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Después de tres días cubriendo el drama de los refugiados en la caótica frontera que une a Egipto con Libia, emprendimos la ruta hacia Bengasi. Durante horas cruzamos un desierto de una belleza indescriptible. Eventualmente aparecían en el paisaje los tuareg —pueblo nómada— con sus rebaños y las manadas de camellos que, por momentos, hacían olvidar que a unos pocos kilómetros la vida y la muerte se confundían en un mismo frente de guerra. La crudeza de los testimonios recogidos en la frontera y los ojos desesperados de los desplazados de la violencia eran imágenes difíciles de olvidar.
En el camino, el intercambio con Salah, nuestro traductor egipcio, revelaba las profundas fracturas existentes entre los pueblos hermanos del mundo árabe. Para muchos egipcios, sus vecinos, los libios, eran un pueblo “de violentos, extremistas o excéntricos como su propio líder”. Salah conocía a los libios por la televisión y los describía como “una sociedad tribal o como la cuna irrefutable de Al Qaeda”. Entonces, con Nicolás, el camarógrafo franco-colombiano, no pudimos evitar pensar que el absurdo error de crear falsos conceptos sobre pueblos hermanos y vecinos no era exclusivo de Latinoamérica.
Al llegar a Tobruk, primera gran ciudad libia, los casquetes en el piso de armas disparadas y las evidentes señales de los enfrentamientos recientes hicieron desistir a nuestro equipo de acompañantes egipcios de la misión de continuar. En medio del pánico, nos dejaron en un hotel y emprendieron el camino de regreso. El hambre comenzaba a hacerse presente, pero era imposible no fascinarse unos momentos con los azules brillantes del mar que rodea a Tobruk, célebre desde la Segunda Guerra Mundial, cuando Libia era una colonia italiana.
Frente a la necesidad de cambiar algunos dólares por dinares, billetes nacionales impresos con la imagen de Muamar Gadafi, nos aproximamos a una familia libia que, para nuestra sorpresa, hablaba un perfecto inglés. El padre de familia insistió en que nos acercáramos a su carro y conociéramos a su esposa, una bella abogada que ejercía en un poblado rural, una madre orgullosa de sus hijos que, sonrientes, nos saludaron también en inglés.
Por limitaciones de tiempo, no pudimos aceptar su invitación de llegar hasta su hogar, donde querían darnos alojamiento y comida. Expresaron con respeto y calidez un agradecimiento por nuestra presencia y estrecharon nuestra mano “por el esfuerzo de mostrarle al mundo la verdadera cara del pueblo libio”. Mi reto se hizo aún mayor: debía transmitir la compleja realidad de una sociedad civil que por años permaneció encerrada, estigmatizada, mal gobernada y, por ende, mal comprendida.
Seis horas después, en la ruta comenzaron a aparecer carros quemados y edificios abaleados. Huecos de morteros en los muros se sucedían tras las imágenes de destrucción y de guerra. De pronto, un cartel anunciaba “Tenemos un sueño”; la bandera verde, símbolo del régimen gadafista, había sido reemplazada por la nueva de la revolución, que en realidad era la vieja bandera de la monarquía de rey Idris, el mismo que Gadafi había tumbado con un golpe militar 42 años atrás.
Este cartel fue la señal esperada: estábamos finalmente en Bengasi, cuna de la revolución. El corazón latía fuerte. Habíamos escuchado que este bastión revolucionario, segunda ciudad libia, era el primer objetivo de guerra de las fuerzas de Gadafi. Poco a poco los muros, que bajo las órdenes del régimen se mantuvieron pintados del verde del islam, aparecían como lienzos llenos de grafitis, caricaturas y expresiones artísticas. “Welcome world” en árabe, y después frente a nosotros: la Plaza de los Mártires.
El ambiente era surrealista. A pesar de las fotos de los muertos y caídos en el frente de batalla, aquí soplaba un aire de libertad que convertía la reivindicación popular en una fiesta. En medio del ruido de balas y morteros, el centro de la ciudad se había transformado en una explosión de colores y de sonrisas. Nos señalaron un improvisado centro de prensa donde jóvenes voluntarios libios prestaban sus servicios de traducción a los trabajadores humanitarios y periodistas que comenzábamos a llegar del mundo entero. Fue allí donde conocimos a Osama Elguile, un joven ingeniero civil que con una timidez que matizaba su amabilidad y prudencia se ofreció ser nuestro guía en el cubrimiento. Cada cierto tiempo las imágenes de Gadafi, omnipresentes en la ciudad, eran quemadas con furia por los manifestantes o se convertían en tapetes de las instituciones que para este pueblo y por años simbolizaron la tortura.
