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Cómo se roban la historia siria

Desde el gobierno sirio hasta el Daesh se benefician del tráfico de artefactos antiguos en medio de la guerra. La depredación persiste: en un solo sitio hay 3.750 excavaciones ilegales.

Juan David Torres Duarte
13 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.
Un militante del Daesh (o Estado Islámico) destruye una estatua en Palmira. / Prensa-Daesh
Un militante del Daesh (o Estado Islámico) destruye una estatua en Palmira. / Prensa-Daesh

Desde que comenzó la guerra en Siria en 2011, todos los bandos de la rebatiña han expoliado y destruido su patrimonio arquitectónico. Y nadie los ha podido detener. Con bombas de barril, con buldóceres, con pica y pala, el ejército oficial del presidente de Bashar Al-Assad, el Ejército Sirio Libre de la oposición, el Daesh, el frente Al-Nusra y los kurdos se han hermanado en la ambición de desenterrar el nutrido pasado de Siria para financiar sus tretas bélicas.

“Todos saquean”, dice el arqueólogo Amr al-Azm, profesor de la Shawnee State University en Ohio y exdirector de los laboratorios de conservación del Departamento General de Antigüedades y Museos en Siria. “En la actualidad, los miembros del Daesh son probablemente los saqueadores, pero no son los únicos. Recuerde: cuando el Daesh tomó un extenso poder territorial en 2014, entran a hacer parte de una situación de saqueo, previa a su entrada, que había comenzado en 2012”. Desde hace cinco años, pieza a pieza, la historia siria de imperios y conjugaciones culturales se vende en mercados pequeños y en transacciones privadas en Jordania, Turquía y Líbano. En una tienda jordana estaban a la venta el año pasado vasijas y vasos de la era de bronce y de hierro y una estatua romana en mármol. Y de allí, como sucedió en el conflicto en Camboya y en el expolio nazi contra los judíos, las piezas podrían ser traficadas a los mercados de arte de Estados Unidos y Europa.

No existe una contabilidad precisa. La Unesco, encargada de cuidar el patrimonio arqueológico, carece de un listado fidedigno y de contactos para lograrlo; los inventarios de las autoridades incluyen, en numerosas ocasiones, registros de piezas cuyo origen es incierto y de otras más que fueron falsificadas. “Pero puedo dar un ejemplo”, dice Al-Azm. “En 2015, entre enero y mayo, un saqueador —un solo saqueador y existen cientos de saqueadores— pudo mover hasta 80 piezas. Sólo en los primeros meses, a través de un intermediario en Estambul, sólo un saqueador”.

En la vecindad del camino principal de Apamea, uno de los sitios arqueológicos más relevantes de Siria, limitado por columnas de arquitectura romana, es posible contar al menos trescientas excavaciones ilegales hasta donde se cansa la vista. Hoyos en cantidad similar se encuentran en Dura Europos, en la provincia Deir Er-Zor, y en el antiguo sitio de Ebla, a 55 kilómetros de Aleppo. Palmira —que controla el Daesh—, Mari, Nínive también han sido saqueados hasta el punto de la casi total destrucción.

Aquí se pueden observar los hoyos de Apamea:

“El tráfico ilegal de antigüedades sirias, ligado a excavaciones clandestinas, está en un nivel dramático y los circuitos de traficantes pasan sobre todo por Turquía y más allá, por los anticuarios de Europa, los países del Golfo y Estados Unidos”, dice Michel al-Maqdissi, exmiembro del departamento de excavaciones y estudios arqueológicos del Departamento General de Antigüedades y Museos en Siria. Al-Maqdissi fue también el director de la última misión oficial en Palmira, en agosto de 2011, casi tres años antes de que el Daesh capturara la ciudad y destruyera con dinamita los templos de Baalshamin y Bel, las tumbas de la necrópolis del sudoeste y el Arco del Triunfo. “Por el momento, las antigüedades están escondidas y no reaparecerán antes de diez años en museos secundarios, con una identidad falsa”.

El tráfico ilegal de antigüedades en Siria funciona de esta suerte. Los saqueadores de primera línea, que por lo general carecen de recursos y encuentran en la excavación un modo de someter al hambre, desentierran artefactos por encargo de un traficante (a su vez conectado con un dealer) o por mera subsistencia. Al venderlos (por una cantidad irrisoria con respecto a su precio en el mercado legal), los artefactos circulan entre traficantes e intermediarios (anticuarios, tiendas de antigüedades, dealers que conocen los gustos de coleccionistas) hasta llegar a un comprador que los guarda en una bodega. Hasta ese momento, el origen de la obra está embarrado: hay que lavarlo. Venta tras venta, existen menos posibilidades de rastrear la proveniencia de un artefacto, de modo que mientras pasan los años es más probable que la obra termine en el mercado legal y que las ganancias sean mayores. También es posible falsificar su origen con certificados de propiedad maquillados.

