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El Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), que diriges, acaba de publicar el libro “Humo en la calle”. ¿Cómo visualizaron ese tema de las armas no letales que nadie había investigado y cómo vincularon a 32 periodistas de todo el continente?
Desde varias puntas nos llegaron las denuncias de que durante las protestas sociales en varios países algo terrible había pasado: que se habían usado armas totalmente desproporcionadas, que había habido demasiados muertos cuando se suponía que estas armas eran precisamente para evitar que hubiera víctimas en las manifestaciones. Esto nos movilizó, empezamos a escarbar, a encontrar esta enorme cantidad de información que no es tan fácil de conseguir a través de aliados en varios países, por ejemplo en Brasil, para entender por qué Cóndor es la gran vendedora de armas no letales en buena parte del continente y a dónde las exporta. (Vea la entrevista de Nelson Fredy Padilla al periodista Ignacio Gómez sobre 25 años investigando los crímenes de la multinacional Chiquita Brands).
¿Por qué Haití fue el único país donde no pudieron investigar?
Originalmente habíamos invitado también a colegas de Haití, donde hubo protestas enormes, pero infortunadamente su participación no fue posible. Era muy difícil porque ese país tiene demasiados problemas, así como Venezuela, pero con los demás lo logramos hacer.
Estamos hablando de que investigaron un lapso de al menos cinco años de protestas en países como Venezuela, Chile, Colombia, en Centroamérica, en la frontera de México con Estados Unidos; lugares donde se usaron indiscriminadamente gases lacrimógenos, pistolas de balines, granadas..., todo un equipamiento antidisturbios que se convirtió en un negocio que se triplicó en ese lustro: en 2019 movió US$6.000 millones y en 2028 superará los US$9.000 millones. ¿Los impresionó la dimensión del fenómeno?
Sí, y sobre todo fue impresionante comprobar cómo activaron contra los manifestantes armas que se fabricaron para guerras abiertas, como la famosa batería Venom, que se usó en Colombia indiscriminadamente. En la guerra de Irak se empezó a usar y acá se trajo para uso policial, porque obviamente la empresa que la produce —la estadounidense Combined Systems— vio la oportunidad de venderla. Armas originalmente pensadas para enfrentamientos entre ejércitos terminan siendo usadas contra ciudadanos desarmados.
Ustedes relatan el uso de Venom en Popayán, denunciando que su uso no respondió a las normas de uso vertical, sino que la activaron de manera horizontal, causando heridas graves.
Ese caso todavía está en investigación, pero se cree que uno de los muertos que hubo en Popayán —un joven de 22 años— fue atacado con uno de esos cohetes que disparaba gas. Un experto que nos acompañó mucho en todo el libro nos decía que gran parte de las policías y las fuerzas de seguridad en América Latina no usan estas armas como las deben usar y en muchos casos no saben lo que están comprando. Son incongruentes con los acuerdos internacionales de uso de la fuerza que ha firmado Colombia frente a contextos de protestas. Esta arma, por su naturaleza, no debería ni siquiera adquirirse.
La mayoría de víctimas sufrieron impactos en la cara. ¿Por qué esto es sistemático?
Los que causaron más muertos son los famosos perdigones o balines de goma, que se supone no se deben utilizar a corta distancia contra un manifestante. Pero la Policía, por las mismas circunstancias de la refriega y la falta de entrenamiento, termina atacando a la gente directamente. Nosotros pudimos armar una base de datos colectiva con la información de todo el mundo, de todos los países, excepto Venezuela, donde hay poquísima información. Contamos con nombres y apellidos 170 heridos graves; es decir, personas que quedaron desfiguradas, perdieron un ojo o no pudieron volver a caminar y 33 personas que murieron con estas armas “no letales”. ¡Qué gran paradoja!, ¿no?
Una paradoja de la violencia del siglo XXI.
Es que estas armas se inventaron como un avance de la humanidad, porque antes la gente salía a protestar y la mataban con disparos de armas de fuego. Entonces se suponía que eran para proteger a los que están ejerciendo su derecho constitucional a la protesta pacífica, previendo que haya infiltrados, revoltosos, etcétera, que quieran desbordar la manifestación. Tú, como Estado, tienes el deber de proteger a esa gente pacífica, pero también tienes que proteger los edificios y a los transeúntes de posibles desmanes. Pero esas armas se manipulan mal, de manera indiscriminada y con un excesivo uso de la fuerza, empujadas por el negocio de una cantidad de intermediarios que se quieren volver ricos. Generan mucha rabia entre los que protestan y de pronto te cuesta un ojo, enfurece más a la población y todo se vuelve más violento. Entonces las armas terminan generando todo lo contrario a pacificar y tranquilizar. En ese punto los gobiernos salen y dicen: es que la gente se volvió muy violenta, hay que comprar más armas y así tenemos un perro que se va mordiendo la cola. Una tragedia.
