Hoy los afganos acuden a las urnas para elegir al sucesor del presidente Hamid Karzái. Son ocho aspirantes y se asume que el próximo 28 de mayo habrá una segunda vuelta entre los tres candidatos que gozan de mayor favorabilidad y que fueron miembros del gabinete del saliente jefe de Estado. La protagonista de las elecciones, sin embargo, es la violencia rampante, impulsada principalmente por el régimen talibán y otras milicias armadas que controlan varias regiones del país.
Karzái es presidente de Afganistán desde el derrocamiento del régimen talibán, lo cual ocurrió gracias a la invasión de EE.UU. a ese país en el marco de la “guerra contra el terror” que impulsó George W. Bush como respuesta al atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York.
Los talibanes no desaparecieron bajo la presión estadounidense y se dispersaron por otras regiones, como la zona fronteriza con Pakistán. Patricia Gossman, investigadora de Human Rights Watch (HRW) para Afganistán, explica que la derrota inicial de los talibanes a finales de 2001 fue de corta duración. La insurgencia pronto revivió cuando la administración Bush enfocó sus recursos y atención en Irak y Karzái administró un gobierno profundamente sumido en la incompetencia y la corrupción.
“Los talibanes ganaron algunos reclutas entre quienes creían que el gobierno afgano era corrupto y abusivo y entre los que se resistían a la presencia de fuerzas extranjeras, algunas de las cuales también fueron responsables de graves abusos contra los derechos humanos”, dice Gossman. Hoy, este movimiento fundamentalista es uno de los más grandes desafíos para la estabilidad del país; los afganos llevan más de tres décadas esperando un futuro sin violencia.
Las tropas estadounidenses pretendían liberar al país del yugo de los extremistas y traer estabilidad, democracia y libertad, pero Afganistán resultó casi en un Estado fallido, plagado de pobreza y con un lugar entre las cinco naciones más corruptas del planeta. La incapacidad estatal no ha permitido un censo que determine con exactitud el número de habitantes, que varía entre 26 y 32 millones, lo cual aumenta la ya amplia gama de posibilidades para el fraude electoral.
Ignacio Gutiérrez de Terán, profesor de estudios árabes e islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid, explica que el gobierno central de Afganistán no controla la mayor parte del territorio. “Tampoco hay una economía centralizada y fuerte, por lo que hay un gran caos en la producción y control de las fuentes de riqueza, asuntos que derivan en el tráfico de drogas y economías alternativas. Hay incluso sectores del Ejecutivo que, debido a la incapacidad estatal para mantener el orden, se enriquecen con el tráfico ilícito”.
En medio de este caos, los talibanes se abren campo para imponer una ideología represiva y violenta. Este movimiento tradicional y fundamentalista islámico se tomó el poder a finales de los 90 y, después de ser desalojado parcialmente por EE.UU., ha retomado el control en varias zonas de la porosa frontera con Pakistán, país desde donde reciben financiación, según algunos informes de inteligencia. La organización, dividida en diversos grupos insurgentes, se ha negado a entrar en el juego político y ha acudido a la violencia como recurso para conseguir poder. Es extraño el día en que no se atribuya algún atentado.
Una conocida muestra de la expansión de los talibanes hacia la frontera con Pakistán fue el intento de asesinato de la joven paquistaní Malala Yousafzai, quien sobrevivió a un disparo por parte de un insurgente cuando iba en el bus hacia su escuela en la región de Swat. También las historias de mujeres lapidadas, ejecutadas, violadas, han ocupado las primeras planas de la prensa occidental. Las prácticas de los talibanes, que buscan justificarse en el islam, en realidad van mucho más allá de la ley coránica.
Dice Gossman que en los años recientes los crímenes más graves cometidos por los talibanes han sido los ataques indiscriminados contra la población civil, incluidos los ataques suicidas y el uso de artefactos explosivos improvisados, que han matado y herido a muchos afganos. Además han llevado a cabo asesinatos selectivos de civiles vinculados con el Gobierno.
El despliegue de más de 400.000 agentes de seguridad en el país no redujo la violencia en vísperas de las elecciones. El jueves, un suicida burló los controles de acceso al Ministerio del Interior, en el centro de Kabul, mató a seis agentes y dejó una decena heridos. Ayer, la fotoperiodista alemana Anja Niedringhaus murió tiroteada en una comisaría en el este del país, en un incidente en el que también fue herida la reportera canadiense Kathy Gannon. El hecho ocurrió en el distrito de Jost, fronterizo con Pakistán e infiltrado por los talibanes.
Resulta irónico que, después de la experiencia con la invasión estadounidense, los tres candidatos más opcionados para llegar a la Presidencia compartan la misma propuesta para acabar con el régimen talibán: firmar un acuerdo bilateral de seguridad con EE.UU., con el cual se permitiría conservar en Afganistán un número reducido de tropas, principalmente estadounidenses, después de que se complete este año la salida del grueso del contingente militar que hace trece años se instaló en el país para luchar contra el terrorismo. Con el acuerdo también llegaría una ayuda de US$4.000 millones, buena parte destinados a financiar las fuerzas de seguridad.
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@DanielSalgar1