Ya ha pasado.

En India, en el templo de Brihadeeswarar, abandonado y con las aldabas oxidadas, dos ladrones a sueldo extrajeron noche tras noche durante nueve meses ocho estatuas de dioses hindúes; en el último estadio de su expolio doméstico tomaron dos estatuas, entre ellas una de Shiva, el dios de la danza cósmica. El gobierno se dio cuenta del robo dos años después, en 2008, ya cuando las obras habían transitado fronteras. La estatua llegó a Australia a través de un vendedor indoamericano de arte, de nombre Subhash Kapoor, que tenía la confianza de su gremio. Kapoor, consciente de que las obras habían sido robadas, le propuso a un museo de Camberra (Australia) que la comprara; el encanto de su prestigio le permitió una ganancia de más de US$3,8 millones. Había comprado las estatuas por menos del 10% de ese precio.

Mecanismos semejantes se utilizaron, por ejemplo, para traficar obras de propiedad judía en la era nazi —muchas de ellas terminaron en los muros del Museo de Arte Moderno de Nueva York— y para contrabandear la crátera de Eufronio, una vasija de cerámica que transitó primero por las manos de ladrones de tumbas y pasó a un vendedor de arte llamado Giacomo Medici, quien luego la vendió en US$350.000. Medici la había comprado en US$88.000. La crátera terminó exhibida en las salas del Museo Metropolitano de Nueva York, que la compró por US$1 millón. Nunca fue más cierta la cita de Balzac con que abre El Padrino: “Detrás de cada gran fortuna, hay un crimen”.

Objetos de origen sirio decomisados después de su saqueo. / Cortesía de TDA-HPI

En el caso del Daesh, los crímenes son múltiples y la evidencia de que traficar es un negocio beneficioso, inevitable. “Los objetos serán traficados por cualquier ruta posible, es difícil interceptarlos, es difícil identificar los puntos calientes”, dice Sam Hardy, investigador honorario del Instituto de Arqueología del University College de Londres, quien ha hecho un intenso seguimiento al tráfico de antigüedades en su blog Conflict Antiquities. “Traficantes de pequeña escala pueden transportar estos bienes de manera personal, pero también son capaces de enviarlos en carga”. Desde su entrada rigurosa en Siria, el Daesh ha proporcionado al negocio un matiz sistemático, tanto así que ha creado Administración Arqueológica de Manbij, cerca de la frontera con Turquía, para tener un inventario rígido de aquello que se desentierra y se vende. Amr al-Azm recuerda: “En principio, el Daesh impuso un impuesto (llamado khum) del 20% sobre las piezas saqueadas. Después se involucraron más: tienen sus propias subastas, y si venden piezas en esas subastas pueden tomar entre el 20% y el 80% de la venta”.

A pesar de que los precios disminuyen en el mercado negro (dado que no existen la demanda ni la competencia del mercado legal), los beneficios siguen siendo altos. “Los recursos del Daesh son los minerales, el petróleo y la herencia cultural. Perciben la herencia cultural como un recurso que es posible explotar como podrían explotar el petróleo o cualquier otro bien”, dice Al-Azm. Un grupo de rebeldes sirios, también involucrados en excavaciones clandestinas, dijo a The Washington Post que las ganancias podían llegar en promedio hasta US$50.000. El Daesh otorga licencias a saqueadores (ver licencia) y ha invertido en maquinaria (buldóceres y camiones), excavadores y tiene a su mano intermediarios propios.

El expolio, sin embargo, comenzó antes de la llegada del Daesh. Cuando estalló la guerra entre la oposición y la presidencia de Al Assad, uno de los recursos que más tenían a la mano ambos bandos (“si cavas en el jardín de tu casa en Siria, hay un depósito arqueológico”, dice Al-Azm) era el patrimonio histórico. “En Siria siempre ha habido traficantes de antigüedades, y el ejército nacional y la policía secreta siempre han favorecido y también participado de la organización de ese tráfico”, dice Michel al-Maqdissi, que también ha conducido exploraciones en la antigua ciudadela de Damasco. “El fenómeno del tráfico lo encontramos en Oriente Próximo desde el siglo XIX con el crecimiento de la demanda de los grandes museos de ese entonces”. Las imágenes satelitales recogidas por la AAAS, una asociación dedicada a la investigación científica, certifican que entre 2011 y 2014 el número de excavaciones se multiplicó de modo salvaje: 76% de Dura Europos había sido excavada para abril de 2014. En las áreas cercanas a la ciudad antigua, había 3.750 hoyos.