Osama insistió que la visita a la Kativa, sede de las fuerzas especiales del régimen, era crucial para entender lo sucedido en esta ciudad el 17 de febrero de 2011. Osama reconstruyó para nosotros la forma como llegaron frente a esta edificación cientos de jóvenes pidiendo a gritos la liberación de los abogados de prisioneros políticos. Con sus dos mejores amigos, Osama se unió a la manifestación. “Cuando sentimos los morteros y chorros de agua hirviendo tuvimos que dispersarnos. Nunca imaginamos que nos atacarían de esa manera, con esa brutalidad. Nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado, pero que esta revolución, por primera vez en la historia de Libia, no tendría reversa”.
Los tres amigos se dispersaron para salvar sus vidas. Al caer la tarde, una llamada anunció que Boujina, su amigo de siempre, había sido impactado por una bala de la armada de Gadafi. Osama corrió, logró encontrarlo, darle un abrazo y antes de que muriera desangrado jurarle que después de ese día, para los dos y para su generación, habría un futuro mejor. “Como mi amigo Boujina, más de 30 personas murieron asesinadas por los militares de Gadafi en esas primeras horas de la revolución”, termina.
Por primera vez vimos a Osama contener su voz quebrada, respirar profundo, buscar fuerzas para recorrer con nosotros este lugar de recuerdos saqueado, destruido y convertido en una especie de monumento a la rabia y al hastío por 42 años de represión. Fue desde aquí que algunos miembros de las fuerzas especiales de Gadafi atendieron órdenes para lanzar los primeros disparos contra la manifestación civil. Digo algunos porque Osama nos llevó a una bodega oscura donde otros militares, los que se resistieron a disparar, fueron amarrados, asesinados y quemados. En su iPhone Osama nos muestra las fotos de los cuerpos encontrados.
Al salir pasamos por el Centro de Estudios del Libro Verde de Gadafi. Esta extraña estructura circunvalar, de las primeras en ser quemadas por los rebeldes, estaba consagrada al estudio del texto en el que el mandatario, imitando a Mao Tse-tung con su Libro Rojo, registró su pensamiento político. En él, Gadafi rechazaba la moderna democracia liberal europea y alentaba una forma de democracia directa basada en “comités populares de base”. Pero en realidad el libro, explica Osama, expone la mezcla personal que Gadafi pretendía para Libia: una nación liderada por preceptos del socialismo islámico y el nacionalismo árabe. Para los pobladores de Bengasi este texto representaba promesas incumplidas durante 42 años.
De regreso a la plaza central, los enormes parlantes dejaban escuchar discursos de Gadafi ironizados y mezclados con canciones de Shakira, a quien mencionaban cada vez que les decía que era colombiana. Al caer la tarde y llegar el momento de la oración, Osama predecía que, sin duda, una vez derrocado el régimen los extremistas buscarían colarse en las instituciones de una nueva Libia, pero insistía en que este era un pueblo fiel al verdadero islam y, por eso mismo, tolerante y respetuoso de otras religiones.
Durante los primeros días del levantamiento, Bengasi no dormía. Los disparos se mezclaban con canciones políticas, oraciones y gritos de reivindicación. El ciudadano de a pie nada sabía del significado o las consecuencias de una posible intervención de la OTAN.
Prácticamente incomunicados y ajenos a las discusiones políticas y diplomáticas que se adelantaban en Washington y Bruselas, incluso a los movimientos de poder que hacía el Consejo Nacional de Transición, los libios de las calles vivían con orgullo su revolución.
A través de personas como Osama, que en medio de las bombas le apostaban a una revolución pacífica, sin armas, empezamos a dimensionar lo que se gestaba en el corazón de Libia.
Mañana: confrontando a los mercenarios africanos y los excesos cometidos por ambas facciones.