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El crimen del siglo

Dos obras publicadas en EE.UU. reviven el famoso robo de la obra de Leonardo da Vinci en 1911. Sigue el misterio.

Mauricio Becerra / Especial para El Espectador. Washington

16 de mayo de 2009 - 05:00 p. m.
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Ninguna otra pintura en la historia del arte universal ha causado tanta polémica y ha despertado tanta fascinación como lo ha hecho la Mona Lisa. A su sonrisa apenas insinuada, al misterio de su mirada, a la técnica novedosa usada por Leonardo da Vinci durante su elaboración, le han seguido tantas historias, mitos y leyendas que sobre ella se han escrito cientos de libros, producido decenas de películas y compuesto miles de canciones.

Sin embargo, ningún hecho ha destacado tanto como el robo del que fue objeto a comienzos del siglo XX, cuando el italiano Vincenzo Perugia entró al Museo del Louvre una mañana calurosa de agosto, para llevársela oculta debajo del brazo al cabo de un rato, enfrente de los guardias.

Ese acto breve, sagaz y, por lo demás, insólito, ha mantenido ocupados desde entonces a investigadores, académicos, curiosos y quien quiera que alguna vez se haya dejado atrapar por los encantos de la Gioconda. Casi cien años después, las preguntas son las mismas: ¿Quién estuvo detrás del famoso robo de la Mona Lisa? ¿Pudo haber actuado Perugia por cuenta propia o lo ayudaron? ¿Hasta dónde es cierto el rumor de que varios multimillonarios estadounidenses intentaron comprar la Mona Lisa durante los dos años en que estuvo extraviada?

Dos de las editoriales más reconocidas en Estados Unidos, Little, Brown and Company, y Alfred A. Knopf, han puesto por estos días una vez más el tema sobre la mesa con la publicación de los libros The crimes of Paris (Los crímenes de París), de Dorothy y Thomas Hoobler, y Vanished smile (Sonrisa desaparecida), de R.A. Scotti. En ambos, sus autores retoman el “crimen del siglo” para intentar responder estas preguntas luego de un largo proceso de investigación.

“Muchas personas han tratado de resolver lo que pasó en realidad”, dicen los Hoobler desde su apartamento en Nueva York. “El problema es que para resolver el misterio se necesitaría hablar con las personas que estuvieron involucradas, y ya están todas muertas. Sin embargo —añaden—, nosotros creemos que Perugia contó con la ayuda de alguien. Es muy difícil que una sola persona pudiera levantar la pintura con su marco y su caja protectora, descolgarla de la pared sin hacer ruido y llevársela consigo hacia la escalera”.

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En su libro, los Hoobler dejan en claro los motivos de su sospecha: “La pintura por sí misma pesa aproximadamente unos 9 kilos, ya que Leonardo da Vinci la pintó no sobre un lienzo, sino en tres planchas de madera. Unos meses antes, el director del museo había tomado algunas medidas correctivas para proteger a la Mona Lisa, reforzándola con más madera y poniéndola dentro de una caja de vidrio enmarcado, lo que le sumó 70 kilos a su peso inicial”. El marco renacentista que la decoraba le añadía unos 15 kilos, de manera que la pintura en su totalidad podía pesar unos 90 kilos.

En la ciudad de la furia

A comienzos del siglo XX, el Louvre no gozaba de la mejor reputación en materia de seguridad. Al centenar de llaves que iban y venían de mano en mano sin ningún control, y la precariedad con la que estaban sujetos los cuadros a las paredes a través de lazos atados a meros puntillones, se sumaba la ausencia de un sistema de seguridad que pusiera en alerta a los guardias y la policía en caso de que alguien intentara llevarse alguna de sus piezas. Unos meses antes del robo, recuerda Scotti en su libro, un reportero había pasado incluso una noche entre un sarcófago, “dejando al descubierto la frágil seguridad del Louvre”.

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En una ciudad absorbida por asaltos bancarios, fugas en automóviles a lo largo de sus anchos bulevares y un mercado negro de piezas de arte casi ilimitado gracias al interés de los coleccionistas norteamericanos que querían colgar en las paredes de sus mansiones obras clásicas, la seguridad del Louvre era un asunto para tener en cuenta.

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Sin embargo, las denuncias y las críticas hechas en los periódicos apenas fueron tenidas en cuenta. En un intento por apaciguar los ataques, se hicieron remiendos de última hora. A los guardias se les armó con cachiporras y se les dieron clases de judo. Cierta vez,


a la pregunta de por qué las obras más valiosas del museo no estaban firmemente aferradas a las paredes, como sí ocurría en los museos de Londres y Roma, el director del Louvre, Jean Théopile Homolle, respondió sin rodeos que era mejor así, puesto que en caso de incendio resultaba más fácil cargar con ellas antes de que se achicharraran, lo que desató una polémica aún más profunda al descubrirse que el museo, además de todo, carecía de extintores.