Una excavación ilegal en los alrededores de Raqqa. / Foto: Cortesía de TDA-HPI

“A finales de 2012, se comienzan a ver contratistas que vienen desde varias partes del país, de las áreas kurdas, del oeste, del sur, que se especializan en saquear antigüedades”, recuerda Al-Azm. “Y comenzaron a saquear sin piedad”. Por entonces, la Unesco advirtió sobre el posible daño a que serían sometidos los sitios arqueológicos sirios (seis de estos son patrimonio de la humanidad) sin determinar quiénes eran los culpables. “Sospecho que el Daesh parece excepcional porque las audiencias de todo el mundo le tienen miedo. Pero el régimen de Al-Assad ha matado más civiles, y probablemente ha destruido más propiedad cultural, con sus ataques de bomba de barril en las ciudades”, dice el arqueólogo Sam Hardy.

Cada vez que un ciudadano descubría un artefacto antiguo, miembros de las autoridades civiles y militares lo incautaban para su propiedad o para venderlo. “Si va a las casas de miembros del régimen”, recuerda Al-Azm, “encontrará piezas de museos, artefactos, en sus casas, en sus jardines, son parte de su propiedad privada. Todos lo sabían”. Objetos arqueológicos traficados por los militares eran enviados a través del Líbano, por entonces influenciado por el gobierno sirio.

La responsabilidad por la destrucción del patrimonio arqueológico se reparte también en proporciones simétricas. El Daesh voló desde los cimientos la ciudad antigua de Nimrud; con dos bombas de barril, el ejército oficial destruyó parte del Museo de Ma’arrat Al-Nu’man, que albergaba los mosaicos más celebrados de la antigüedad. Un grupo de arqueólogos, arriesgando el pellejo, había guardado numerosas piezas en sacos de arena. En enero de este año, una mezquita de la época otomana, en alrededores de Aleppo, quedó semidestruida por un bombardeo ruso. Estados Unidos bombardeó por lo menos en dos ocasiones la ciudad histórica de Palmira; se ignoran los posibles daños a sitios arqueológicos. Estados Unidos, Rusia y Siria son firmantes de la convención de la Unesco de 1970, que prohíbe el tráfico ilegal de propiedad cultural y también insta a los países firmantes a proteger el patrimonio arquitectónico. Estados Unidos y Siria, por su lado, también firmaron la convención de la Haya de 1954, con objetivos similares.

El Museo de Ma’arrat Al-Nu’man fue semidestruido por un bombardeo del gobierno sirio. / Cortesía de TDA-HPI

Ninguna de las dos convenciones, a pesar de sus buenos deseos, tiene capacidad de condena sobre aquellos que aniquilan el patrimonio. Donna Yates es profesora de la cátedra de tráfico de antigüedades y crímenes de arte en la Universidad de Glasgow y por años se ha especializado en la extracción ilegal de patrimonio cultural en América Latina. “El castigo queda en manos de cada país con base en sus leyes”, dice. “Entonces piénselo de este modo: si un gobierno bombardea uno de sus propios sitios arqueológicos, en violación de la convención de La Haya, debe castigarse a sí mismo”.

La ley siria prevé penas de prisión por transportar o transferir antigüedades sin los debidos permisos. Sin embargo, el gobierno controla en la actualidad el 30% del país y la Unesco trabaja sólo con entidades estatales (en un principio se esperaba que también los grupos rebeldes se sometieran a los acuerdos de las convenciones). Dice Yates: “Nuestro sistema espera que los países trabajen en conjunto bajo acciones individuales y que sorteen casos propios sin ningún marco internacional para monitorear tales actos y juzgarlos”. La directora de la Unesco, Irina Bokova, calificó la destrucción del patrimonio sirio como un “crimen de guerra”. El matiz legal podría formular condenas internacionales.

Yates piensa que una de las mejores formas para que el tráfico se reduzca es “un control social, un control suave. Quiero que un coleccionista boyante se sienta avergonzado de exhibir objetos robados de una zona de conflicto, quizá cuando sus invitados, también boyantes, se muestren horrorizados”. Amr Al-Azm tiene la convicción de que el patrimonio arqueológico es una de las pocas aristas de la identidad siria que permitiría rehacer el país después de la guerra. “Salvar esta herencia es vital. Ayudará a los sirios a unirse de nuevo. Salvar su pasado es también salvar su futuro”. Un soldado rebelde, que ha traficado antigüedades, lo refuta: “En ocasiones, debes sacrificar el pasado para asegurar el futuro”.
  

 

*jtorres@elespectador.com

Por Juan David Torres Duarte

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