¿Qué deben hacer los gobiernos para no repetirla?
Tendrían primero que reglamentar esto, hacerlo mucho más estricto. Cómo se compran esas armas, en qué circunstancias, cuántas horas de entrenamiento requieren, etc. Y lo segundo es hacerlo mucho más transparente. Es un tema todavía muy oscuro en países como Ecuador, donde es declarado asunto de seguridad nacional.
En el libro también muestran que hay países avanzados en normas de regulación y uso de estas armas, pero da igual porque no las respetan. ¿Otra paradoja?
Le daría a uno risa si no fuera absolutamente trágico. En Venezuela los colegas encontraron unos manuales sofisticados sobre cuándo se puede usar un arma, cómo, a qué distancia, una cosa superestricta y vemos que la represión allí, sobre todo en 2017, fue monumental: hubo más de 200 muertos. Una de las cosas interesantes es que fue la ciudadanía la que descubrió lo poco que se sabe de esas armas, porque recogieron los cartuchos que quedaron en el suelo y terminaron sistematizados y clasificados por ONG de derechos humanos. Venezuela es el Estado que, al parecer, ha gastado más dinero en reprimir.
Sobre la falta de entrenamiento de las fuerzas de choque, como el ESMAD en Colombia, ¿los Estados si están tomando medidas para frenar esos excesos?
Nosotros no vimos ningún tipo de medidas a ese respecto. En Brasil y Chile el Estado algo les reconoció a las víctimas. El tema no es solo el entrenamiento, sino son las compras de las armas. Los gobiernos han ido acrecentando las adquisiciones, como en el caso de Argentina, que es casi una broma, porque compraron cantidades previendo una manifestación que nunca hubo.
Ustedes revelan en el libro el alcance de por lo menos once empresas comercializadoras de Estados Unidos (dos), Argentina (dos), Bolivia (dos), Chile (dos), Brasil, Guatemala y Colombia y una cantidad de intermediarios que hacen de este negocio un influyente círculo vicioso. ¿Qué características tienen?
Cuando uno va a ver quiénes son los intermediarios de esas compras, porque no es que la policía compre directamente, sino que lo hacen a través de ellos, encuentra casos como en Argentina, donde hasta un extorturador tenía una empresa y después de que lo condenaron lo mandaron a la cárcel, quedó a nombre del hijo y siguió ganando licitaciones. En el caso de Colombia es una sola empresa, Imdicol, que ha sido sumamente cuestionada y sigue vendiendo a pesar de todo. En el caso de Chile, donde también circulará nuestro libro, lo que pasó fue que apenas estallaron las protestas hubo un gran oportunismo. Una empresa que hace audífonos para gente que tiene dificultades al oír de pronto cambió de rubro cuando vio la oportunidad y empezó a vender gas lacrimógeno por US$2 millones o algo así. Algo parecido ocurrió con una empresa de servicios de una antropóloga.
También documentaron que otras víctimas de estas armas supuestamente no letales son los migrantes.
Sí. En el libro incluimos el caso de los migrantes en Estados Unidos, donde ha habido todo tipo de denuncias por el uso de armas que no están hechas para enfrentar a personas que quieren pasar la frontera o se reúnen allí para protestar. La famosa patrulla policial de la frontera hace uso excesivo del táser, arma de electrochoque.
En el prólogo tú dices que aparte de todo esto, lo peor es la estela de dolor que queda: víctimas en su mayoría jóvenes que perdieron los ojos, con traumas psicológicos, como el caso de Fabiola Campillai, en Chile. ¿Con este panorama y tanto descontento social en nuestros países, el costo humano tenderá a subir?
Uno dice: se gastan US$100 millones o lo que sea en estas armas, pero si gastaran en prestarle atención a lo que están reclamando los jóvenes, la mayoría reclamos ciudadanos absolutamente legítimos, les iría mejor al Estado y a la gente que gastando presupuesto en armas para reprimir. El caso de Fabiola es una mujer que no tenía nada que ver con el movimiento, terminó desfigurada y perdiendo el oído. Le cambió la vida, se volvió un símbolo de las protestas en Chile, terminó siendo elegida senadora y ahora propuso hacer una reforma a las leyes.
¿Es utópico pensar que en algún momento se logrará establecer un sistema de seguridad que garantice la protesta social?
