sueldos más altos— no encuentran la manera de acomodarse al sistema de trabajo español. Algunos han tenido complicaciones políticas. Ahora están regresando a la Unión Soviética.

                                                                                                                              Read more!
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                                                                                                                              Nuestro compañero de viaje venía de Madrid con su mujer —rusa— y su hija de siete años, que, como él, hablaba perfectamente los dos idiomas. Llevaba el propósito de quedarse definitivamente. Aunque conserva la nacionalidad española y habla de España, de lo eterno español —¡vamos!—, con más exaltación patriotera y más palabrotas que un español corriente, no entiende cómo se puede vivir bajo el régimen de Franco. Entendía, sin embargo, que se hubiera podido vivir bajo el régimen de Stalin.

                                                                                                                              Muchas de sus informaciones nos fueron confirmadas después en Moscú por otros españoles del mismo origen. Fueron educados en español hasta el sexto grado para que no olvidaran el idioma. Recibieron lecciones especiales de civilización española y se les infundió el fervor patriótico que todos manifiestan con el mismo entusiasmo. A ellos se debe en parte que el español sea la lengua extranjera más hablada en Moscú. Nosotros los encontrábamos revueltos con la multitud. Se acercaban a los grupos que hablaban español. En general, decían estar satisfechos con su suerte; pero no todos se referían al régimen soviético con la misma convicción. Se les preguntaba por qué habían regresado a España y algunos respondían sin mucha seguridad pero muy a la española: “Es el llamado de la sangre”. Otros admitían que era simple curiosidad.

                                                                                                                              Los más comunicativos aprovechaban el menor indicio de confianza para evocar con inquietud la época de Stalin. Me pareció que estaban de acuerdo en que las cosas habían cambiado en los últimos años. Uno de ellos nos reveló que había estado cinco años en prisión porque fue descubierto cuando trataba de fugarse de la Unión Soviética metido en un baúl. En Kiev nos hicieron una recepción tumultuosa, con himnos, flores y banderas, y muy pocas palabras de idiomas occidentales calentadas en quince días.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Nos hicimos entender para que nos indicaran dónde podíamos comprar una limonada. Fue como una varita mágica: por todas partes nos cayeron limonadas, cigarrillos, chocolates, revueltos con insignias del festival y libretas de autógrafos. Lo más admirable de ese indescriptible entusiasmo era que los primeros delegados habían pasado quince días antes. En las dos semanas que precedieron a nuestra llegada pasó por Kiev un tren con delegados occidentales cada dos horas. La multitud no daba señales de agotamiento.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Cuando el tren arrancó habíamos perdido varios botones de la camisa y tuvimos dificultades para entrar al compartimiento a causa de la cantidad de flores que habían tirado por la ventanilla. Aquello era como haber penetrado en una nación de locos que incluso para el entusiasmo y la generosidad habían perdido el sentido de las proporciones. Yo conocí a un delegado alemán que en una estación de Ucrania hizo el elogio de una bicicleta rusa. Las bicicletas son muy escasas y costosas en la Unión Soviética. La propietaria de la bicicleta elogiada —una muchacha— le dijo al alemán que se la regalaba. Él se opuso. Cuando el tren arrancó, la muchacha ayudada por la multitud tiró la bicicleta dentro del vagón e involuntariamente le rompió la cabeza al delegado. En Moscú había un espectáculo que se volvió familiar en el festival: un alemán con la cabeza vendada paseando en bicicleta por la ciudad.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Había que ser muy discreto para que los soviéticos no se quedaran sin nada a fuerza de hacer regalos. Lo regalaban todo. Cosas de valor o cosas inservibles. En una aldea de Ucrania una vieja mujer se abrió paso entre la multitud y me regaló un pedazo de peinilla. Era el gusto de regalar por el puro gusto de regalar. Uno se detenía a comprar un helado en Moscú y tenía que comerse veinte, con galletas y bombones. Era imposible pagar una cuenta en un establecimiento público: ya habían pagado los vecinos de mesa. Un hombre detuvo a Franco una noche, le estrechó la mano y le dejó en ella una valiosa moneda del tiempo de los zares; ni siquiera se detuvo a esperar las gracias. En un tumulto a la puerta de un teatro una muchacha, que no volvió a ser vista jamás, le metió a un delegado un billete de 25 rublos en el bolsillo de la camisa. Yo no creo que esa desmedida generosidad multitudinaria obedeciera a una orden para impresionar a los delegados; pero, en el caso improbable de que así hubiera sido, el gobierno soviético debe estar orgulloso de la disciplina y la lealtad de su pueblo.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              En las aldeas de Ucrania había mercados de frutas: un largo mostrador de madera atendido por mujeres vestidas de blanco, con pañuelos blancos en la cabeza, que ofrecían su mercancía con gritos acompasados y alegres. Yo creí que eran cuadros folclóricos por cuenta del festival. Al atardecer, el tren se detuvo en una de esas aldeas y descendimos a estirar las piernas, aprovechando que no había grupos de recepción. Un muchacho que se acercó a pedirnos una moneda de nuestro país, pero que se conformó con el último botón de nuestras camisas, nos invitó al mercado de frutas.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Nos detuvimos frente a una de las mujeres sin que las otras interrumpieran su pregón bullicioso e ininteligible. Se acompañaban con las palmas de las manos. El muchacho nos explicó que eran las vendedoras de las granjas colectivas. Subrayó con un legítimo orgullo, pero también con una intención política demasiado evidente, que aquellas mujeres no se hacían la competencia porque la mercancía era de propiedad colectiva. Por ver qué pasaba, yo le dije que en Colombia era lo mismo. El muchacho se quedó frío.

                                                                                                                              * Este texto hace parte del libro “De viaje por los países socialistas, 90 días en la Cortina de Hierro”, editado por la Revista Cromos en Bogotá (1957).

                                                                                                                              Por Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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