Heridos por aquellos atentados y familiares de algunos fallecidos reflexionan sobre lo ocurrido, con la mirada puesta en el futuro. Algunos se culpan por haber sobrevivido al infierno que costó la vida a tantas personas que viajaban junto a ellos en los trenes; otros se lamentan pensando que la guerra de Irak y la posición del Gobierno español en aquel conflicto desencadenaron la tragedia. Las dos asociaciones de víctimas intentan restañar las nuevas heridas y acuden, por primera vez en muchos años, unidas a los actos de homenaje. Muchos afectados recibieron, como víctimas de los atentados, una indemnización que luego invirtieron en las preferentes, y ahora están arruinados. Hay quien reclama que se siga investigando para aclarar hasta el último detalle sobre la matanza de los trenes.
* 'Nos llevaron a una guerra, había dos bandos y aquí nos estalló'
Zahira Obaya lleva diez años viviendo detrás de un parche blanco. Una gasa, sujeta con dos tiras de esparadrapo, oculta su ojo izquierdo desde que una de las bombas que hicieron estallar los terroristas el 11 de marzo de 2004 en los trenes de Atocha le arrancó el rostro. Podría haberse puesto ya un parche como el que llevaba la piloto de Fórmula 1 María de Villota, pero 'eso significaría renunciar' a recuperar una imagen completa de sí misma. Su imagen. Supondría aceptar no volver a verse como se recuerda y asumir que tiene que vivir el resto de su vida con parte de la cara tapada. Ponerse un parche 'sería rendirse'. Sabe que 'es difícil', que debe 'irse haciendo a la idea' de que no hay vuelta atrás, pero una década y decenas de operaciones después...: 'He encontrado ahora un cirujano en Madrid que quizá...', dice.
Ese emplasto sencillo, que cada mañana recorta con unas tijerillas y pega sobre su cara, se ha convertido en su condena y su esperanza. Una señal de apariencia efímera que transforma un lejano pasado en ayer mismo cada vez que un desconocido le pregunta: '¿Qué te ha pasado?'. Esa marca blanca -en sus fotos del móvil, Facebook o Twitter- esconde sus pequeños y sus grandes horrores, sus recuerdos, su impotencia. Pero también es el símbolo de su resistencia, del coraje que la ha llevado a coger una tabla y una cometa y convertirse en icono de la firma surfera F-One en Tarifa, donde nació hace 31 años. Esa muesca en su rostro es el barómetro de su fuerza: 'Si estoy fuerte me hago una coleta y me retiro el flequillo; y, si no, pues me lo tapo con el pelo'. Diez años después de convertirse en una de las 2.049 víctimas del 11-M, detrás de ese parche blanco hay sueños y pesadillas, pero sobre todo hay mucha rabia. Zahira Obaya está llena de rabia, de esa rabia alimentada por el olvido de los otros.
'Las víctimas nos hemos convertido en un recuerdo molesto, casi en ogros, para aquellos gobernantes que nunca han asumido su responsabilidad en este atentado', analiza. 'Nos llevaron a una guerra y no tuvieron en cuenta que se jugaba en dos bandos. Y aquí nos estalló. Pero aún no hemos oído un 'perdón' o un 'nos equivocamos'. Por eso les estorbamos'. Aunque aún le sigue costando un poco mirarse en los espejos, algo ha cambiado sustancialmente desde la última entrevista con este periódico. Su voz ya no suena con la ingenuidad de hace diez años. Dos palabras de sentimiento grueso, 'dolor' y 'rencor', impregnan un discurso mucho más político y articulado, mucho más maduro, que desemboca en una rotunda conclusión: 'No ha habido justicia política'.
'Me llamo Zahira Obaya Guzmán, soy de Tarifa, mi DNI es el 5379...'. Repitió esa frase de superviviente tantas veces como pudo en el coche de policía que la trasladó -a falta de ambulancias disponibles- al hospital Clínico de Madrid desde el polideportivo de Ifema. Su memoria de aquel fatídico día arranca con una incómoda sensación de frío camino de la estación: 'Solía tener turno de tarde en la tienda de ropa en la que trabajaba, pero ese día me lo cambiaron a la mañana'. Luego una imagen del andén de Entrevías, y esa pareja que no se subió porque el vagón iba muy lleno. Hay una elipsis: 'No tengo recuerdo de la explosión, ni de dolor, ni del boom'. Lo siguiente es un despertar dantesco, 'en un tren que ha volado por los aires, un decorado de película de guerra'. Y ese grito desgarrador que se ha quedado grabado en su memoria: 'Una mujer que debía sentir mucho dolor'. Llegó a pensar que había descarrilado el tren, hasta que entró un hombre y le trajo una toalla para que se tapase la cara. Logró salir entre los cadáveres que le aprisionaban el cuerpo.
El parche blanco es la huella visible de aquella masacre. La invisible son los oídos dañados, las distancias que aprende a medir con un solo ojo, las inseguridades, los complejos, las precauciones y los temores, pero sobre todo esa rabia densa que apelmaza su memoria y la de los suyos, una familia tarifeña formada por Gloria, Manolo y tres hermanas, de las que Zahira es la mediana. Regentan el restaurante Mandrágora, en pleno centro del pueblo. Son conocidos por todos desde que comenzaron en los ochenta con un bareto que reproducía a pequeña escala la Movida madrileña y que frecuentaba la farándula española. La palabra 'independencia', que da nombre a la calle de su negocio y de su casa, titula también el zaguán de entrada a un local que han ido transformando y ampliando con ellos.
'En cuanto vi la dimensión del atentado, centenares de muertos, sabía que no había sido ETA', ataja Gloria, su madre, que se muestra incapaz de verbalizar del todo sus sentimientos delante de Zahira. Para eso está Manolo, el padre: 'Yo desde ese día vivo en la rabia'. Sentado al lado de Zahira, asegura que tiene una verdad y que 'ellos' tienen una mentira. Y, sin exaltarse, pronuncia frases que parece haber rumiado durante 10 años: 'Todo esto viene de la guerra de Irak', 'no estábamos gobernados por un Estado sino por el estado de un gobernante', 'quisieron cambiar el mundo y el prólogo fue poner los pies sobre la mesa', 'este país necesita lavar esa basura y dejar de vivir en la desmemoria', 'para nosotros se quedan nuestras lágrimas'... Una década mascullando indignación ante los comentarios, los telediarios, los aniversarios.
En ese tiempo Zahira ha permanecido huida, tan lejos de todo y de sí misma como le han permitido las operaciones quirúrgicas a las que se ha sometido y de las que ha perdido la cuenta: 'La más difícil es aceptarse, mi carta de presentación es esta desde los 20 años', dice señalándose el rostro. Quizá por eso, como mejor antídoto contra la inseguridad, pasó de vivir una experiencia extrema a practicar un deporte extremo. Se fue a vivir a Brasil, donde se enganchó a la cometa y a la tabla: 'Es curioso, porque viviendo en la cuna del kite surf, donde entrenan la campeona del mundo Gisela Pulido o Alex Pastor, teniéndolo en la puerta de casa, me crucé el Atlántico para empezar a practicarlo'.
Ahora, en la terraza de su apartamento de Tarifa, donde finalmente cree haber encontrado su sitio, Zahira espera a que sople el viento: 'Cuando no sé por dónde tirar, cuando no hay respuestas para tanto porqué, me meto en el agua. Y todo se queda en la arena'.