El robo de la Mona Lisa no hizo más que alentar a los periódicos a denunciar con más bríos la seguridad de trapo del Louvre. En cuestión de días, empezaron ellos mismos a ofrecer recompensas con el propósito de aumentar la circulación y, con ella, las ventas. Los diarios, dice Scotti, empezaron a ofrecer sumas astronómicas. “L’Illustration ofreció diez mil francos (40 mil dólares) por cualquier información y cuarenta mil francos si la pintura era devuelta a las oficinas del periódico”. El Paris-Journal ofreció cincuenta mil (200 mil dólares) y la promesa de anonimato para quien devolviera el cuadro.

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Pero ni los intentos de los periódicos ni el rastreo llevado a cabo por la Prefectura de París con la ayuda del famoso detective Alphonse Bertillon (a quien el escritor Arthur Conan Doyle citaría en una de sus aventuras de Sherlock Holmes como el número uno del mundo) surtieron efecto.

Seis para seis

Tanto en el libro de los Hoobler como en el de Scotti, el argentino Eduardo Valfierno vuelve a ser una pieza fundamental en la conclusión de la historia. Tal vez debido a la fantasía que roda su supuesta participación en el crimen del siglo, o quizá debido al velo de misterio que nadie ha podido descorrer a lo largo de estos casi cien años, lo cierto es que Valfierno vuelve a ser mencionado como el artífice del robo.

¿Y quién fue Valfierno? Un estafador con grandes dotes histriónicas, un personaje con mil caras, el autor intelectual del robo más grande en la historia del arte, la persona encargada de contratar a Vincenzo Perugia para que, con la ayuda de algunos empleados del museo —el mismo Perugia había trabajado en el Museo del Louvre— entrara al Salón Carré y se llevara la Mona Lisa. ¿Y para qué?

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Para alguien que se enorgullecía de haberle vendido la Torre Eiffel a un pobre incauto, las razones eran obvias: robarse la Mona Lisa era el último peldaño por escalar, la mejor manera de venderles a seis coleccionistas norteamericanos (¿los Morgan, los Frick, los Carnegie, los Huntington, los Hearst, los Walters?) seis copias del famoso cuadro de Da Vinci, mientras continuaba desaparecido. Sin la Mona Lisa colgada en las paredes del Salón Carré, era mucho más fácil convencerlos de que su copia era la original.

“Creemos que seis millonarios pudieron, en efecto, haber comprado copias de la pintura”, dicen los Hoobler. “Un millón de dólares era mucho más dinero en esa época de lo que es hoy. Sin embargo, no pudimos encontrar ninguna pista de que esas copias llegaron a alguna colección”.

La duda, sin embargo, todavía no se ha despejado. Si Perugia trabajó bajo el mando de Valfierno, todavía está por resolverse. Si los coleccionistas compraron o no las copias, tardará un tiempo aún en develarse. La cuestión es: ¿Valía tanto la Mona Lisa para que alguien se hubiera atrevido a planear un robo semejante? En 1850, en el catálogo de las obras más valiosas en el Louvre, la obra de Leonardo ocupaba el lugar 1601. A comienzos del siglo XX se habían avaluado mejor los cuadros de Rafael que los de Da Vinci. Sin embargo, el día en que Perugia salió con la Mona Lisa debajo del brazo, ya era la pieza más apreciada por los franceses.

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Una semana después, cuando el Louvre reabrió sus puertas al público, miles de personas entraron al Salón Carré para mirar, en silencio, el marco vacío donde había estado la Gioconda. Para entonces, se había convertido en el cuadro más famoso del mundo.

Una cortina de humo

El argentino Eduardo Valfierno, un timador profesional, se convirtió en pieza fundamental del robo de la Mona Lisa. Según las últimas publicaciones, él habría sido el encargado de contratar a Vicenzo Perugia, quien permaneció con la obra durante dos años (la guardaba debajo de su cama, en un baúl poblado de chécheres). Mientras tanto, las intrigas sobre su supuesto paradero se volvieron en pan de cada día. El diario norteamericano The New York Times alcanzó a decir que las noticias sobre la desaparición de la Mona Lisa habían causado tanta conmoción que “los parisinos se han olvidado por un tiempo de los rumores de la guerra”. Y mientras tanto Perugia dormía en un hotel de Florencia, con la Mona Lisa rendida a sus pies.

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Por Mauricio Becerra / Especial para El Espectador. Washington

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