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Desde su cuenta de Facebook el gobernador de Helmand (suroeste de Afganistán), Mohammad Jan Rasoolyar, avisó el sábado al gobierno central que esta semana los talibán se tomarían la provincia entera, que avanzaban a golpes de fusil y que no tenía métodos de defensa adecuados. El presagio se cumplió en parte: este lunes, los talibán capturaron el distrito de Sangin, una parte esencial de la provincia, y continuaban en pie de guerra para abrazar el resto del territorio. Más de 90 soldados murieron en los enfrentamientos: el ejército afgano, que en la práctica lucha solo (la misión de la OTAN ha dejado sólo algunas tropas en el país y EE.UU. designó grupos de entrenamiento pero no de lucha), esperaba la llegada de una unidad especial para que los talibán reculen y vuelvan a su hogar entre las montañas.
Sin embargo, la toma de Sangin resalta una posibilidad que pervive entre la sociedad afgana: la de una guerra civil en la que numerosos frentes de ideología extremista, apoyados en su interpretación del islam, pretenden gobernar sin competencia. En septiembre pasado, los talibán se tomaron de manera efímera la ciudad de Kunduz, uno de los territorios urbanos más amplios del país. Su entrada a Kunduz se convirtió en una suerte de memorando: los talibán recordaban su presencia a pesar de que, en más de diez años, habían registrado movimientos menores. Pero su posibilidad actual de expansión está limitada por numerosos factores y, sobre todo, por la presencia cada vez más potente de un actor que hace de las suyas en Irak y Siria: Daesh (o Estado Islámico).
En Afganistán, Daesh (Estado Islámico en árabe) tiene células de reclutamiento y tropas en las provincias de Kunar y Nangarhar (que bordea Pakistán). Allí han capturado parte de las poblaciones que antes pertenecían a los talibán, activos en el país desde 1993 y algunos de ellos herederos de los muyahidín, que se enfrentaron a la Unión Soviética en los años setenta. De acuerdo con un reciente documental producido por la cadena Al Jazeera, Daesh avanza en Afganistán gracias a una hipotética división entre los talibán, quienes luego de la muerte de su comandante mayor (o Comandante de la Fe, como es su título), Mullah Omar, conformaron una disidencia en desacuerdo con el nuevo cabeza de grupo, Mullah Mansoor.
Dicha separación produjo, por una parte, el debilitamiento de los talibán (ahora en duda en medio de su muestra de fiereza para capturar Helmand, un distrito adepto a sus miembros desde antaño) y, por otra, la fuga de muchos de ellos a las filas del Daesh. La estrategia de Daesh ha resultado atractiva para los disidentes talibán porque, en comparación con la guerra que han luchado por años en territorio afgano, Daesh busca la formación de un estado global alentado por la ley islámica. Y también por argumentos que superan la ideología: en el Daesh, los militantes suelen ganar casi diez veces más que en las filas de los talibán (cerca de US$700 al mes).
Para lograrlo, los comandantes de Daesh en Afganistán (acompañados de numerosos militantes extranjeros que por razones de seguridad no llegan hasta el centro de operaciones del Daesh en Siria) proponen la creación del Khorasan, un califato conformado por los territorios de Afganistán, Irán y parte de Turkmenistán y Uzbekistán, que reclaman como propios. De existir, el Khorasan sería anexado al actual territorio capturado por Daesh (más del 60% de Siria y cerca del 40% de Irak) para constituir, con pompa y sevicia, el anhelado Estado Islámico.
Su fundación es, sin embargo, todavía un ensueño. Primero, porque los talibán, enraizados en ese territorio desde hace más de dos décadas, tienen conexiones tribales y apoyo local del que Daesh, como extranjero que es, carece. Segundo, los talibán consideran que en tierras afganas ya existe un grupo que lucha en busca de la instauración de la ley islámica (por lo menos a nivel nacional), de modo que la intervención de otro grupo similar sólo podría ocasionar roces. Es, en el fondo, una lucha de poderes, lejos de la ideología y más cercana a la economía, pues Afganistán es un centro preciado para el tránsito de drogas (a través de Peshawar y hacia Europa). Quien tome el control de ese tráfico se asegura cierta longevidad. Los talibán no permitirán ser arrastrados en territorio propio por tradición y, si se quiere, por mero orgullo.
Ahmed Rashid, periodista y autor de numerosas publicaciones sobre Oriente Medio, escribió en Al Jazeera: “Muchos de ellos (los talibán) se resintieron por la presencia de árabes en las filas de Osama bin Laden y no están dispuestos de nuevo a entregar su historia y su clase porque es la voluntad del Daesh. Los líderes de los talibán tampoco están dispuestos a entregar las extensas fuentes de financiación, las propiedades y los negocios, ni tampoco a sus seguidores tribales e ideológicos, ni sus posiciones privilegiadas a extranjeros”.
Daesh también se enfrenta al rechazo de Al Qaeda, que ha buscado “rejuvenecerse” en los últimos meses para atrapar adeptos. Cada semana, los talibán demuestran aún más su renuencia al gobierno de Daesh (y al de cualquier otro actor armado): las últimas noticias apuntan que seis soldados de la OTAN, cerca de Kabul, murieron por un ataque suicida de las filas de los talibán.