Han pasado treinta años, pero parece que fue hace un siglo. Tantas son las vueltas que ha dado el mundo desde el 15 de marzo de 1991, cuando Alemania, después de muchos desgarramientos internos, dos guerras mundiales y el largo paso por el desierto de la ocupación extranjera, se reconstituyó como una nación unificada para convertirse en la primera potencia europea.
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A las tremendas aflicciones que el pueblo alemán soportó durante las guerras y al precio de la destrucción que el país pagó por los crímenes del nazismo se añadió, a partir de 1945 —el año de su última derrota como potencia mundial—, la herida que partió en dos su territorio. Esa herida era especialmente visible en Berlín, la antigua capital imperial, donde sentaron sus reales los ejércitos de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial.
La presencia dominante de las tropas de ocupación, que para el visitante era solo un espectáculo inusual, para los sobrevivientes alemanes era un humillante y constante recordatorio de su tragedia nacional. Los soldados estadounidenses, británicos y franceses montaban guardia y desfilaban con sus uniformes y sus banderas nacionales en los tres sectores en que se dividió la parte occidental de la ciudad mientras las tropas soviéticas patrullaban el sector oriental, donde los edificios y monumentos históricos más importantes del país, reconstruidos a medias, todavía dejaban ver los huecos de las balas.
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El Tercer Reich, que había querido dominar al mundo, estaba reducido a su mínima expresión, con su territorio dividido y sometido a la autoridad extranjera bajo dos sistemas políticos distintos y dos economías distintas. Hasta la moneda, que otrora había sido un símbolo de su poderío, se había transformado y tenía valores distintos a cada lado.
Vitrina capitalista
Desde el comienzo de la ocupación, los dos lados tuvieron un desarrollo desigual. El occidental, transformado desde 1949 en la República Federal de Alemania (RFA), prosperó con el impulso de las grandes inversiones del Plan Marshall hasta convertirse en una vitrina del desarrollo capitalista que mostraba al mundo las ventajas sobre el comunismo. Este reinaba en el lado oriental, donde se constituyó el mismo año la República Democrática Alemana (RDA). La diferencia generó un éxodo creciente de la RDA hacia el Occidente a medida que se deshacía la alianza vencedora sobre el nazismo. Las autoridades soviéticas trataron de frenarlo en 1961, con la construcción del muro de hormigón y piedra de 145 kilómetros que se convirtió en el principal símbolo de la Guerra Fría. Atada a la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la situación de Alemania durante la ocupación evolucionó al vaivén de la política internacional. Cuando el costo de la carrera armamentista nuclear y el surgimiento de China en el escenario mundial llevaron a las dos superpotencias a disminuir tensiones y llegar a acuerdos, como los tratados de interdicción y no proliferación de armas nucleares en 1968, la distensión también se abrió paso en Alemania.
En 1969, al llegar Willy Brandt al poder en Alemania Occidental, los acercamientos se intensificaron con la adopción de la Ostpolitik, o sea la apertura hacia Alemania Oriental y todo el bloque comunista. Y cuando Mijaíl Gorbachov, el último gobernante de la Unión Soviética, puso en marcha la perestroika y la glasnost, en 1985, para introducir la democracia y la economía de mercado en la gran potencia comunista, el destino de la RDA quedó sellado.
Solo faltaba que los alemanes orientales “votaran con los pies”, como lo hicieron en el verano de 1989 al emprender un éxodo masivo hacia los países vecinos. Primero aprovecharon que el gobierno húngaro desmanteló las alambradas de sus fronteras con Austria para salir por Hungría. Otros se asilaron en la embajada de la RFA en Praga para seguir a Occidente. Entre tanto, multitudinarias manifestaciones contra el gobierno de Berlín se tomaron las calles de Leipzig y Dresde. Todo esto precipitó la caída de Erick Honecker, el último presidente de la RDA.
Hacia la reunificación
La disolución de Alemania Oriental fue sorprendente por lo rápida y pacífica. Solo unos días antes de su caída, en octubre de 1989, Honecker se había ufanado de la fortaleza de su régimen al conmemorar los cuarenta años de la fundación de la RDA en un acto al que asistió Gorbachov. Pero el gobierno de Berlín ya se estaba desintegrando. Lo que al principio había sido un reclamo de libertad se convirtió en un movimiento arrollador que culminó con la caída del muro, el 9 de noviembre de 1989. Desde ese día se acumularon los acontecimientos que apuntaban a la reunificación del país.
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El primer paso fue el programa de diez puntos propuesto el mismo mes de noviembre por el canciller Helmut Kohl, que contempló las medidas necesarias para la democratización y la estabilidad democrática de Alemania Oriental. Los diez puntos comenzaron a cumplirse el 18 de marzo de 1990 con la realización de las primeras elecciones democráticas y pluripartidistas en la RDA y la firma del Tratado de Unión Monetaria, Económica y Social entre las dos partes, el 18 de mayo del mismo año, que entró en vigor el 1° de julio siguiente. A estos pasos siguieron varios acuerdos y reconocimientos de fronteras tras los cuales se firmó en Moscú, el 12 de septiembre, el Tratado Dos más Cuatro, que consagró el compromiso de las dos partes alemanas y las cuatro potencias de ocupación con la meta de una Alemania unida. El tratado fue firmado por el último ministro de Relaciones Exteriores de la RDA, Lothar de Maiziére, su homólogo de Alemania Occidental, Hans-Dietrich Genscher, y los cancilleres de las potencias ocupantes.
El 3 de octubre de 1990 a la medianoche, el presidente Richard von Weizsäker proclamó la reunificación frente al Reichstag y la fecha quedó consagrada como el Día de la Unidad Alemana, aunque la entrada en vigor del tratado solo ocurrió el 15 de marzo siguiente, cuando fue depositado en Berlín el último documento de ratificación, correspondiente a la Unión Soviética.