Yo creo que se puede lograr, porque protesta social hay en Inglaterra y allá están prohibidos los gases lacrimógenos, protesta social hay en Europa y en varios países están prohibidas esas tanquetas que echan chorros. Una policía profesional, bien entrenada, puede contener una protesta y proteger a sus agentes. Es que lo que hicieron los policías colombianos, por ejemplo en Popayán, iba en contra de su propia seguridad. Según nuestras entrevistas, llevaban 36 horas sin comer, sin dormir, en una situación de irritación tremenda. Entonces, claro, salían como unos locos, no estaban pensando en las ocho horas de entrenamiento para manejar su arma no letal. Yo sí creo que se puede reglamentar y creo que tendríamos menos virulencia en esas protestas y menos posibilidad de que sean infiltradas.
¿Qué aprendizaje periodístico queda de este trabajo colectivo transfronterizo, que ya habías liderado para el libro “Migrantes de otro mundo” (2021), que contó las historias de asiáticos y africanos que atraviesan Latinoamérica rumbo a Estados Unidos?
Ya hemos trabajado con un centenar de medios del continente, incluido El Espectador. Este nuevo libro, en el que Lorenzo Morales fue nuestro editor e hizo un trabajo maravilloso, nos enseñó a ver más transfronterizamente, a comprender que lo que nos pasa en Colombia siempre está atado a un montón de cosas que ocurren en un montón de otros lados. En este caso, multinacionales que nos están vendiendo armas que nos afectan y no sabíamos nada de estas empresas. Entonces, nos ha abierto más los ojos para mirar lo que está detrás de la realidad. Así descubrimos una cantidad de armas turcas que vinieron registradas como armas de deportes y las alteraron para usarlas como armas no letales. Ese tipo de asuntos solo se pueden esclarecer con trabajo colaborativo y transfronterizo, porque no hay medio de comunicación que hoy en día pueda tener corresponsales en veinte países. En cambio, si los periodistas nos juntamos podemos prestarle un mejor servicio al ciudadano.
Termino recordando que se cumplen diez años de la publicación de tu libro “Guerras recicladas”, una gran investigación sobre la historia de la violencia en Colombia. ¿Una década después, como ves el fenómeno?
Ese libro le dice algo a la gente y a mí me ha producido muchísima satisfacción. Ese era un momento en que Colombia enfilaba hacia la paz; se veía a los paramilitares desmovilizados, la Ley de Justicia y Paz, la guerrilla empezaba las conversaciones. Pero un poco lo que decía era que si Colombia no hacía un cambio estructural de la representación política en las regiones iba a ser muy difícil que no volvieran a aparecer estos estos grupos de delincuencia organizada que muy fácilmente se convierten en políticos. Hoy hay un espacio que el Estado y sobre todo la organización política no ha llenado porque no representa realmente a la gente.
Como columnista de “El Espectador”, has analizado los efectos negativos del gobierno de Iván Duque en la implementación del proceso de paz y también la imposibilidad de la paz total del gobierno de Gustavo Petro. ¿Qué pasó en esa transición que ha llevado al país a la atomización de mafias?
La gran tragedia de los dos gobiernos es que si bien han nombrado en algunos de los cargos claves de las instituciones que se crearon a gente cercana a la paz, es gente que no tenía experiencia en el gobierno y que ha llegado aprender, y ese costo ha sido muy alto. No se han implementado los acuerdos del 2016 en la parte más fundamental, que es el desarrollo rural digno para ayudar a promover empresas en el campo como alternativas al narcotráfico y a la minería ilegal. El campo colombiano en muchas partes sigue en el siglo XIX, sin equipamiento, sin acceso a la educación y sin carreteras. Eso mientras se montan unos esquemas de señores de la guerra sumamente fáciles. Si un señor de la guerra se quiere tomar Chapinero, pues le queda difícil porque hay calles, hay policías, hay ciudadanía, hay instituciones y no los dejan tan fácil. Pero en el Urabá o en la frontera con Venezuela lo hacen. Aquí no hay conflicto armado, lo que hay son organizaciones criminales que se quedaron viviendo de unas rentas ilegales porque el Estado básicamente se los permite.
Una crisis social que seguirá siendo caldo de cultivo para la protesta social y para más violencia policial. ¿Nuestra eterna violencia?
Es que no hay canales políticos que realmente den respuesta a los reclamos de la gente. Los indígenas y las comunidades del Cauca protestan hoy por lo mismo por lo que protestaban hace cuatro años, hace ocho, hace 16. Ese el fondo de del problema.

Por Nelson Fredy Padilla
